El pasado 8 de noviembre se asomó brevemente en la cartelera Anatema la ópera prima de Jimina Sábadú, mujer todoterreno bregada en el audiovisual después de multitud de proyectos, cortometrajes, guiones y que también es escritora y columnista, además de otras muchas más cosas. El caso es que Anatema se estrenó y prácticamente nadie se enteró. ¿Por qué? No se hizo publicidad, el ‘junket’ de prensa tuvo lugar un día antes de que aterrizara en cines (algo insólito) y no se presentó en ningún festival (Sitges hubiera sido su lugar natural). Parecía como si la productora o la distribuidora quisieran negar su existencia... y es lo que prácticamente hicieron.
Por supuesto, Anatema pasó sin pena ni gloria por el circuito de salas, pero ahora ha tenido una nueva vida en la plataforma Amazon Prime Video donde lleva una semana posicionada en los primeros puestos de la lista de los más visto, demostrando que quizás la película tenía más potencial del que sus responsables creían.
La película de Jimina Sabadú se encontraba inscrita dentro de ese sello de terror ideado por Álex de la Iglesia llamado The Fear Collection que, básicamente, era una forma de asegurar proyectos a través de las patas de distribución en cines y en ‘streaming’, o lo que es lo mismo, en este caso, a través de Sony Pictures y Amazon Prime para lanzar un proyecto que se anunció a bombo y platillo y que terminó desinflándose casi con desidia.

Y todo para vender Veneciafrenia, del propio artífice del invento, a la que seguiría Venus, de Jaume Balagueró que, al estar protagonizada por Ester Expósito consiguió cierta repercusión. Sin embargo, con Anatema no parecía existir una intención de respaldo por parte de las personas que manejaban los hilos, tenían el dinero y tomaban las decisiones.
Es algo que la propia cineasta se ha encargado de manifestar de forma más o menos explicita a través de sus redes sociales, en las que también ha denunciado la misoginia que continúa existiendo en el audiovisual cuando una mujer se pone a los mandos.
La creación de una mitología propia
La película parte de una idea original de Elio Quiroga y, seguramente aquellos que sean aficionados a su cine sepan reconocer su sello característico, sobre todo a la hora de mezclar el folclore autóctono, con los elementos sobrenaturales, la religión con lo profano, como ocurría en buena parte de sus obras, entre las que encontramos la cinta de culto Fotos, La hora fría o No-Do. Sin embargo, también encontramos en las imágenes la personalidad de su autora, gran amante del género de terror y que siempre ha sabido, a través de sus historias, fueran del formato que fueran, introducirnos en un universo propio repleto de imaginación.
Es precisamente lo que Quiroga y Sabadú intentan hacer en Anatema, componer una mitología única en la que se mezcla, en diferentes proporciones la realidad con la fantasía. Y todo a partir de una iglesia que parece esconder un secreto maligno y que conecta con el inframundo. El templo en cuestión, al que se refieren como el más antiguo de Madrid, podría perfectamente identificarse con San Nicolas de Bari, situado en pleno centro de la capital. Es precisamente esa noción de que lo hipotético sea probable lo que dota a la propuesta de una inquietante entidad.
Un festín de referencias
En Anatema, una monja que vive apartada en un convento, Juana Rabadán (Leonor Watling), recibirá el encargo de explorar las catacumbas que hay debajo de un templo cristiano donde se supone que se esconde el Sello de San Simeón, que separaría nuestro mundo del infierno. Con ayuda del sacerdote Ángel (Pablo Derqui) y del exorcista Cuiña (Jaime Ordoñez), la protagonista se enfrentará a su pasado y a sus mayores terrores.

En muchos sentidos, Anatema es un festín de serie B que bien podría convertirse en un clásico de culto: tiene elementos de horror gótico, guiños a Lovecraft, al ‘giallo’ y que tiene como mayor referencia literaria a La torre de los siete jorobados, el clásico de Emilio Carrere que mezcla el folletín con el humor castizo, la excentricidad con la realidad más inesperada.
Es una pena que los efectos visuales se encuentren tan poco cuidados (la productora debió ahorrarse dinero en ellos), que se perciban problemas en el montaje, que no se sepa hasta qué punto la directora ha tenido la decisión final sobre él y muchas otras cuestiones que invitan a reflexiones más profundas en torno a la industria audiovisual actual.
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