
La Primera Cruzada, que comenzó en 1096 con el objetivo de recuperar Jerusalén para el cristianismo, estuvo marcada no solo por victorias militares, sino también por momentos de sufrimiento extremo y decisiones moralmente cuestionables. Estas historias, narradas en informes dirigidos a la Santa Sede y otros escritos posteriores, reflejan la tensión entre la justificación religiosa de la cruzada y los actos extremos cometidos por los propios cruzados.
En septiembre de 1099, una carta enviada desde Latakia, en la actual Siria, relataba varios acontecimientos importantes ocurridos durante la cruzada. Entre estos, se incluían no solo las victorias cristianas latinas en el asedio de Antioquía y la conquista de Jerusalén, sino también dos ocasiones en las que los cruzados fueron acusados de practicar canibalismo. Este testimonio, atribuido a figuras como el arzobispo Daimberto de Pisa, Raimundo de Saint-Gilles y Godofredo de Bouillon, describía cómo los cristianos, en un estado de desesperación y agotamiento extremo, “apenas podían abstenerse de comer carne humana” mientras sitiaran Antioquía.
En un tono sombrío, el texto relataba que “el pueblo cristiano” se vio tan desesperado por la falta de alimentos que “comía los cuerpos putrefactos” de los musulmanes muertos. Un acto que, lejos de ser un caso aislado, sería confirmado por diversas fuentes posteriores que relataron incidentes similares, especialmente durante los momentos de escasez más severos en los asedios de al-Bāra y Ma’arrat al-Nu’mān. De esta manera, la carta de Latakia es una de las primeras fuentes cristianas latinas que documenta este extremo, y deja claro que, en tiempos de hambre, los cruzados, que se consideraban el pueblo elegido de Dios, fueron capaces de practicar el canibalismo.
“Dios miró con desprecio a su pueblo y lo consoló misericordiosamente”

Estas historias, aunque contadas con horror y repulsión, no fueron necesariamente vistas como una condena irrevocable. Como explica Katy Mortimer, profesora de Estudios Medievales en la Universidad Christ Church de Canterbury, en un artículo de History Today, muchos de estos relatos seguían el patrón de la narrativa bíblica del pecado y la redención. Aunque el canibalismo era, sin duda, un acto extremado y despreciable, en el contexto cristiano medieval, siempre existía la posibilidad de arrepentimiento y salvación.
Por su parte, el clérigo Fulquerio de Chartres, que participó en la cruzada, ofreció uno de los relatos más inquietantes de la campaña, describiendo cómo los cruzados fueron “terriblemente atormentados” por el hambre y, en su desesperación, “devoraron salvajemente la carne de sus enemigos muertos”. Aunque su repugnancia por el acto es evidente, Fulquerio se alineó con el marco cristiano común: el pecado podría ser redimido, y el sufrimiento humano, por más grotesco que fuera, podía ser parte del plan divino para lograr la victoria. En su visión, incluso los actos más horribles cometidos por los cruzados podían ser seguidos por el arrepentimiento y la salvación.
La Biblia jugó un papel importante en la justificación de estos actos. Los relatos de canibalismo no solo tenían precedentes en los textos sagrados, sino que se interpretaban como una especie de castigo divino que, a su vez, ofrecía la posibilidad de redención. De hecho, la Eucaristía, uno de los ritos más fundamentales del cristianismo, podía considerarse una forma de “canibalismo retórico”, ya que los fieles consumían el cuerpo y la sangre de Cristo en el pan y el vino consagrados, una práctica que era vista como esencial para la salvación. Aunque la doctrina de la transubstanciación aún no estaba completamente desarrollada, el consumo del cuerpo de Cristo se entendía como una forma simbólica de participación en su sacrificio, lo que ayudaba a enmarcar las prácticas extremas de los cruzados dentro de una lógica religiosa.
El Antiguo Testamento, por otro lado, contiene varios relatos de lo que podría considerarse canibalismo “real”, presentados como castigos divinos. En Deuteronomio 28, por ejemplo, se predicen circunstancias tan extremas que los castigados llegarían a comer la carne de sus propios hijos. Estos relatos bíblicos no solo justificaban el canibalismo como una respuesta al castigo de Dios, sino que también ofrecían un camino hacia la redención para aquellos que se arrepentían de sus transgresiones. Durante la Primera Cruzada, esta narrativa del pecado seguido por la redención se mantuvo, incluso cuando se trataba de los actos más atroces cometidos por los cruzados.
Así, la carta de Latakia, tras describir el canibalismo en Antioquía, señala que “Dios miró con desprecio a su pueblo, al que había castigado durante tanto tiempo, y lo consoló misericordiosamente”, una frase que refleja cómo los cruzados, a pesar de sus actos de canibalismo, seguían siendo parte del plan divino. Por lo que, a pesar del horror, la posibilidad de arrepentimiento y salvación estaba siempre presente, y en el marco de la cruzada, incluso los actos más abominables podían ser vistos como parte de un plan divino para alcanzar la redención y, finalmente, Jerusalén.
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