
En los últimos meses, hemos asistido a una proliferación de novelas negras procedentes de Japón dispuestas a ampliar nuestros horizontes dentro de lo que llamaríamos el género criminal nipón. Algunas son recuperaciones de autores fundamentales y otras son absolutas novedades.
No se trata de una disciplina muy conocida en nuestro país, a pesar de tener a sus espaldas una amplia tradición, sobre todo en lo que se refiere al subgénero de detectives, que además fue asimilado por el cine desde los años 60 dentro de lo que se conoció como la ‘nuberu vagu’.
Breve historia del género negro en Japón
En su mayoría se presentaban ambientes sórdidos y personajes marcados por la fatalidad y por una ambigüedad moral muy pronunciada. En numerosos casos, también abundaban los elementos grotescos.
Muchos escritores ‘noir’ japoneses de finales del siglo XIX y principios del XX, se vieron influidos por las corrientes occidentales que representaban, por ejemplo, Edgar Allan Poe o Arthur Conan Doyle. Pero pronto surgieron autores que, más allá de la imitación, optaron por crear obras originales en torno al crimen y la investigación. Entre ellos, Edogawa Ranpo, considerado el pionero del género en Japón y apodado así en homenaje fonético a Poe.
Durante los años 20 y 30, Ranpo y otros escritores empezaron a delimitar un estilo propio, a menudo fusionando elementos de la tradición local con estructuras detectivescas ya asentadas en Europa y Estados Unidos. La posguerra trajo consigo nuevas corrientes. En las décadas de 1950 y 1960, autores como Seicho Matsumoto renovaron el género, alejándose del enigma puro para privilegiar la crítica social.
Sus narraciones, como El expreso de Tokio o La chica de Kyusu, forjaron el subgénero llamado ‘social noir’ o ‘keiji shosetsu’, donde las intrigas criminales se entrelazaban con los conflictos de una sociedad en crisis y las contradicciones del Japón moderno.
Matsumoto abordó temas como la corrupción administrativa, las desigualdades y el individualismo, enmarcando al detective profesional (a menudo un policía minucioso y poco heroico) dentro de una realidad áspera y compleja.

Al mismo tiempo, autores como Kôbô Abe y Akira Yoshimura experimentaron con el género negro, integrando elementos existenciales y filosóficos, dando lugar a relatos donde el crimen se convertía en metáfora de la alienación, el deseo y el absurdo contemporáneo. En ese aspecto, recordemos una de las obras más fascinantes de Abe que se convirtió en película gracias a Hiroshi Teshigahara, La mujer en la arena.
Desde los años 80 y 90, la novela negra japonesa vivió un auge internacional con figuras como Natsuo Kirino, autora de Out, que exploraba la violencia, la marginalidad y el papel de la mujer; Ryū Murakami, con aproximaciones más extremas, mezclando el noir con el terror y el comentario social corrosivo (resultan emblemáticas Sopa de Miso o Azul casi transparente); y Hideo Yokoyama, quien en 64 reinterpreta los procedimientos policiales y la corrupción institucional con una prosa pausada y minuciosa.
‘Cuatro casos criminales’, de Junichiro Tanizaki
En ese sentido, la publicación de Cuatro casos criminales (Satori) marcaría una aproximación inusual a la obra de un autor tan prestigioso como Junichiro Tanizaki, considerado como uno de los grandes de la literatura japonesa del siglo XX. En este volumen, que se edita por primera vez en nuestro país, Tanizaki explora una faceta menos conocida de su obra, como es el noir.
La colección reúne cuatro relatos (publicados entre 1918 y 1921) con enfoques y resultados distintos, integrando recursos clásicos de la novela policial y experimentaciones narrativas que revelan el carácter innovador del escritor y que los convierten en absolutamente contemporáneos.
En El caso del baño Yanagi, un joven pintor recurre a un abogado con el objetivo de determinar si ha cometido un delito o si todo es producto de su mente alterada. La narración se centra en la incertidumbre del protagonista, quien no logra distinguir entre la culpa real y la sugestión de su propio pensamiento. El relato plantea la pregunta sobre la naturaleza de la verdad y la fiabilidad de la percepción individual.
Y es que la frontera entre lo real y lo imaginado es uno de los puntos de conexión de esta antología que, en ocasiones, vira hacia el terror.

Por otro lado, Por el camino (con reminiscencias a las novelas deductivas de Sherlock Holmes) presenta la conversación entre un detective y un oficinista, quienes dialogan para esclarecer un caso. La interacción entre ambos personajes revela detalles del misterio a través de la palabra, y la resolución depende tanto de la lógica como de la interpretación subjetiva de los hechos.
En El ladrón, la trama se desarrolla en una residencia de estudiantes donde se han producido varios robos. El relato se enfoca en la investigación de estos incidentes, mostrando cómo la convivencia y las sospechas afectan a la dinámica entre los residentes. La historia examina la desconfianza y la tensión que surgen cuando el culpable permanece oculto entre los propios compañeros. Se anticiparía a soluciones narrativas que posteriormente emplearía Agatha Christie, mostrando una modernidad sorprendente para su época.

Finalmente, Diablos a la luz del día destaca por su premisa: un escritor se involucra en la resolución de un crimen que, según la información disponible, todavía no ha tenido lugar. Esta situación introduce una dimensión de anticipación y cuestiona la posibilidad de prevenir un delito antes de que ocurra, así como la influencia de la imaginación en la percepción de la realidad. Un ejercicio narrativo de lo más audaz en el que se mezclan la psicología y la sociología, así como la exploración del erotismo.
A través de estos relatos, la colección explora la complejidad de la mente humana y la dificultad de establecer la verdad en situaciones donde la evidencia es ambigua o inexistente. La duda, la sospecha y la búsqueda de respuestas se convierten en los motores de unas historias que desafían las convenciones del género policial.
‘El caso de la mujer tatuada’, de Akimitsu Takagi
En cuanto a Akimitsu Takagi (1920-1995), sí es todo un referente en la literatura japonesa de crimen y misterio y, de hecho, se le conoce como ‘Simenon nipón’. Su carrera incluye más de 250 historias, y una de las más famosas se publica también por primera vez en nuestro país.
En El misterio de la mujer tatuada, Akimitsu Takagi traslada al lector a un Tokio devastado por la guerra, donde la ciudad reconstruye identidades entre ruinas materiales y morales.
La trama se desarrolla en el verano de 1947, escenario en el que la Sociedad de Tatuajes de Edo vuelve a celebrar su concurso tras la pausa impuesta por la guerra, recuperando el culto al arte del tatuaje integral, una práctica rodeada de simbolismo y prohibiciones legales en esa época.

En este ambiente emerge Kinue Nomura, hija de un renombrado tatuador, quien impacta a la concurrencia al exhibir una imponente serpiente entintada en su piel. Al mismo tiempo, su presencia desafiante evidencia el nuevo tipo de protagonista femenina en la novela negra japonesa: fascinante y enigmática, Kinue encarna la conexión entre el arte, la transgresión y el mundo criminal.
Pronto, la desaparición de Kinue y su hallazgo descuartizada, con la puerta del baño cerrada desde dentro y la ausencia del famoso tatuaje en su torso, marcan el inicio de una investigación que desafía la lógica y expone las zonas más turbias de la ciudad.
Entre los responsables de desentrañar este crimen figuran Daiyu Matsushita, inspector del Departamento Metropolitano de Policía de Tokio, y su hermano Kenzo, médico forense profundamente enamorado de la víctima. La aparición de nuevos asesinatos rituales en el entorno familiar acentúa la sensación de peligro constante y abre el relato hacia el submundo tatuador, las luchas internas de la policía y la red de relaciones con la mafia local.

Takagi cuida con esmero las escenas procedimentales: las autopsias, los interrogatorios y el proceso deductivo presentan una fidelidad casi documental, situando al relato entre la narrativa literaria y el informe policial. A diferencia de las novelas con grandes giros dramáticos, el ritmo que imprime Takagi es constante y deliberado, llevando al lector desde el desconcierto inicial hasta un desenlace que encaja con el complejo entramado por el autor propuesto.
Una de las virtudes centrales de la obra es su exploración del universo del tatuaje, tratado tanto como arte elevado y objeto de deseo, como también puerta de acceso a un submundo marginal y peligroso. La dimensión ‘metaliteraria’ está muy presente, introduciendo referencias que disfrutarán los seguidores del policial clásico, así como toques de originalidad en la construcción de personajes, entre ellos el individuo que, mediante el ajedrez y el go, logra descifrar las debilidades y móviles de los sospechosos.
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