
Hay un rugido en este mundo. Un rugido atronador que suena desde todas partes y que invade cada rincón de la vida pública para acabar colándose, también, en la privada. Para el antropólogo y ensayista Carlos Granés, ese rugido puede medirse en un cambio fundamental: mientras que los artistas, habituales personalidades inmunes a norma establecida, provocadores y agitadores de la sociedad, se han convertido en un nuevo estandarte de moralismo y corrección política, la política ha adoptado ese rol de transgresión y espectáculo.
Líderes carnavalescos, mesiánicos y teatreros; líderes populistas, de discurso extremo, cuando no violento. Son ellos los que, en la actualidad, dominan buena parte del mundo: líderes ruidosos, a partir de los cuales, Granés escribe y firma El rugido de nuestro tiempo (Taurus). En este libro, el ganador del Premio Internacional de Ensayo Isabel Polanco y dos veces ganador del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar “pincha en las arterias del presente”, tal y como él mismo nos dice en una entrevista con Infobae España, para demostrar hasta qué punto las batallas culturales y las trifulcas políticas definen el mundo que nos rodea... y el que nos espera.

Gobernar a los nuestros contra los otros
- Pregunta: ¿De qué hablamos cuando hablamos de rugido?
- Respuesta: Hablamos de la sensación de desorden de la que nadie puede abstraerse hoy en día. El mundo se está desordenando. Están pasando cosas que creíamos improbables. Por ejemplo, la idea de un Occidente debilitado, o que Estados Unidos deje de ver a Europa como un aliado, sino a alguien que se ha aprovechado de ellos. En medio de todo este caos, quienes ganan protagonismo son los que aprovechan el estado de confusión y la pérdida de ciertos consensos para irrumpir en política con formas escandalosas y con estrategias disruptivas políticamente incorrectas para encandilar al electorado.
- P: ¿Quiénes serían esas personas?
- R: Milei es el caso más evidente, pero Trump también. Al principio, pensé que había ganado a pesar de haber dicho muchas cosas disparatadas e incorrectas, pero después empecé a darme cuenta de que ganó precisamente gracias a eso. Otro caso excepcional es el de Jair Bolsonario. Después de haber sido despedido del ejército, se metió en el Congreso y estuvo allí durante treinta años en las sombras haciendo gala de una mediocridad apabullante. Todo cambió en el impeachment de Dilma Rousseff en 2014, cuando no se le ocurrió mejor cosa que votar en nombre de Carlos Brillante Ustra, que no solamente era un dictador golpista, sino el jefe de los torturadores de Brasil. Estaba cometiendo la incorrección política más grande de la historia, pero lo que debería haberlo sepultado lo convirtió en una persona visible. Empezó a ser un referente para un electorado que había estado en la sombra sin una voz que lo representara. Ganó las elecciones dos años después. A estos, súmale Boris Johnson, súmale a Abascal, a Ortega Smith. Prácticamente, en cada país hay un personaje que hace eso.
- P: Lo contrario al rugido es la palabra. ¿Es algo que se está perdiendo?
- R: Sí. Se está perdiendo el terreno común que nos permite debatir problemas de forma racional. Este había sido siempre un vicio latinoamericano: la tendencia a la unanimidad, que hace que los países no soporten la pluralidad y surjan constantemente líderes que aspiran a convertirse en la única voz válida. Pero el gran mal de América Latina se ha convertido en un vicio global. Hoy en día, quien no está contigo no es un opositor que piensa distinto, es un enemigo moralmente peligroso y alguien que no está legitimado para gobernar.

- P: Hablamos, entonces, de que hemos confundido la palabra ‘ideología’ con la palabra ‘identidad’.
- R: La política ya no sea un asunto en el que se dirimen acciones para resolver problemas concretos. Es una cuestión de identidades. Y claro, cuando lo que prima no es avanzar, sino atrincherarnos en nuestra identidad, lo importante se olvida y empezamos más bien a preguntarnos quién es bueno y quién es malo, quién está del lado correcto de la historia, quién es un verdadero patriota y quién es una amenaza. Son preguntas que no tienen nada que ver con comer, con educar, con la economía o el transporte. La discusión cambia por completo, se vuelve más visceral, y los gobernantes dejan de gobernar y dejan de pensar en el conjunto de la sociedad para, simplemente, gobernar a los suyos. ¿Y los otros qué? Se siente y que se jodan.
La politización del arte
- P: ¿Por qué crees que, en ese contexto, el arte acaba convirtiéndose en un lugar adecuado para el moralismo?
- R: Por las distintas crisis que han azotado a la juventud desde 2008. Con esa primera crisis económica con pocos precedentes, solo el crack del 29 posiblemente, se hace evidente para los jóvenes que, por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial sus vidas no van a ser mejores que las de sus padres. Después de eso, surgen algunas discusiones importantes, como la del movimiento Black Lives Matter o el movimiento Me Too, que hacen pensar que no solamente estamos en una sociedad sin futuro, donde vamos a vivir peor que nuestros padres, sino que además está asolada por vicios terribles como el machismo, el racismo, y además de eso, el mundo se va a acabar por la crisis climática y estamos infectados de vicios colonialistas. Con todo esto, los artistas empiezan a entender que su deber es aprovechar todas las expresiones culturales para promover determinadas causas, de modo que la cultura se empieza a convertir en un terreno acotado por preocupaciones morales y los jóvenes se hacen más bien defensores del statu quo, se vuelven más bien conservadores en el arte, en tanto que son más moralistas. Por eso me ha sorprendido tanto el Premio Nacional de Teatro a Angélica Liddell, porque ella lleva mucho tiempo lanzando una vehemente crítica contra ese moralismo.
- P: La mencionas en el libro, ¿no?
- R: Es que ella es una de las voces más críticas con el nuevo statu quo moral. Ella es descendiente de Bergman, de Bataille y de todos los transgresores que entienden el arte como un territorio para explorar sin límites lo oscuro del ser humano. Entonces, esta nueva idea del arte como un deber ser o una manera de ganarse el cielo le repugna. Es interesante que le hayan dado el premio.

- P: ¿La moral deteriora el arte?
- R: Totalmente, ya lo decían los surrealistas: es un enemigo a combatir. El creador debe jugar sin reglas porque el arte es justamente el espacio para hacerlo. En la cultura podemos darnos desfogar todo lo pulsional, lo instintivo y lo potencialmente dañino para el otro, transformándolo en una obra que, como decía Schopenhauer, podemos observar y hasta gozar sin padecerlo. La política no puede darse esos lujos, no puede ser anómica ni llenarse de personajes cuyo único mérito es romper las reglas. Al contrario que en la cultura, eso sí incita a la violencia.
Del “teatro” de Pedro Sánchez a las fantasías latinoamericanas
- P: Precisamente de incitar a la violencia acusaron a Pedro Sánchez en la Vuelta de España, cuando animó a los manifestantes a seguir protestando por Palestina.
- R: Es irresponsable animar a la sociedad civil a la insurrección desde el poder. Es absolutamente nocivo porque demuestra cómo esa animadversión política va goteando en la sociedad civil y se va viendo en las familias, en las relaciones de amistad, en los trabajos... No es sano democráticamente, como tampoco lo fue, aunque sea un caso mucho peor, la incitación de Rudy Giuliani y de Trump a la masa para que tomaran el Capitolio de Washington.
- P: De Pedro Sánchez también menciona el caso de los días que se tomó de reflexión cuando el juez Peinado abrió diligencias contra Begoña Gómez.
- R: Un elemento típico de la política contemporánea es la teatralización. Tenemos una larga experiencia en el siglo XX de políticos que hacen grandes escenificaciones para mostrar su poderío o su animadversión. Hoy en día la teatralización del fascismo ha pasado a ser la del populismo, que recurre a este tipo de estrategias para posicionar a los suyos y a los otros. Lo que hizo Pedro Sánchez con esta performance fue identificarse a sí mismo como una víctima, perseguido por jueces, por una oposición ultraderechista, por los medios de la fachosfera: identificó a un enemigo claro y moralmente ilegítimo y se retiró para ver quién lo lloraba y quién no, como cuando Tom Sawyer finge su propia muerte (ríe). Es una fantasía muy humana. ¿Quería renunciar? Yo creo que no, y los hechos posteriores lo han demostrado.

- P: ¿Qué diferencias hay entre este tipo de estetización de la política y lo que vamos en América Latina?
- R: Allí predomina lo que conocemos como presidente creador, que es aquel que no tiene ninguna deuda con la realidad. Un político creador juega con colores, con palabras, con los marcos legales que le dan las coordenadas de convivencia. Estos personajes se creen refundadores, creadores de pueblos, y llegan con una mentalidad que viene a decir, por ejemplo, “aquí llevamos quinientos años esclavizados, el pueblo sigue tan oprimido como lo estaba en 1492 y hay que hacerlo todo de nuevo”. Eso supone, además de un olvido de los esfuerzos de muchísimas generaciones y de políticos comprometidos, creer que ha llegado un mesías. Es él quien dice que las leyes vigentes no sirven, que hay que hacer una nueva constitución, incluso que hay que reinventar el nombre del país, como hicieron Chávez o Evo Morales. Petro también quería cambiar el escudo nacional. Es una muestra de que solamente ellos tienen la visión benéfica para la sociedad. Pero claro, después, ¿quién los saca de ahí? Piensa también en Castro, o en Correa... Es gente que cree que el país es su obra y por eso mismo son los únicos autorizados a gobernar. Eso degenera siempre en autoritarismo.
- P: Y también en decepción, ¿no? Porque al final, si prometen cosas imposibles de cumplir...
- R: En decepción y en victimismo. Los populistas llegan con un plan de refundar el país y solucionarlo todo. Es una quimera, pero cuando falla, dicen que el problema son los “enemigos tremendos que se oponen”. Esos enemigos, generalmente, son del exterior, un enemigo brutal (los yanquis, la Unión Europea, la ONU, el fascismo, la migración) con aliados internos. Así que esos grandes demiurgos pasan a ser grandes perseguidos, acosados y maniatados. Mientras tanto, los que realmente son los ciudadanos que se quedan sin nada.
Sobre el futuro
- P: En este libro hay cuestiones que parece que ‘predicen el presente’, es decir, que en las noticias del día a día encontramos cuestiones que podrían aplicarse a lo que explicas. Lo que quería pedirte, para terminar, es que realizaras una pequeña predicción del futuro. ¿Qué crees que pasará, por ejemplo, dentro de diez años?
-R: No es fácil saberlo. Si hacemos un ejercicio retrospectivo y en 1925 le preguntáramos a alguien que escribe del presente qué cree que ocurrirá en el siglo XX, seguramente falle la respuesta. El mudo se está convirtiendo en un lugar menos predecible y más inseguro en el que países débiles como España o como los de América Latina dejan de contar. Quedamos al capricho de quien mande en nuestras zonas de influencia. Aun así, creo que esto se irá aclarando en función de cómo avance la guerra de Rusia y Ucrania y el papel que tenga Trump en ella. Si Trump se alinea con Putin, nos jodimos, pero si entiende que tiene que ayudar a Europa, habrá esperanza. Así que quién sabe. Trump es un tipo volátil, impredecible, y lo único que nos deja hacer es estar pendientes para, más o menos, llegar a intuir lo que pueda pasar.
- P: ¿No es algo que pueda revertirse?
- R: Es complicado. El populismo ha tardado en llegar a Europa y Estados Unidos, pero una vez lo ha hecho, ha demostrado su eficacia para que incluso partidos desconocidos se conviertan en protagonistas del debate publico. El populismo es tentador porque es eficaz, triunfa porque funciona, y hace que la sociedad civil se fragmente, se envilezca y se haga cada vez más emocional. En España eso se percibe con mucha facilidad. Todo el mundo está muy exaltado y eso impide pensar con calma, nos convierte a todos en personas de gatillo rápido y nos empuja a ir contra el otro no porque esté equivocado, sino porque es el otro. Eso nos complica el asunto un poquito.
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