
En el corazón de Rosario, un grupo de mujeres encontró en la música un refugio, un acto de rebeldía y una fuente inagotable de alegría. Aceitunas Negras Band es mucho más que una banda de cumbia: es un espacio de libertad, aprendizaje y comunidad, donde cada integrante aporta su historia y su deseo de vivir intensamente.
En una sala del Centro Cultural Croci, un viernes a la tarde cuando la ciudad empieza a oler a semana gastada, Virginia Massau, Fabiola Porfiri, Carolina Temperini, Regina Tripaldi, Viviana Castillo, Julieta Callaci, Cintia Venier, Daniela Mastrángelo y Natalia Lambertucci afinan sus instrumentos.
Hay risas cansadas, termos que pasan de mano en mano y una luz que entra oblicua por la ventana, creando un territorio donde ninguna corre detrás del tiempo: aquí la música es pausa, es pulso, es una forma de seguir vivas. No hay solemnidad: apenas mujeres descubriendo que la cumbia también puede ser un manifiesto y que, después de los cincuenta, el deseo todavía sabe abrir puertas, cambiar el aire, torcer destinos.

“Larga vida a estas aceitunas porque la música es salud, beneficia nuestra existencia… ¡y hasta la alarga!”, dice Natalia y sintetiza el pulso vital que atraviesa al grupo.
Virginia Massau trabaja en el Museo de Arte Contemporáneo de Rosario, es trabajadora social en un dispositivo de salud mental donde coordina talleres artísticos para usuarios de la provincia. Es madre de Jacinto y desarrolla proyectos creativos como artista visual. Ella llegó a la banda en un punto de quiebre, cuando la vida parecía comprimirse entre la muerte reciente de su mamá, la fragilidad de su papá y los pasillos de hospitales que se repetían como un eco.
Una tarde, detenida en un semáforo, sintió que algo volvía: un deseo antiguo, guardado desde aquella banda de cumbia que había imaginado más de veinte años atrás junto a Grisel, su amiga que ya no está. “En un semáforo tuve como una cosa del deseo, de hacer lo que yo quería hacer”. Grabó un audio breve y urgente para la profesora de canto: “Flor, quiero cantar en una banda de cumbia, ayudame”. Al estacionar, la respuesta ya estaba: “El viernes te espero en el CCC”.
No dudó. Llegó al Centro Cultural Croci (CCC) “Ella es la cantante”, dijeron. Y aunque nunca había cantado en público, algo se acomodó. Había transitado una afonía que la dejó muda tras su separación, un nudo en las cuerdas vocales que, según la fonoaudióloga Ivana Cáceres, “se cura cantando”. Cantó para volver a hablar. Y en agosto de 2023, cuando entró por primera vez al CCC, encontró un espacio donde la voz —su voz— podía volver a nacer. Desde entonces, no se fue más.

Fabiola Porfiri es abogada, facilita clases de yoga y acompaña un emprendimiento de infusiones ayurvédicas creado por su hermana. En 2024 retomó su vínculo con la música, espacio que había postergado durante años.
Fabiola llegó al CCC con una promesa hecha a sí misma: no dejar que la música quedara detrás de los 50. “Materializó un deseo que nunca me dejó de llamar”, dice. Volvió al piano después de décadas, se permitió el clarinete, el saxo, la guitarra, cualquier instrumento que activara esa zona dormida que aún buscaba su sonido. Empezó en marzo de 2024, a punto de cumplir 52, y lo hizo junto a su hija y su sobrino, en un taller.
La música se convirtió en un modo de romper creencias que la habían detenido: “Se hizo real que se puede romper con la idea de que hay edades para hacer las cosas, que lo que no se pudo ya está”. Cuando vio a Aceitunas Negras en vivo, sintió que allí había algo más que una banda: una energía, una forma de estar juntas. Y fue Flor Crocci, la profesora, quien abrió la puerta con esa generosidad que transforma un deseo en movimiento.
“Recién estaba soltándome —dice— y apareció otro desafío: la cumbia”. Desde mayo, cada ensayo es un lugar de resguardo, un pequeño oasis que sostiene la semana: abrazos, risas, esa complicidad que vuelve posible el error, la imperfección, el disfrute.

Carolina Temperini es bajista y trabaja desde hace años como podóloga. Vive en Funes, localidad vecina de Rosario y llegó al taller de música por recomendación de su profesor.
Carolina llegó con el bajo al hombro y la intuición de que ese grupo podía encender algo que tenía apagado: “Trato de decirle que sí a todas las oportunidades que se me presentan”. Venía del rock, de un sonido más áspero, y encontró en la cumbia un pulso distinto, más luminoso. “La cumbia es un género alegre”, dice, y en Aceitunas Negras esa alegría se volvió un modo de estar. Descubrió un espacio donde el bajo no queda al fondo, donde cada instrumento importa y cada gesto sostiene.
“Me hicieron sentir muy importante”. Para Carolina, la música es una forma de sanar y el grupo, un lugar donde la luz circula sin esfuerzo: unión, compañerismo, risas que corren durante los ensayos. Volver a tocar fue volver a vibrar, y aquel proyecto que buscaba sumar trabajo terminó siendo un refugio: “Estaba un poquito apagada y me adoptaron”. Hoy la banda es eso: un regreso a la alegría.
Regina Tripaldi es biotecnóloga y trabaja en el Banco de Sangre de Santa Fe. Como música canta de contralto en un coro. En 2024 se sumó a la banda y es una de las integrantes más recientes. Regina llegó por una escena mínima: una cena, una despedida y la propuesta directa de su amiga y hermana de la vida, Flor Croci. “Me propuso como guitarrista de las Aceitunas”, recuerda. La invitación abrió un sueño que venía desde lejos, desde los nueve años, cuando la guitarra empezó a ser un territorio propio.
Nunca había tocado en una banda y ese estreno coincidió con un momento de búsqueda: coordinar el caos diario, encontrar un hueco para la música, sostener un encuentro semanal “sin pausa y sin prisa”. En Aceitunas descubrió un espacio que recarga y canaliza, un modo de afirmar la existencia en medio de la vorágine. “Es música del corazón con humilde entrega”, dice para describir el espíritu del grupo. En Rosario —ciudad donde la música crece en todas las edades— el repertorio se arma en ronda: se proponen temas, se prueban, se eligen los que mejor suenan.

Julieta Callaci es licenciada en Psicopedagogía y desde hace años coordina dos proyectos que forman parte de su identidad profesional: Imaginautas Ludoteca, un espacio dedicado al acompañamiento de niños y adolescentes desde el juego y los aprendizajes; y NeuroA – Aprendizaje Inteligente, donde integra neurociencias, educación e inteligencia artificial para brindar herramientas de estudio a estudiantes y familias. Nacida en Rosario y criada en Ceres, vive en Rosario desde hace dos décadas y sostiene una formación artística marcada desde la infancia por la danza, el teatro, la música y el juego.
Julieta llegó al CCC en un momento en que la música empezó a ser un salvavidas. La pandemia la encontró en una soledad que desconocía y el ukelele que sus hermanos le regalaron por su cumpleaños abrió una puerta que no volvió a cerrarse. “Ese regalo fue una puerta”, dice. Aprender desde cero, experimentar en medio del aislamiento, descubrir un lenguaje que abraza incluso cuando los vínculos se suspenden: así empezó un camino y compartir un espacio de mujeres que aprendían sin exigencias, y a una comunidad que después se transformó en banda.
La música se volvió un código para sostenerse y un territorio donde la motivación —“el motor de cualquier aprendizaje”, dice como psicopedagoga— volvió a encenderse. Su llegada a Aceitunas Negras fue la continuidad natural de ese proceso: un dúo inicial con Vivi, una presentación con baches técnicos y la propuesta de sumar a una voz que quería cantar cumbia.
En un proceso horizontal y lúdico —probar, errar, elegir repertorio, inventar canciones — encontró un modo de estar con otras y un espacio que le recuerda que siempre se puede disfrutar sin condiciones. Entre risas, música y el plato de aceitunas en una despedida, quedó la broma que hoy define a la banda: mujeres de la generación X, sabor intenso, madurez con humor. “Aceitunas maduras”, define.

Daniela Mastrángelo es ingeniera química y directora de Acción Climática en el Ministerio de Ambiente y Cambio Climático de Santa Fe. La escena que la llevó a la música fue simple. “Flor (Croci) fue quien me motivó a sumarme a las Aceitunas y a hacer taller de canto”, dice. Antes había pasado por la percusión, siempre en paralelo. Este nuevo espacio le abrió otra forma de acercarse al sonido. “Me permitió animarme a explorar algo distinto, aprender algo nuevo, totalmente diferente a lo que hago todos los días. Es súper terapéutico”, cuenta.
En la banda, el sentido apareció rápido. “Aceitunas es un espacio de libertad, de sororidad, donde me siento contenida y acompañada”, dice. Es un territorio donde se puede probar, equivocarse y avanzar sin la presión del resultado. “Puedo ponerme nuevas metas, nunca sola. Compartir con mujeres maravillosas una parte tan linda de mi vida es realmente hermoso”. La cumbia funciona como pulsación: “Es una revolución de la alegría, una contrapropuesta a tanta violencia de este tiempo”
Viviana Castillo es ama de casa. “Llegué al taller de Flor primero como alumna, una ama de casa que se fue con su guitarra al taller”, dice. “Encontré en ella una persona no especial, especialísima, que te abre las puertas y te hace sentir parte de todo. Te hace sentir que sos una música, no principiante ni nada: una música”.
Así empezó: haciendo dúos con una compañera, Julieta Galazzi. Después, en una despedida de año, nació la banda. Habla de aquella noche entre charlas, pizza y risas: “Empezamos a soñar con: ‘¿Por qué no hacemos una banda?’” y el nombre apareció entre bromas. “Digo: ‘¡Ay! Aceitunas Negras’, porque a poca gente le gustan las aceitunas negras. ‘¡Qué buen nombre!’, dijimos. Surgió entre las cinco que estábamos ahí y nos reíamos”.
Con el tiempo, ese juego se transformó en algo más grande. “Para mí es un sueño”, dice. Siente que la banda es unidad y afecto: “Creo que la frase es ‘la unión’. Nunca hubo un problema, todas para el mismo lado. La música cura el alma, cura todo”.
A Natalia Lambertucci le dicen NatTucci. Tiene 44 años y trabaja como acompañante terapéutica. Desde ese oficio, atravesado por la escucha y la presencia cotidiana, llegó a la música como quien abre una puerta postergada.

Cuenta que entró al taller por una amistad: “Llegué gracias a Flor Croci. Nos hicimos amigas y ella siempre me invitó a acercarme a la música”. Cuando Flor le habló de un grupo de mujeres que quería ensayar cumbia, Natalia se sumó desde lo pequeño: accesorios, percusión y coros. Habla de esa decisión como un deseo pendiente: “Me impulsó las ganas de tocar y cantar. Siempre fue una actividad que quería hacer hace mucho”. Y reconoce que hubo un momento personal que la marcó: “Mientras atravesaba un duelo descubrí que la música, la percusión y el canto eran herramientas de sanación”.
“Es un momento que me regalo para compartir con mujeres empáticas y amorosas. Rompemos la rutina y generamos alegría”, dice. Si tuviera que resumir el espíritu del grupo, lo hace en una frase: “Mujeres fuertes son y serán las que construyen unas junto a otras”. Reconoce como desafío inicial la confianza: “Creer en una misma y sostener la constancia.”
Cintia Venier es la baterista y una música con recorrido en la escena popular rosarina. Docente de iniciación musical y batería —da clases particulares y en el Centro Cultural Contraviento—, llegó al proyecto convocada por Flor Crocci mientras ya enseñaba en ese espacio.
Venier había sido parte durante casi once años de la banda de cumbia Chiquita Machado, experiencia que volvió natural su desembarco en un grupo que retomaba el pulso del género más bailable. Tras un breve impasse de dos años sin tocar cumbia, la banda significó para ella continuidad, aprendizaje y encuentro: un espacio colectivo donde la música funciona como lenguaje común entre mujeres diversas, con trayectorias y niveles distintos, unidas por la risa, el ensayo y la energía de volver a empezar.
El proceso creativo de la banda es horizontal y participativo. Julieta Callaci detalló: “Escuchamos música juntas y elegimos repertorio entre todas. Algunas proponen canciones que les gustaría tocar y ahí arrancamos. Muchas veces improvisamos, probamos, cambiamos, volvemos a empezar. Tenemos un tema propio, que surgió de una melodía que inventamos con Vivi, se llama 20S”. Esta dinámica colectiva refuerza el sentido de pertenencia y la libertad para explorar nuevos caminos musicales.
La ciudad de Rosario es un componente esencial en la identidad de la banda. “Rosario es una ciudad muy creativa. Hay gente muy creativa en todas las disciplinas y eso también está en la banda”, dice Virginia Massau. La pertenencia al Centro Cultural Croci y la conexión con la escena local potencian el carácter innovador y abierto del grupo.

“El mayor desafío fue creer en una misma y sostener la disciplina de la constancia: animarse, confiar en la propia capacidad y comprometerse con el proceso”, reconoció Natalia. La horizontalidad, la escucha y el apoyo mutuo han sido claves para consolidar una formación estable y un ambiente de aprendizaje colectivo.
El espíritu de Aceitunas Negras Band se resume en la frase de Julieta: “La prueba viva de que la música también se aprende abrazada”. La banda es, para sus integrantes, un espacio de experimentación, disfrute y resistencia, donde la música se convierte en un acto de libertad y celebración compartida.
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