
Es de noche en una calle cualquiera de un barrio cualquiera de Madrid. Una vecina se asoma por la ventana y ve cómo, en uno de los restaurantes de enfrente, hay un grupo de personas reunidas frente al cierre metálico. Hay un par de focos con luces, y un hombre utiliza botes de pintura en spray para pintar la reja metálica.
“Todos los vecinos me empezaron a mandar mensajes de ‘oye, que te están pintando el cierre’”, explica el dueño de Lola’s Burger. Pero lo que hace unas pocas décadas hubiera sido una gamberrada (aún hoy puede serlo), incluso un delito, en realidad es algo que no solo está permitido, sino que además mueve dinero.
El Lola’s es uno de los cinco locales de Madrid que han formado parte de una campaña publicitaria de Just Eat para ofrecer sus cierres a diferentes ilustradores, que han hecho de las suyas para convertirlos en obras de arte a plena vista. “Tengo cuatro cierres más por el otro lado, por si están deseando hacer más de estas, queda mucho más bonito”, asegura el propietario.

De lo clandestino a la sala de subastas
Para comprender la evolución que ha experimentado el arte urbano en ciudades como Madrid, hay que retroceder hasta la época de las pesetas. Al menos, así lo indica nuestro Código Penal, cuyo artículo 625 en el Título II, sobre faltas contra el patrimonio, habla de arrestos “de uno a seis fines de semana” y multas “de uno a veinte días” para aquellos que “intencionadamente causaren daños cuyo importe no exceda de cincuenta mil pesetas”.
Un artículo que fue incluida en 1995, el mismo año que fallecía con tan solo 30 años uno de los grafiteros más importantes de la historia de España: Juan Carlos Argüello Garzo, más conocido como Muelle. A comienzos de los años 80, Muelle lideraba la revolución de los flecheros -nombre con el que se conocía a la corriente de grafiteros pioneros en España que, clandestinamente, superponían letras y formas de la firma- grafiteando un muelle de moto que se podía ver en diferentes paredes de edificios abandonados.
Los grafitis habían surgido en Estados Unidos tan solo unas décadas antes, en los años 60 en Filadelfia y Nueva York, donde ya se convirtió en un fenómeno cultural que expresaba la marginación y la opresión de las clases más empobrecidas, como vertiente pictórica del movimiento hip hop.
Pero el hecho de que el graffiti sea en origen un atentado contra la propiedad privada no impidió que el mercado no estuviera dispuesto a asimilarlo. Muelle, por ejemplo, se vio obligado a registrar su seña en el año 1984 debido al éxito que estaba logrando y por el que incluso una conocida marca de colchones le llegó a ofrecer cinco millones de pesetas.
Muelle rechazó la oferta, en un claro posicionamiento del arte frente al negocio, lo que no impediría a su hermano, Fernando Argüello, subastar varios de sus bocetos. ¿La razón por la que tomó esta decisión? La directora de la casa de subastas le aseguró que esa subasta podía abrirle las puertas al Muelle para que su obra acabara en museos como el Reina Sofía.

Un homenaje a repartidoras y repartidores
La circulación en el mercado del arte urbano, antes visto como algo prohibido, incluso asociado a barrios con bajo nivel socioeconómico, lo ha convertido en algo valioso, digno de aparecer en los museos más importantes. Al mismo tiempo, Madrid cuenta también con una unidad de casi 40 agentes, SEPROPUR, presponsable de borrar más de 720.000 metros cuadrados de pinturas en paredes de la capital.
El debate entre arte urbano o vandalismo sigue vigente, y el criterio aplicado varía según el caso, si bien no hay muchas dudas cuando se trata de una campaña publicitaria que cuenta con la aprobación -e incluso el entusiasmo- de los dueños de esas fachadas.
“Todo empezó con un email de nuestros amigos de Gunter Gallery (una conocida galería de arte con un taller en Carabanchel) donde nos ofrecieron esta posible colaboración”, explica Geco, responsable de la pintura del cierre de Lola’s Burger. “Cualquier excusa para poder dejar mi arte en la calle siempre es buena”.
Junto con los ilustradores Asis Percales, Johann Andreu, Ele Zissou y el internacionalmente conocido Ricardo Cavolo, han conversado con los dueños de los diferentes restaurantes para llevar a cabo una obra con un esquema similar: la figura de un repartidor o repartidora, una frase llamativa y el logo de la marca de reparto de comida a domicilio.
Asis Percales lleva casi diez años trabajando como ilustrador. “Yo hacía mis dibujos y mis cuadros e iba participando en ferias, hasta acabar en camisetas en alguna publicación, y poco a poco me han ido llegando otros encargos de alguna marca”. Actualmente, compagina su trabajo para esta y otras campañas junto con sus proyectos personales.

Vender o no vender el arte para “sobrevivir”
Ricardo Cavolo va más allá. “Me encantaría vivir solo de los libros que hago y de las exposiciones que hago, pero el trabajo comercial me ayuda a sobrevivir”. Sus declaraciones sorprenden, dado que se trata de un ilustrador con un gran renombre en el sector y que cuenta, además, con un gran tirón en redes sociales, con más de 250.000 seguidores en Instagram. “No sé si se percibe como que tengo una vida demasiado glamurosa, yo desde luego no lo percibo así. Yo percibo que no me puedo relajar ni un solo mes de trabajar, aunque afortunadamente puedo trabajar de esto única y exclusivamente”, afirma Cavolo. “Creo que eso ya es el logro, eso es para mí el éxito”.
Afortunadamente, su reputación como ilustrador y lo identificable de sus obras son un aval más que suficiente para que nunca le falten empresas que quieran colaborar con él, y no solo eso, sino que también le den una gran libertad a la hora de trabajar. “Este tipo de trabajos yo los recibo con agrado. Tengo que seguir haciendo cosas dentro de mi ámbito”: cómics, libros, tarots, exposiciones... “Pero de eso no voy a vivir”.
Para Cavolo, el hecho de que el arte urbano haya pasado de ser un fenómeno underground a algo que las empresas buscan es que “han entendido que para el circuito del marketing también es útil”. No solo eso, sino que, en relación con el hecho de que sean ilustradores y no grafiteros quienes estén llevando a cabo este tipo de acciones comerciales -de todos los ilustradores de la campaña de Just Eat, solo Ele Zissou se dedica específicamente a pintar murales-, añade que son los propios artistas los que han visto que “el circuito de arte urbano o arte fuera de una sala de exposiciones del museo es interesante”.
“Yo no considero que me venda”, sigue Cavolo. “Lo veo como un trabajo y como que tengo la suerte de que me den mucha libertad”. Sobre el hecho de que en sus obras tenga que poner el logo de la marca que promociona la campaña, asegura que para él no es un problema. “Si estoy haciendo una exposición que es un proyecto 100% mío o un libro no lo haría, salvo que en ese caso quiera hablar de esa marca porque signifique algo en la cultura popular, pero por ejemplo esto -la pintura del cierre con el logo de Just Eat- no tengo problema”. Y concluye: “Suena fatal, siempre soy artista... pero en mayor o menor medida, cuando estoy asalariado o estoy contratado por una marca”.

Una ciudad más ‘cool’, para lo bueno y para lo malo
Para Ricardo Cavolo, su pintura en el cierre de Spanish Pizza es, de este modo, una mezcla entre arte y trabajo, lo que no impide que para las propietarias de este pequeño y popular negocio de barrio sea un gran regalo. “Es impresionante”, reconocen frente a la pintura. El hecho de que alguien con su renombre haya pintado en su fachada le ha dado al local “mucha visibilidad”, además de “revalorizar mucho el sitio”. “Es algo que no esperas, que te pinte un mural un artista así”.
Todos los locales seleccionados eran, de igual modo, negocios pequeños, donde algo tan sencillo como un cierre pintado puede llamar la atención y atraer a la clientela. “Aunque no conozcas mucho la obra, al final son dibujos muy impactantes, te llaman, te obligan a quedarte mirando cada detalle”, describe la dueña de Spanish Pizza. Lo mismo le ocurre a la pizzería Il Artigiano, un pequeño restaurante que ya ve cómo “la gente se detiene frente a la puerta y contempla la pintura”.
El valor del arte urbano se ha convertido en parte del valor de Madrid como ciudad. En 2018, Lavapiés era declarado “el barrio más cool del mundo". “Embajadores es una prueba viva de cómo esta ciudad se transforma”, señalaban en la revista Time Out, donde elogiaban las paredes pintadas del barrio. Precisamente en la calle Embajadores, solo un año después, aparecía sobre un grafiti realizado por el pintor, escultor y diseñador español Okuda San Miguel una frase también escrita con spray: ”Tu street art me sube el alquiler".
Y es que el arte urbano, al convertirse en un atractivo turístico, es también uno de los motivos por los que se organizan diferentes tours o se ofrecen apartamentos turísticos, lo que provoca un aumento de los precios en los negocios y servicios del barrio. Asis lo ve también en Barcelona, ciudad en la que vive: “El hecho de intervenir con mural también genera que se gentrifique, por el hecho de que viene más público”. Para él, esto es algo que “siempre ha pasado”, y que tiene que ver con el arte en sí y lo que ocurre cuando este se mercantiliza. “Al final el arte urbano es bonito y tienes que rentabilizarlo de alguna manera”.

“Un mural es valor añadido para cualquier ciudad y cualquier barrio”, reivindica Geco, que hace referencia al festival Asalto de Zaragoza como ejemplo de cómo el arte urbano ha generado una cultura sobre la que es necesario saber más y a la que es necesario dar a conocer y dar un valor a su obra. “Hay gente muy humilde con un conocimiento de arte que incluso te sorprende”. En el otro extremo de la balanza, quedarían acciones como la del artista Lutz Henke, quien en 2014 decidió ocultar con pintura negra un mural gigante que había hecho en un barrio de Berlín como símbolo de resistencia, el cual se había convertido, no obstante, en un objeto de marketing.
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