Desde los inicios de su carrera, Guillermo del Toro ha sido fiel a su estilo oscuro y fantástico, y, sobre todo, a la querencia por personajes que no encuentran su lugar en el mundo. Personajes que están estigmatizados, que son diferentes, a menudo puros, a pesar de ser considerados monstruos en contraposición con el ser humano, lastrado por sus miserias, su ambición y su mezquindad.
Por eso, de alguna manera, parece que, desde el principio, se haya basado en el mito de Frankenstein para hacer sus películas. Y es que, en esa historia sobre la creación de una criatura que nace maldita por la megalomanía de un hombre que ha perdido la noción de la realidad, está contenido parte de su universo repleto de fatalidad en el que los verdaderos héroes terminan siendo los denominados monstruos.
Ahora el director hace realidad su sueño de adaptar la mítica novela de Mary Shelley y lo hace tirando de todo ese imaginario fantástico explosivo y suntuoso que siempre lo ha caracterizado (todas sus obsesiones se encuentran presentes), demostrando su amor al género gótico de una manera que pocos autores son capaces de plasmar de una manera tan rotunda y exquisita.
La propuesta de Del Toro se distingue por su fidelidad a la novela original, superando en este aspecto a la mayoría de adaptaciones previas. El director ha optado por una estructura narrativa dividida en dos partes: primero, el relato del doctor Frankenstein, interpretado por Oscar Isaac, y después, la versión de los hechos desde la perspectiva de la criatura, encarnada por Jacob Elordi.

Esta alternancia de voces, que se desarrolla ante el capitán de un barco atrapado en el hielo del Ártico, remite a la naturaleza epistolar de la obra de Shelley y sitúa el prólogo en un entorno de aislamiento y tensión, donde un grupo de hombres trata de controlar a un ser aparentemente inmortal.
La relación paterno-filial entre Frankenstein y su creación, la incapacidad del primero para amar lo que ha traído al mundo y la búsqueda de identidad y afecto por parte del segundo constituyen el núcleo emocional de la narración.
El guion, firmado por el propio Del Toro, explora temas como la soledad, la búsqueda de sentido a la vida y la imposibilidad de encontrar un lugar en el mundo. La criatura, condenada a la inmortalidad y a la incomprensión, se enfrenta a un dilema existencial que refleja la crisis que todos los seres humanos afrontan: nadie elige nacer, pero una vez en el mundo, debe encontrar su propósito. La película cita explícitamente el Paraíso perdido de John Milton, subrayando la dimensión filosófica del relato, su trasfondo reflexivo en torno a la naturaleza humana y a la dicotomía entre muerte y vida, dolor y amor, razón y corazón.
Un espectáculo tan exquisito como aparatoso
Sin embargo, el director parece ahogarse en su propio artefacto, en esa exquisitez por los detalles, en toda la parafernalia estética. Así, la película termina siendo tan densa que constriñe cualquier intento de aproximación del espectador desde una perspectiva emocional, algo que sí había estado presente en la mayor parte de las películas de Del Toro, aunque que fueran igualmente poderosas y saturadas a nivel visual o plástico (véase El laberinto del fauno).
Aquí la forma estrangula al fondo, de manera que todo el texto parece lastrado por esa angulosidad artificiosa, algo que también ocurría en algunas de sus anteriores obras, como El callejón de las almas perdidas o La cumbre escarlata.

Es cierto que la segunda parte, en la que destaca la creación de Jacob Elordi, está más cerca del espíritu del director, pero tampoco logra alcanzar esas dosis de sensibilidad tenebrosa que siempre lo habían caracterizado a la hora de acercarnos a sus seres indefensos, quizás porque todo el conjunto parece lastrado por el aspecto enfático y la pompa, la literalidad y la sensación desmedida de que más es mejor.
Por eso, los mejores momentos, corresponden a los más íntimos, relacionados con esa criatura que descubre el lenguaje a través del que poder expresar sus sentimientos y preguntarse quién es, que necesita que la quieran y que está sola. Momentos más desnudos, más cercanos, más pequeños dentro de un conjunto excesivo, monótono y tan bonito como agotador.
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