
Convertida en relato, libro y largometraje, la vivencia de Tom Michell en Sudamérica a mediados de los años setenta surgió de un hecho indiscutiblemente real, cuando un joven británico, recién titulado docente, decidió trasladarse a Argentina en 1976.
Su llegada coincidió con el golpe de Estado que derrocó a Isabel Perón, en un país sumido en crisis e inflación. Buscando encontrar su lugar, Michell aceptó un puesto en el Colegio St. George’s, impulsado por el deseo de explorar una Sudamérica que había soñado desde niño.
Cómo Tom Michell conoció al pingüino
Durante unas vacaciones en Punta del Este (Uruguay), se enfrentó a una escena devastadora: “cientos de pingüinos de la especie Magallanes, de aproximadamente 60 cm de altura, yacían muertos tras un derrame de petróleo”, recuerda en sus memorias.
En medio de los cuerpos inertes, uno aún se aferraba a la vida. “Mi primera reacción fue pensar que estaba agonizando, que tal vez tenía que matarlo para que no sufriera. Pero cuando me acerqué, se incorporó. Estaba débil, pero vivo. Pensé: ‘Esto es extraordinario... tengo champú, tengo detergente… podría intentar limpiarlo’. Lo inmovilicé con una red de pesca que encontré en la playa y lo llevé conmigo”, detalló el propio Michell.

El proceso de rescate fue solo el inicio de una historia excepcional. Michell transportó en secreto al pingüino (más tarde bautizado como Juan Salvador) en un bolso a través de la aduana hacia Argentina, donde debió convencer al personal de migraciones para que le permitieran ingresar al animal.
“Un pingüino, respondió Tom. —¡No puedes traer un pingüino a Argentina! —exclamó gritando—. ¡Eso es ilegal! ¡Estás introduciendo una especie exótica!”, rememoró sobre el diálogo. Finalmente, el agente accedió, considerando la dificultad de cuidar al ave.
Juan Salvador, amigo de todos
Ya instalado en el internado de St. George’s, Juan Salvador rápidamente captó la atención tanto de docentes como de alumnos. La presencia del pingüino se transformó en un fenómeno: “Cada vez que oía pasar a los niños, el pingüino corría animadamente de un lado a otro de su terraza, esforzándose por ver, e invariablemente alguno de los niños se le acercaba, le hablaba y le daba de comer pescado”, se lee en Lo que aprendí de mi pingüino, la novela en la que el autor plasmó esta curiosa relación.
Pronto, el animal no solo fue visto como mascota, sino que también acompañó al equipo de rugby corriendo “arriba y abajo de la línea de banda como si quisiera no perderse nada de los partidos”.

La decisión de nombrarlo nació en un momento de introspección de Michell en un restaurante de Punta del Este, mientras intentaba recuperar la calma tras el rescate. Aquel instante de reflexión, acompañado del libro Juan Salvador Gaviota, lo llevó a pensar: “Ese tiene que ser el nombre del pingüino”. Así, el animal rescatado pasó a convertirse en un símbolo personal y colectivo de resiliencia y conexión.
Sobre su convivencia con el ave, Michell rememora: “Descubrí que la gente solía hablar con Juan Salvador y descargaban lo que tenían en la mente. Escuché muchas conversaciones de chicos y adultos con él sobre lo que les afligía, tanto en inglés como en español”. La personalidad del pingüino, “incapaz de sentir miedo... medía apenas 60 centímetros, pero no se achicaba ante nadie”, resultó inspiradora para la comunidad educativa.
A pesar del lazo estrecho que nació entre ambos, Michell siempre consideró que lo mejor era que el animal recuperara su libertad.
Intentó liberarlo en la costa argentina, pero Juan Salvador volvió varias veces a su lado antes de finalmente quedarse en el internado.
Lamentablemente, el destino de la amistad fue breve: “Un año después... me habían invitado a una estancia. Cuando regresé, un colega me recibió con la cara desencajada. Juan Salvador estaba bien —me dijo—, pero hace un par de días dejó de comer. No reaccionó. Y al día siguiente… murió”, relató el docente, admitiendo: “Se me rompió el corazón. Incluso ahora, 50 años después, me sigue doliendo”.
La película que plasma esta historia
Ahora, esta historia se convierte en película dirigida por Peter Cattaneo y protagonizada por Steve Coogan y Jonathan Pryce.
Una película que ofrece una perspectiva emotiva y esperanzadora sobre cómo el cuidado mutuo y la empatía pueden manifestarse incluso en circunstancias imprevistas, un sentimiento compartido tanto por las memorias de Michell como por el público que se ha conmovido con la relación entre el hombre y el animal.
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