
Han pasado más de 100 años desde que Ernest Hemingway pisó por primera vez Pamplona. 100 años dan para mucho, hasta tal punto que, por aquel entonces, la ciudad no era mucho más que lo que hoy se conoce como el Casco Antiguo de la ciudad: todo lo que estaba fuera de sus murallas no existía, salvo la zona de la Rotxapea, donde el Arga sigue fluyendo a día de hoy.
El casco antiguo apenas ha cambiado visualmente, dominado por la Plaza del Castillo, cafés históricos como el Iruña y el antiguo Hotel Quintana. Fue allí donde Hemingway recalaría en varias de sus visitas para sumergirse de lleno en la ciudad, vistiendo la boina vasca y hablando con acento americano al que sería uno de sus mejores amigos allí, el propietario del hotel, Juanito Quintana, quien describiría al escritor ganador del premio Nobel de literatura como “una persona muy extraña” y “de mal carácter”.

Una pasión descubierta en Pamplona
Del primer viaje de Hemingway a los Sanfermines, en 1923, sabemos que acudió después de que su amiga Gertrude Stein le recomendara ir con su primera esposa, Hadley Richardon, para disfrutar de una segunda luna de miel. Los planes, sin embargo, acabarían truncándose después de que vieran que el hotel no les había reservado ninguna habitación.
En cualquier caso, muy pronto la vida de la ciudad los absorbería por completo, en unas fiestas que enamoraron completamente al escritor. “Afición significa pasión”, reflexionaría más adelante en su novela Fiesta, su primer gran éxito editorial que empezaría a construir su posterior carrera como escritor, “un aficionado es alguien que se apasiona por las corridas de toros”. En su caso, sería una corrida del 13 de julio la que más le impresionaría, tal y como escribió en un reportaje para el periódico Toronto Star publicado el 23 de octubre de 1923.
Tanto le gustó el viaje a Hemingway que volvería al año siguiente, y también en una tercera ocasión en julio de 1925 de nuevo junto a Hadley Richardson y unos cuantos amigos expatriados. Su primer gran libro, Fiesta, nacería de ese tercer viaje, y de todas las intensas emociones y conflictos que aparecerían en aquellos días. Hasta entonces, los nueve días de San Fermín formaban parte de una multitud de festividades anuales en España donde el encierro solo era una de varias tradiciones. Sin embargo, el impacto de la novela hizo que Pamplona fuera conocida en el mundo entero, y que desde entonces los fans del escritor acudieran en masa para conocer en primera persona aquella celebración tan especial.
La literatura y la vida se entrelazaron: el grupo se dispersó, pero para Hemingway la experiencia se convirtió en semilla de inspiración. En solo ocho semanas, con la ayuda de F. Scott Fitzgerald como editor, dio forma a un texto que retrataba a los expatriados y daba nombre a los desencantados de la posguerra: la Generación Perdida, tal y como la bautizaría más adelante Gertrude Stein.
“Durante la corrida, me siento muy bien”
Para sus protagonistas reales, Fiesta supuso el fin de algunas amistades. Algunos de esos amigos se sintieron traicionados por el escritor que les había incluido entre sus páginas, mientras que otros aseguraron que no les importaba. En cualquier caso, el éxito de la novela acompañó el cambio de vida de Hemingway, quien, la próxima vez que iría a los Sanfermines, lo haría acompañado de su segunda esposa, Pauline Pfeiffer.
Con ella, también viajaría a Pamplona en 1927. Pasearía por la Casa Marceliano, la terraza del Café Iruña o los salones del Hotel La Perla... y de nuevo, se inspiraría para escribir un libro, Muerte en la tarde, que se publicaría en 1932. “Cuando asistí por primera vez a una corrida de toros, contaba con sentirme horrorizado y acaso enfermo”, empieza escribiendo el famoso autor. “La mayor parte de la gente que había escrito sobre las corridas, lo condenaba como algo brutal y estúpido, pero incluso las personas que hablaban bien de ellas como alarde de talento y bonito espectáculo, deploraban el empleo de los caballos y trataban de excusarlo como podían”.
Sin embargo, Hemingway afirma que encontró algo distinto, algo que andaba buscando, como escritor y periodista, durante mucho tiempo. “El único lugar en donde se puede ver la vida y la muerte, esto es, la muerte violenta, una vez que las guerras habían terminado, era en el ruedo”, escribe, y también se posiciona a nivel moral respondiendo a quienes condenaban la celebración por considerar inmoral el daño a los animales. “Por lo que toca a las cuestiones morales, no puedo decir más que una cosa: es moral todo lo que hace que me sienta bien, e inmoral todo lo que hace que me sienta mal. Juzgados por este criterio, que no intento defender, los toros son absolutamente morales para mí, porque, durante la corrida, me siento muy bien”.
¿En qué consistía exactamente esa fascinación del escritor? En Muerte en la tarde, Hemingway habla, de nuevo, de “un sentimiento de la vida y de la muerte”, que acaba transformándose en un sentimiento “de lo mortal y de lo inmortal”. “Una vez terminado el espectáculo, me siento muy triste, pero muy a gusto”. Esto es así porque, para el ganador del Nobel, la corrida no era más que una “tragedia”, un “ritual del combate” que hace al aficionado estar más presente que nunca. Aun así, insistía en que este discurso no era para hacer apología de la tauromaquia, sino para mostrarla tal y como era frente a los prejuicios que había de ella dentro y fuera de España.

Sus últimos viajes a Pamplona
Hemingway volvería al Hotel Quintana en 1931 y entraría en contacto con personalidades vinculadas a la Segunda República. Charlaba con Juanito cada vez más, sobre política y otros asuntos. “Los republicanos son gentes respetables, y Pamplona ha cambiado, desde luego, aunque no tanto como nosotros mismos, que cada día somos más viejos”, reflejaba el escritor en Muerte en la tarde. Por aquel entonces, no sabía que pese estar enamorado de aquellas fiestas, no volvería a visitarlas hasta dos décadas después.
Tras la Guerra Civil y la llegada del franquismo, Hemingway tardaría 22 años en volver a los Sanfermines. Su simpatía por la República le hacía temer por su propia seguridad, pero lo cierto es que en su viaje a España de 1953 no tuvo sobresaltos, más allá de su reencuentro con Juanito Quintana, quien había vuelto de su exilio en Francia. En esos años, el norteamericano ya era un escritor más que consagrado (ganaría el Nobel al año siguiente), pero todavía se sentía muy atado a España, sus costumbres y sus gentes.
En esos años, de hecho, Hemingway haría un nuevo amigo, nada más y nada menos que el escritor español Pío Baroja, de quien llegó a decir que intercambiaría su Nobel a cambio de su maestría como escritor. De hecho, para el estadounidense, su compañero se merecía aquel reconocimiento literario mucho más que él, algo con lo que Baroja, según cuentan quienes estuvieron allí, estuvo de acuerdo.

Sería en 1956 la última vez que Hemingway pasaría por Pamplona. En esta ocasión, no fue a los Sanfermines, sino que simplemente se encontró con Juanito Quintana antes de marchar a Madrid. Aún así, le daría tiempo a asistir a una corrida, el 21 de septiembre, en la Feria de San Mateo en Logroño, en la que toreaba su buen amigo, el matador Antonio Ordóñez. Tres años después, daría fin a su vida, no sin antes llamar personalmente al Hotel La Perla, que también solía frecuentar, para anular la reserva de ese año.
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