Al caer la noche, la música flota entre los edificios y las luces iluminan los rostros de cientos de espectadores en el corazón de Nueva York. En ese instante, el arte compartido y accesible revela su poder para conectar a una ciudad consigo misma. Esta escena, que se repite durante el verano en el Lincoln Center, es el resultado de una apuesta decidida por transformar el acceso a la cultura en la metrópolis. La serie de conciertos gratuitos Summer Sounds, parte del programa Summer for the City, ha convertido el complejo cultural en una plaza pública donde la comunidad y la diversidad se encuentran sin barreras. Según Summer for the City, la cuarta edición del ciclo, vigente desde el 11 de junio hasta el 9 de agosto, culmina con una programación que destaca tanto por su calidad artística como por su alcance social.
La propuesta de Summer Sounds va mucho más allá del entretenimiento. Cada aspecto del festival está pensado para eliminar obstáculos: no existen entradas, ni sectores exclusivos, ni códigos de vestimenta. Los espectáculos se presentan en varios idiomas y abarcan desde orquestas sinfónicas hasta DJ sets, pasando por jazz, música clásica, ritmos afrolatinos, sonidos caribeños y canciones de protesta. Los conciertos se celebran principalmente en el parque Damrosch y en el Josie Robertson Plaza, espacios al aire libre donde los asistentes pueden llevar sus propias sillas, alimentos y bebidas. Esta apertura permite que personas de barrios de bajos recursos o comunidades históricamente marginadas accedan a experiencias culturales que, en otros contextos, estarían fuera de su alcance económico o geográfico.
La curaduría de Summer Sounds se distingue por su enfoque consciente y representativo. A diferencia de otros festivales que repiten fórmulas comerciales, la programación busca amplificar voces de comunidades inmigrantes, artistas queer, intérpretes con discapacidades y proyectos musicales que dialogan con las raíces culturales de los distintos grupos que habitan la ciudad. Esta apuesta por la diversidad no es solo una cuestión estética, sino también política: “refleja una comprensión profunda del papel que puede jugar el arte en la construcción de ciudadanía, pertenencia y equidad”, según el programa. Al dar visibilidad a artistas que no suelen acceder a los grandes escenarios, el Lincoln Center redefine su misión y se reinventa como un espacio de inclusión.

El espacio público se convierte en escenario y símbolo de reapropiación colectiva. El mismo lugar donde se presentan las óperas del MET o los conciertos de la Filarmónica de Nueva York se transforma, por unas horas, en una pista de baile al aire libre. No hay exigencias de silencio ni etiquetas invisibles que delimiten quién pertenece y quién no. El arte, en este contexto, abandona su encierro elitista y recupera su función original: crear comunidad. Cada concierto se convierte en una celebración del encuentro, donde personas desconocidas comparten comida, comentan lo que escuchan y bailan juntas. El anonimato urbano, que a menudo pesa como una condena, se disuelve en gestos simples de cercanía.
El mes de agosto marca el cierre del ciclo con una agenda cargada de propuestas musicales y actividades multidisciplinarias. Entre los nombres destacados figura el cuarteto de cuerdas Brooklyn Rider, que celebra su vigésimo aniversario con conciertos el 7 de agosto en Damrosch Park y en el Alice Tully Hall, donde interpretan Silent City junto al maestro iraní Kayhan Kalhor. Esta colaboración fusiona cuerdas occidentales con tradiciones musicales persas, generando una experiencia sonora que trasciende lenguajes. El 8 y 9 de agosto, el grupo concluye su participación con The Four Elements, un proyecto que traduce los elementos de la naturaleza —tierra, fuego, aire y agua— en partituras contemporáneas.
La semana también incluye la presentación de la Festival Orchestra of Lincoln Center, dirigida por Jonathon Heyward, con un repertorio que abarca obras de Clara y Robert Schumann y una pieza encargada a James Lee III, centrada en la compasión y la conexión humana. Las noches se enriquecen con danza y DJ sets: el 7 de agosto se celebra una jornada de Social Dance con coreografías de Double Dutch y un set en vivo de DJ Lucha, que mezcla cumbia, post‑punk e indie. El colectivo Hourglass cierra la jornada siguiente con una Silent Disco afrofuturista que celebra la identidad negra queer.

El programa no se limita a la música. El 8 de agosto, la actividad Our Echoes Be Bloom combina palabra hablada, sonido, movimiento y prácticas de autocuidado en The Garden at Damrosch Park. Durante esa semana, también se organizan paneles sobre escritura debutante, lectura en voz alta y poesía colectiva, ampliando el espectro de experiencias culturales disponibles para el público.
El impacto de Summer Sounds se percibe en el pulso de la ciudad. Comercios de la zona extienden sus horarios, las líneas de metro se llenan de asistentes que viajan desde distintos distritos y las redes sociales se inundan de imágenes que documentan un fenómeno cultural en expansión. Más allá de las cifras, estos eventos funcionan como una puerta de entrada al mundo artístico para miles de personas que, quizás por primera vez, asisten a un concierto en vivo. Para muchos niños y jóvenes, representa un primer contacto con la música de su herencia cultural o con géneros que nunca habrían explorado. En un país donde la educación artística enfrenta recortes constantes, estas experiencias adquieren una dimensión formativa clave.
El hecho de que el Lincoln Center, una de las instituciones culturales más prestigiosas de Estados Unidos, apueste por una programación gratuita y abierta al público general, envía un mensaje contundente: “el arte no es un lujo, es un derecho”.

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