
En medio del Atlántico, a bordo del velero Ítaca, Adrián Magnago vive una travesía que trasciende la geografía y se convierte en un viaje interior. Ingeniero argentino de formación, Magnago dejó atrás la estabilidad de un empleo en YPF y la rutina de la vida en tierra firme para entregarse a la incertidumbre y la intensidad del mar.
Dio un giro audaz a su vida pero esto no fue un impromptu, sino el resultado de una serie de decisiones previas que lo fueron acercando al agua y a la libertad.
Hoy, tras 18 días de navegación ininterrumpida desde Mindelo, Cabo Verde, junto a dos compañeros de tripulación, se encuentra a unas 580 millas náuticas de Martinica, con la expectativa de fondear el 2 de diciembre: “El día a día es simple y profundo a la vez: guardias de navegación, ajustes de velas, cocinar, leer, escribir, contemplar. El mar te ordena el ritmo”, relata Magnago mientras nos responde desde las profundidades del océano. La embarcación avanza únicamente a vela, a un promedio de 95 millas diarias.

La vida actual de Magnago se define por la rutina a bordo y la presencia constante del mar. Cada jornada se estructura en torno a las necesidades del barco y los ritmos naturales: “Despierto temprano, preparo café y medito en cubierta. Trabajo un par de horas en mis proyectos. Después nado una hora y suelo llegar hasta la playa. Almuerzo liviano. Leo, escribo o sigo trabajando. A la tardecita hago yoga o entreno. Si estoy en una isla, bajo a ver el atardecer —a veces solo, a veces con amigos—. Y de noche cenamos a bordo, con música o saxofón.” La navegación, lejos de ser solo desplazamiento, se convierte en una forma de presencia y aprendizaje continuo.

El proceso que llevó a Magnago a este punto no fue abrupto, sino el resultado de una transformación paulatina: “No hubo un ‘clic’ repentino. Fue un proceso lento, como una curva suave que va tomando pendiente. La decisión firme llega en un momento puntual, pero antes aparece la pasión, la curiosidad, la formación, la búsqueda de un ambiente donde ese deseo pueda germinar.”
Su acercamiento a la navegación comenzó cerca de los cuarenta años, en el Club Náutico Avellaneda de Rosario, como una actividad recreativa tras un divorcio. A partir de ahí, cada experiencia fue cimentando una nueva forma de vida.
El curso de timonel a vela apareció como el primer punto en el mapa, una manera de que Adrián volviera a escuchar el río. Después llegó el de patrón de vela y motor, y con él su primer cruce a Colonia, esa línea quieta del horizonte que se abre cuando uno aprende a confiar en el viento.

Con un amigo compró un velero de 23 pies para recorrer el Paraná, una embarcación mínima que les enseñó que la distancia no se mide en millas sino en decisiones. Más tarde se embarcó como tripulante desde Caracas hasta Los Roques y pasó quince días a bordo, en un archipiélago que parecía vivir en otra respiración.
En Angra dos Reis alquiló un 34 pies y fue capitán por primera vez en el mar, junto a sus hijos y su pareja de entonces, mientras el agua les devolvía nuevas formas de estar juntos.
Hizo las Clínicas Oceánicas entre Río y Florianópolis, un tramo que exige respeto y deja marcas. Y pasó dos semanas navegando las Baleares en el barco de un amigo, donde el Mediterráneo mostró su paciencia y su filo. Cada una de esas escenas, dispersas en mares y tiempos distintos, fueron como ladrillos en la construcción de la vida que hoy habita.

El verdadero punto de inflexión llegó con la pandemia: “Hubo un detonante claro. Creo que fue un punto de inflexión para muchísima gente.”
Durante ese periodo, el trabajo remoto le permitió reconectar con su vocación original de programador y alcanzar la independencia económica necesaria para dar el salto. Con ahorros y la complicidad de Exequiel, un compañero de navegación, adquirió Ítaca, un Nauticat 40 ketch en Palma de Mallorca.
“Lo compramos casi sin conocernos: 15 días de amistad y un océano por delante. Fue arriesgado, pero funcionó”, recuerda. La renuncia a YPF no estuvo exenta de cuestionamientos: “Escuché muchas veces ‘estás loco, ¿cómo vas a dejar un trabajo efectivo en la empresa más grande del país?’. Mi respuesta era siempre la misma: ‘Hay cosas que quiero hacer ahora. No nací dentro de YPF y puedo vivir sin ella’”.

La vida a bordo ha supuesto una transformación profunda, tanto en la relación con los elementos como en el plano personal: “Navegar y vivir a bordo elimina todas las máscaras: el mar no permite disfrazarse de nada. Uno se muestra tal cual es.”
La rutina diaria se acompaña de prácticas de meditación y búsqueda de mejora física y espiritual. La distancia de los afectos, especialmente de sus hijos, se compensa con una valoración renovada de los vínculos: “El tiempo fluye distinto. Casi no hay urgencias, salvo cuando el barco lo pide. Y el barco siempre pide: mantenimiento, reparaciones, cuidado. Es un ser vivo en cierto sentido.”
La escritura se ha convertido en un pilar fundamental de esta nueva etapa. “Ítaca: Entre olas y silencios” nació de horas de contemplación y de la necesidad de poner en palabras las emociones y aprendizajes que el mar le ha devuelto.

“Escribirlo fue una forma de volver a vivir esos instantes. Lo trabajé en primera persona y en tiempo real, para que el lector sienta que está conmigo en cubierta”, cuenta Magnago. El libro, cuya tapa fue pintada en acuarela por un amigo, está a punto de publicarse.
Además, ya trabaja en una precuela sobre su infancia en un campo sin luz eléctrica en Santa Fe, con la intención de honrar sus raíces y a sus padres. Su proyecto literario contempla una trilogía: el viaje exterior e interior, la historia de origen y una tercera parte de enfoque social.
Los pasajes del libro refuerzan la dimensión filosófica y poética de su travesía. “Ítaca no es solo un barco: es un estado del alma. Un territorio invisible donde el mar se vuelve espejo y las olas, voces antiguas que susurran lo que olvidamos en tierra firme”, escribe Magnago en el prólogo.
La navegación se presenta como una revelación, un mapa emocional donde las coordenadas se marcan con silencios, intuiciones y gratitudes. “El mar no enseña teorías, enseña presencia”, sostiene en la presentación, invitando al lector a compartir la experiencia desde la cubierta, sin urgencias ni recetas.
“El mar me enseñó que ningún viaje termina, solo cambia de forma. Creí que navegaba hacia Ítaca, pero comprendí que Ítaca no era un punto en el mapa, sino un estado del alma”, concluye Magnago en el epílogo de su libro. La travesía, lejos de cerrarse en un destino geográfico, se revela como un proceso continuo de aprendizaje y transformación.
De cara al futuro, Magnago planea regresar a Rosario tras la llegada a Martinica para publicar el libro y reencontrarse con su círculo cercano.

En 2026, proyecta navegar hacia San Blas, Panamá, con la intención de aportar a la comunidad Kuna en iniciativas de recuperación de corales y desarrollo de un prototipo de velero ecológico: “Me interesa aportar algo a la comunidad Kuna: recuperación de corales, proyectos ecológicos. También quiero trabajar en un prototipo de velero totalmente ecológico, con motor eléctrico y energías renovables.”
En la cubierta de Ítaca, mientras el Atlántico se extiende sin promesas, Magnago encarna la búsqueda de sentido y la conexión con la naturaleza que resuena en quienes anhelan una vida más auténtica. Su viaje, como él mismo expresa, no se define por la llegada a un puerto, sino por la disposición a seguir adelante, con la certeza de que el verdadero destino se lleva dentro.
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