
Nunca he visto una aurora boreal, pero debe de parecerse mucho a un concierto de Radiohead. La gente que se agolpó en el Movistar Arena este primer martes de noviembre no sabía muy bien qué es lo que iba a ver, pero tenía la certeza de que sería algo único, para o bien o para mal. Como el fenómeno natural que se manifiesta en el hemisferio norte, la banda de Oxford apareció cuando le dio la gana, sin previo aviso a pesar de haber anunciado que a las 19:30 apagaría sus luces. Nada mágico sucedió desde ese momento hasta que Radiohead se subió realmente al escenario, por llamar de una manera al extraño dodecágono que habían elegido para abrir su gira, pero la cuando empezaron a sonar los primeros acordes de Let Down a la gente se le olvidó por completo lo que hubieran aguardado. Ante sí se abría una galería de colores y melodías nunca antes presenciada.
Con ese tema, tan querido en las redes hoy día, arrancaba el grupo liderado por Thom Yorke sobre su extraño escenario, ese mismo que lucía primero como una jaula, y con el que irían jugando a lo largo de todo el concierto para desconcierto y asombro de todos los espectadores. Planteado en 360 grados y haciendo uso de sus propias celdas como pantallas para ver de cerca el rostro de Yorke, Johnny Greenwood y compañía, la formación británica parecía querer ejemplificar su período de hibernación y renacer. Hasta siete años habían pasado desde el último concierto de Radiohead, allá por la gira de su último disco hasta la fecha -A Moon Shaped Pool- y con la sensación de que, como había sucedido con la gira de Oasis, este improvisado tour entrañaba tanto una gran carga de nostalgia como una gran oportunidad para las nuevas generaciones de vivir en directo auténticos himnos del rock alternativo. Pero Radiohead tenía otros planes.
Más allá de la supuesta concesión inicial, los británicos proseguían en su jaula con varios temas del disco Hail to the thief, probablemente el álbum menos celebrado de la banda frente a otros como Ok computer, The Bends o Pablo Honey. Tampoco parecía importarle mucho a la banda, que hacía gala de su fama de fríos y distantes sin apenas dirigirse al público. Al fin y al cabo, seguían viéndolo desde su jaula y aun quedaban otros tres días para compartir confidencias. Poco a poco el escenario se iba abriendo con el levantamiento de sus celdas y el público se iba animando al escuchar los primeros himnos que habían ido a rememorar, como No surprises o Arpeggi.

Una rave nada improvisada
La banda llevaba diez canciones pero uno tenía la sensación de que la cosa solo acababa de comenzar. Conforme la liberación de la jaula era consumada, Radiohead tiraba de Kid A, el álbum con el que dio la bienvenida al nuevo siglo y a un nuevo sonido, convirtiendo su jaula en prácticamente una boiler room de una rave nada improvisada. Quién hubiera dicho que una banda tan asociada al rock depresivo pudiese disfrazarse de Charli XCX o Fred Again y regalar temas en esa onda tan electrónica, pero con Bodysnatchers y especialmente Idioteque demostraban que son capaces de mutar en cualquier cosa. Mención especial en este ecuador para Daydreaming, un respiro en medio de la rave que con solo dos versos es capaz de hacer viajar por un sinfín de universos, tal y como retrató el cineasta Paul Thomas Anderson -buen amigo de Greenwood, quien ha colaborado en varias de sus películas hasta la última Una batalla tras otra- en su videoclip.
Thom Yorke encabezaba el descenso del escenario en un encore que asustaba por su premura pero que, como todo lo que sucedía en el concierto, buscaba generar más confusión que otra cosa. A la vuelta al escenario esperaba un gran traca fina, que arrancaba con Fake Plastic Trees y era seguida por dos temas de OK Computer de lo más coreados, Subterranean Homesick Alien y sobre todo Paranoid Android, esa suerte de Bohemian Rhapsody millenial que formalizaba la comunión ya total de Radiohead con su público, al que ahora le daban lo que tanto quería.
Para el final quedaba la espectacular y también cinematográfica You and whose army -inmortalizada en Incendies de Denis Villeneuve- del poco presente Amnesiac y un apoteósico cierre con Karma Police, que a excepción de Creep se presentaba como cierre idóneo para una noche en la que nada fue lo que pareció y, sin embargo, resultó fascinante en su extrañeza. Madrid tiene la fortuna de contar con otras tres jornadas de Yorke, Greenwood (Johnny y Colin), Phil Selway y Ed O’Brien antes de que prosigan su espontánea y limitada gira por Bolonia, Londres, Conpenhague y Berlín. Nadie sabe si continuarán con la misma setlist o la cambiarán por completo, si volverán a jugar con su curioso escenario o de si al mismísimo Thom Yorke le dará una de esas embolias con las que amenaza cada vez que desfila por el escenario. En su extraño y misterioso ritual reside su intriga y atractivo, y como sucede con las auroras boreales, la única certeza será la de estar viendo algo único de lo que no se puede apartar ni el oído ni la mirada, porque uno nunca sabe cuándo volverá a contemplar algo así.
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