
¡Ya no hay viejos! Esta es la constatación, más bien alentadora, que se puede hacer al observar a nuestros mayores. Muchos tienen la suerte de conservar hasta una edad avanzada una buena salud y la apertura de espíritu de sus años jóvenes. Ya ni siquiera se distinguen de las generaciones jóvenes, así se trate de la moda, como del cuidado personal o los pasatiempos.
No siempre ha sido así y las representaciones de la vejez han variado mucho a lo largo del tiempo, como lo muestra este rápido recorrido por las civilizaciones y culturas occidentales.
Matusalén y su banda de jovencitos
969: se dice que ese era el número de años de Matusalén, el abuelo de Noé.
Esta edad respetable no es una excepción en la Biblia, texto rico en personas que superan los cien años y son bendecidas por Dios. Se les reconoce por su larga barba, pero sobre todo por su sabiduría legendaria, que los convierte en seres excepcionales.

¿Debe sorprendernos? Los hebreos, autores de los textos bíblicos, se enorgullecen de descender ellos mismos de una pareja canosa, Abraham y Sara, quienes hacía mucho tiempo que habían pasado la edad de amar cuando, por la gracia de Dios, concibieron a su hijo Isaac.
Los hebreos también se distinguen al honrar el matrimonio de un sabio anciano, Booz, con una joven, Rut... y al reconocer la sexualidad en las personas mayores (véase el relato que enfrenta a Susana con ancianos lujuriosos).
En la Grecia clásica, la mitología otorga un lugar honorable a los personajes experimentados, como Príamo o Anquises, junto a los jóvenes héroes. En la vida cotidiana, sigue siendo el pater familias canoso quien detenta la autoridad moral y sirve de referencia para toda la familia. Esto sigue siendo así en la sociedad romana, fundada en la familia, al menos hasta el siglo I de nuestra era, cuando cada miembro del hogar pudo empezar a reclamar más derechos.

Sin embargo, griegos y romanos no dejan de temer la decadencia de los años y mantienen una clara preferencia por la juventud. El sabio Sócrates se consuela, a los 70 años, de tener que beber la cicuta y morir diciendo que así escapa a la decrepitud. En cuanto a los artistas grecorromanos, no cesan de exaltar la belleza de los cuerpos jóvenes, tanto de muchachas como de muchachos.
Objetos de burla
Las uniones entre una joven y un hombre maduro, generalmente acomodado, han sido moneda corriente en todo tiempo, pero no hace tanto, en los pueblos de Francia, daban lugar a un charivari (bulla burlona) por parte de los jóvenes.
Hubo que esperar hasta finales del siglo XX para que los matrimonios intergeneracionales (con grandes diferencias de edad entre los cónyuges) dejaran de suscitar burlas y sonrisas disimuladas... Es cierto que la espectacular mejora de la condición física de las personas mayores ha influido en ello.
Edad Media: ¿dónde están los viejos?
La Edad Media también tiene sus santos victoriosos sobre los años y su “emperador de barba florida” (Carlomagno, muerto en plena gloria a los 75 años aproximadamente).

Pero la realidad cotidiana es menos poética: es viejo quien ya no puede participar en las actividades de la sociedad, sean guerreras o simplemente campesinas. Nada justifica, por tanto, otorgar un estatus particular a quien ha perdido su fuerza física o sus capacidades intelectuales. Ese está destinado a una muerte rápida.
En las chozas y talleres, cada uno participa hasta el límite extremo de sus fuerzas en las actividades familiares. Los guerreros mismos no piensan en ningún momento en la jubilación y la Historia conoce muchos que han combatido y, a veces, muerto en la guerra a edad avanzada.
Dado que las condiciones de vida, en particular durante los períodos oscuros de pestes y hambrunas, limitan la longevidad, el hombre medieval se muestra indiferente al número de años. La vejez parece carecer de encantos; prácticamente no existe y se sueña con una juventud eterna.
Esta falta de compasión por la vejez se encuentra en todas las sociedades tradicionales. A veces llega muy lejos, hasta el suicidio forzado, escenificado en la película del japonés Imamura: La balada de Narayama (1983).

Renacimiento y Tiempos Modernos: ¿cómo se puede ser viejo?
Caracterizado por un dinamismo erigido en valor supremo, el Renacimiento no invierte la tendencia: es el tiempo de la juventud sublimada según los modelos antiguos. Ronsard triunfa recordando a sus bellas conquistas su futura decrepitud, cuando sean “muy viejas, por la noche a la luz de la vela...”.
La mujer mayor es rápidamente asimilada a una de esas brujas repulsivas que son más que nunca víctimas de la hoguera. Las burlas se multiplican contra su fealdad mientras se ridiculiza la debilidad de los antiguos guerreros, víctimas de esa “vejez enemiga” que los vuelve inútiles.
Rechazados por su declive físico, los más ancianos también son sospechosos de sentimientos dañinos: la abuela se convierte en una persona gruñona de moral dudosa, como en los cuentos de Perrault, mientras que su compañero no es más que un vejete ridiculizado en las comedias de Molière.

Las guerras de Italia son obra de soberanos y jefes militares muy jóvenes y fallecidos prematuramente, pero un cambio comienza a gestarse durante el siglo XVI.
Gracias a mejores condiciones de vida, al menos en las clases altas, ya no es raro cruzarse con septuagenarios al mando de Estados y ejércitos, así como en la alta sociedad (el corsario Barbarroja, el condestable Anne de Montmorency, el almirante Andrea Doria, los pintores Miguel Ángel y Tiziano...).
Debido a esta mayor visibilidad, el anciano ya no es ignorado como en siglos anteriores; simplemente es objeto de burla.
Gerontocracia
Al final de su reinado, el más largo de la Historia humana, el rey de Francia Luis XIV gobernaba con los mismos consejeros y servidores que en su madurez. Unos y otros eran, por tanto, casi tan viejos como él: Vauban, el mariscal de Villars, su confesor el padre Lachaise, su jardinero Le Nôtre, etc. Más que un cambio de actitud hacia la vejez, puede verse aquí el síndrome de un régimen incapaz de renovarse.

El mismo síndrome se observó en la China comunista de finales del siglo XX, dirigida por una “gerontocracia” de octogenarios. Paradójicamente, fue un nonagenario, Deng Xiaoping, quien puso fin a ello sacudiendo el régimen y los dogmas, limitando a dos los mandatos de los presidentes de la República y a 68 años la edad de los miembros del Comité Permanente.
Caricaturescas son las dictaduras modernas, que se fosilizan por el miedo a un cambio que les sería fatal. De Cuba a Zimbabue, pasando por Libia o Argelia, están representadas por dirigentes inamovibles, incluso al borde de la tumba. Gracias a los avances de la medicina, ya no es raro tener así al mismo dirigente al frente de un país durante cuarenta o cincuenta años...

Siglo XVIII: la sensibilidad gana terreno
Con la mejora de las condiciones de vida, el siglo de las Luces se toma el tiempo de observar a sus mayores, cada vez más numerosos.
Los enciclopedistas se preguntan sobre el proceso de degradación que empuja al hombre hacia la decrepitud, esperada ya a los 60 años. Pero si las ciencias entran en juego, es sobre todo la sensibilidad la que gana terreno, ofreciendo a la sociedad la posibilidad de manifestar su ternura hacia sus mayores.
La abuela ya no es aterradora, sino fuente de afecto y ejemplo de piedad, como en los cuentos de Grimm. Pilar de la familia, el buen anciano se convierte en fuente de sabiduría que ahora se procura proteger en instituciones especializadas, hospitales o asilos.

Este nuevo aprecio por la vejez se acompaña, cabe señalar, de una atención completamente inédita hacia la infancia. El abuelo y el niño pequeño representan las dos caras de una sociedad atenta a los débiles y más humana.
Hecho notable, dos grandes escultores, Houdon y Pigalle, representan al ilustre Voltaire (alrededor de 75 años) con sus rasgos marchitos. A través de él, cada uno a su manera magnifica la vejez.
Siglo XIX: el arte de ser abuelo
El anciano del siglo XIX es un individuo reconocido en toda su especificidad.
Tras la ola romántica que se rebela contra los efectos del tiempo: “Oh tiempo, detén tu vuelo, y vosotros, horas propicias, detened vuestro curso...” (Lamartine), se vuelve a mirar a la persona mayor con interés, convencidos de que los avances médicos harán más fácil vivir la vejez.
Se entra entonces en la conquista de la longevidad feliz, simbolizada por la imagen de Victor Hugo rodeado de sus nietos.

Los propios dirigentes, siguiendo el ejemplo de la reina Victoria, recuerdan que la vejez sigue siendo sinónimo de sabiduría y respeto. Pero la suerte de las personas mayores sigue siendo frágil, especialmente en los campos despoblados tras la revolución industrial.
Para suplir a las familias desestructuradas, el Estado multiplica los asilos, al tiempo que se plantea la creación de sistemas de jubilación.
Siglo XX: ¿una nueva vejez?
Esta cuestión de las jubilaciones está en el centro de la sociedad a finales del siglo XX y principios del siglo XXI, tras una fase excepcional de aumento de la esperanza de vida, de menos de 60 años a principios del siglo XX a más de 80 años un siglo después, en los países más avanzados.
Aún más notable es el aumento de la vida sin discapacidad significativa. De ello se deduce que los jóvenes jubilados se han convertido en un componente esencial de la vida social, como consumidores pero también como actores en asociaciones y voluntariado.
La vejez no ha desaparecido por ello. Toma un nuevo rostro, que ya no se aprecia por el número de años sino por el estado de dependencia física y mental de la víctima de las enfermedades de la senilidad y, en particular, del Alzheimer, el nuevo “mal del siglo”.
Este artículo es traducción del original publicado en Herodote.net
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