En el cine, como en la vida, a veces sucede que no se valor algo hasta que obtiene un premio. No hay mejor reclamo que un galardón o, en el peor de los casos, una muerte, para que todo el mundo ponga su mirada. En el caso de Sean Baker, han sido hasta cinco las estatuillas que han logrado que Hollywood le prestase atención de una vez por todas, y con ello millones de personas ávidas de conocer más sobre el particular cine de este hombre, que ha pasado de la noche a la mañana de rey del indie a nuevo príncipe de la industria. Un camino que no ha estado lleno de rosas precisamente.
“Tuve problemas con las drogas, fui adicto a la heroína a finales de los noventa, cuando yo era un veinteañero. A veces me asusto cuando me doy cuenta de que me acerco demasiado de nuevo a esos mundos. En una película tuve a una persona chutándose a mi lado”, confesaba el cineasta en una entrevista a El País durante el Festival de San Sebastián. Unos meses antes había estado en el Festival de Cannes, el primero en reconocer Anora con un premio antes de iniciar su triunfal camino que le ha llevado de la Palma de Oro a ganar cinco Oscar, entre ellos el de Mejor director y Mejor película. Pero para filmar una realidad hay que conocerla antes, y nadie en Hollywood había vivido tan de primera mano esos testimonios como Baker.
Nacido en una pequeña localidad del estado de Nueva Jersey, Baker no se crio con los directores que han acabado siendo influyentes en su cine como Ken Loach, Federico Fellini o Spike Lee, sino con los monstruos de la Universal, que lo aficionaron al cine y lo llevaron a querer hacer sus propias películas desde niño. Tras trabajar como proyeccionista en un cine local y como taxista durante un tiempo, Baker se trasladó a la Universidad de Nueva York para estudiar cine, aunque los abandonó durante un tiempo. Llegó a la conclusión de que antes de realizar sus películas sobre las calles primero tenía que vivir la realidad de estas.

Saliendo del agujero con la cámara bajo el brazo
Así se lanzó a hacer películas industriales y anuncios para televisión, hasta que tuvo la experiencia suficiente para regresar satisfecho a graduarse e iniciar su camino en el cine. Fue con la película Four Letter Words, en la que recreaba una fiesta de viejos amigos de instituto y en la que ya mostraba su interés por personajes marginales, el lenguaje y la apariencia de estos pero de forma siempre desprovista de prejuicios. La pasión de Baker por querer acercarse demasiado a estas escabrosas realidades lo llevó a caer en la adicción, un tema del que no habló hasta años después y que sin duda cambió su forma de ver el cine y la vida.
“Si naces blanco, varón, de clase media y estadounidense, realmente te lo han dado todo. Y aun así, la adicción puede llevarse una parte de ti. Perdí mucho tiempo. Por eso, cuando miras a mis compañeros, son 10 años más jóvenes que yo. Lo pasé muy mal. Pero tuve el apoyo de la gente cercana y de NA (Narcóticos Anónimos). Y tuve la suerte de salir”, admitía el cineasta en una entrevista. Con solo 3.000 dólares y la intervención del director y productor Shih-Ching Tsou pudo sacar adelante su siguiente película, Take Out, en torno a la vida de un inmigrante ilegal chino buscando eludir una cuantiosa deuda. Los problemas de su protagonista se trasladaron fuera de pantalla cuando Baker se vio envuelto en un litigio a cuenta del título de la película -el mismo que el de otro filme del momento-, el cual le llevó a recurrir a su padre abogado pero también a postergar el estreno del filme más de cuatro años.
A pesar de la situación, Baker no se detuvo y se puso a trabajar en su siguiente película, que para cuando estuvo acabada coincidió con el estreno de la otra. Por ello tuvo que financiar él mismo la distribución y publicidad de Prince of Broadway, haciéndose un nombre como ese director capaz de “exprimir cada centavo”. “Mi esperanza era que la falta de control en el rodaje nos proporcionara accidentes felices que nunca habría podido orquestar yo mismo, al menos con nuestro presupuesto reducido. Eso no quiere decir que el caos total fuera bienvenido, pero siempre se agradecía una cierta dosis”, explicaba Baker, haciendo reales esas palabras de Orson Welles de que “las grandes ideas de las películas surgen de los más divinos accidentes”.

Antes de Anora estaba Sin-Dee
Si bien iba ganando experiencia y reconocimiento, este solo se veía reflejado dentro del pequeño circuito del cine independiente, donde nada es suficiente para levantar una película. Quizá por eso para su siguiente proyecto, su primera obra aclamada, Baker optó por reducir costes a través de rodar con su Iphone. Así nació Tangerine, una película sobre una prostituta transgénero recién salida de la cárcel, quien descubre que su novio le ha estado poniendo los cuernos y emprende la búsqueda junto a su amiga en plena Navidad. Antes de retratar a Anora, el director ya se había acercado al mundo de la prostitución de una manera mucho más fidedigna.
“Surgió de una limitación presupuestaria, pero poco después nos dimos cuenta de que era la forma perfecta de rodar el tipo de película que me gusta rodar, en la que mezclamos actores profesionales con la vida real. El iPhone redujo las inhibiciones, porque a la gente que era nueva en el mundo del cine nunca le pareció que estuviéramos rodando una película”, argumentaría el director sobre un filme que ya sí le puso en el mapa y le hizo ganar sus primeros grandes premios en festivales, aunque lo mejor estaba por llegar. El viaje de Sin-Dee y Alexandra, las protagonistas de Tangerine, encontraría su respuesta en The Florida Project, un acercamiento mucho más suave y optimista a la sociedad más marginal, en este caso el de una familia disfuncional al otro lado del “muro” que limita con Disneyworld.

El triunfo del indie, por ahora
Aunque con The Florida Project solo coqueteó con los Oscar a través de Willem Dafoe, supuso el reconocimiento mundial para Baker, recibiendo elogios más allá de los festivales y comenzando a entrar de forma evidente en un círculo más amplio. Su siguiente proyecto, sin embargo, resultó mucho más frustrado, ya que ni conectó con el público ni obtuvo quizá la distribución o publicidad que podía merecer. Red Rocket era de nuevo una película encuadrada en los bajos márgenes del sistema, la historia de un actor porno que regresaba a su pueblo natal para buscar una nueva manera de ganarse la vida. A24, productora modélica del nuevo indie estadounidense, vio como Baker se llevaba su siguiente película con la competencia, Neon, y de ahí salió Anora.
Lo cual lleva de nuevo a la pasada noche de los Oscar, en la que tras confirmar su triunfo -que en los Oscar nunca se sabe- se lanzó a dedicarle el premio a todos aquellos que le habían acompañado en su Odisea por el cine independiente. “Larga vida al cine independiente”, exclamaba Baker, quien ahora tendrá grandes ofertas sobre la mesa para desarrollar nuevas ideas o acercarse a realidades para las que necesitaba de más medios. Aunque si algo ha demostrado es capaz de adaptarse precisamente a las condiciones más inclementes, habrá que ver cómo lo hace ahora en el camino inverso, convertido en el nuevo príncipe de una industria a la que siempre le apasionaron las historias de desgracias y superación, y ahora ha encontrado en Baker a su nuevo narrador predilecto.
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