Este fin de semana, el agua irrumpió como una bestia desatada en la oscuridad en el sur de Texas. A las 4:16 de la madrugada del 4 de julio, el río Guadalupe creció ocho metros en apenas 45 minutos. No tocó a la puerta. Arrasó casas, desgarró puentes, volcó autos y atrapó a cientos de personas en lo que se conocía como una apacible ribera de veranos y cánticos de fogata. Ahora es un corredor de barro, árboles astillados y silencio.
Nadie gritó “corran”. Nadie alcanzó a decir “agáchense”. Solo hubo un estruendo sordo, como si el suelo se partiera al medio, y después agua, agua viniendo de todas partes al mismo tiempo. No fue una tormenta, fue una emboscada. Las niñas salieron de las cabañas a oscuras, descalzas, algunas llorando, otras en silencio absoluto, arrastrando a sus amigas o buscando a sus hermanas. En cuestión de minutos, los colchones flotaban, los postes eléctricos se vencían, y Camp Mystic se partía en dos. No hubo tiempo para planes. Solo instinto. Y suerte. O no.

Sobrevolando ese desastre natural, un helicóptero HH-60 Jayhawk de la Guardia Costera de Estados Unidos se convirtió en la tabla de salvación para 15 personas aisladas en Camp Mystic, un campamento cristiano para niñas en Kerrville, Texas. El video difundido por el gobierno muestra cuerpos colgando de arneses, suspendidos entre un infierno de agua y un cielo negro, mientras los rescatistas descienden una y otra vez en maniobras peligrosas, casi coreografiadas.
“El campamento fue completamente destruido”, dijo Elinor Lester, de 13 años. “Un helicóptero aterrizó y comenzó a llevarse gente. Fue realmente aterrador”.
El saldo hasta ahora es brutal: 59 muertos, entre ellos 15 niños, y 27 niñas del campamento siguen desaparecidas. Las cifras oficiales cambian cada hora, pero lo que permanece es el espanto. La zona más afectada es el condado de Kerr, con 43 fallecidos; le siguen Travis (4), Burnet (3), Kendall (1) y Tom Green (1). Las labores de rescate han evacuado a más de 850 personas.

El centro de mando en Kerrville se instaló en la escuela primaria local, donde padres buscan desesperadamente a sus hijas. Algunos solo han recuperado pertenencias embarradas. Otros, nada.
“Mi hijo y yo flotamos hasta un árbol y nos aferramos”, relató Erin Burgess desde Ingram. “Mi pareja y mi perro fueron arrastrados. Los encontramos más tarde, vivos. Milagrosamente vivos”.
El gobernador Greg Abbott declaró el domingo como “día de oración” y amplió el estado de desastre. “Texas hará todo lo posible para encontrar a todas las personas desaparecidas”, dijo, mientras ordenaba más refuerzos estatales y solicitaba apoyo federal. La secretaria de Seguridad Nacional, Kristi Noem, llegó al lugar y anunció que la Guardia Costera seguiría trabajando “todo el tiempo posible”.

Las escenas en los alrededores de Camp Mystic parecen salidas de una película postapocalíptica: cabañas con ventanas rotas, colchones enlodados, árboles partidos y autos encaramados en ramas como juguetes olvidados por un niño gigante. La naturaleza habló con violencia y nadie estaba preparado.
El Servicio Meteorológico Nacional explicó que en apenas 12 horas cayeron más de 300 milímetros de lluvia, lo que equivale a un tercio del promedio anual. La empresa AccuWeather aseguró que las alertas fueron enviadas con suficiente antelación y cuestionó si los campamentos actuaron con la diligencia necesaria.
“Estas advertencias deberían haber dado tiempo para evacuar”, señaló AccuWeather en un comunicado.

Pero las autoridades locales no sabían con precisión cuántas personas había en la región. Muchos habían llegado por el feriado del 4 de julio. Los registros eran incompletos. La información, escasa. La planificación, insuficiente.
“Sabíamos que iba a llover. Sabíamos que el río subía. Pero nadie vio esto venir”, reconoció Rob Kelly, juez del condado de Kerr.

Desde un helicóptero, Kelly sobrevoló la zona y vio bolsas negras alineadas frente a una funeraria. Dijo que las tareas de rescate habían sido exitosas “hasta donde se pudo”, pero que ahora comenzaba “una recuperación larga y penosa”.
A orillas del Guadalupe, los campamentos juveniles tienen más de un siglo. Lugares como Camp Mystic, Mo-Ranch, Rio Vista y Sierra Vista representan una tradición de veranos, libertad y comunidad. Hoy son una herida abierta. En Mo-Ranch, los organizadores lograron evacuar a cientos antes de la crecida. En otros, no hubo tiempo.

Michael, un padre llegado desde Austin, caminó entre los escombros con su hermano. Encontró la mochila de su hija de 8 años. De ella, aún no hay noticias.
“Estuvimos todo el día de ayer en el centro de gestión de crisis. Hoy nos enteramos de que podía haber algo aquí y vinimos en camión lo más rápido posible”, dijo, con la voz apagada.

En medio del caos, los rescatistas, más de 500 en total, siguen buscando. Utilizan drones, botes, perros, linternas. También helicópteros, que operan incluso durante la noche. Los llaman “ángeles mecánicos”, porque vuelan entre árboles caídos, cables rotos y la incertidumbre.

La comunidad, devastada, comienza a organizarse. El Community Foundation of the Texas Hill Country inició una colecta. Austin Dickson, su director, lo resumió con crudeza:
“Aquí, cuando llueve, el agua no se filtra. Corre. Y arrasa”.
La tragedia recuerda a la de 1987, cuando una inundación mató a 10 personas en la misma región. Pero esta vez, el contexto tiene otra dimensión: el cambio climático. Eventos extremos, como estas lluvias, son cada vez más frecuentes. El suelo ya no aguanta. La infraestructura tampoco.
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