Un hombre se mudó solo a una isla remota para hacer el trabajo de sus sueños: un visado de vacaciones que se convirtió en una residencia permanente

La desconexión del trabajo, la novedad del destino y la reducción del estrés generan un estado emocional que nos lleva a idealizar los lugares que visitamos

Guardar
Un faro iluminando la costa
Un faro iluminando la costa

El trabajo ocupa gran parte de nuestras vidas y la mayoría de nosotros pensamos recurrentemente en las vacaciones, en viajes y en nuevas ciudades por explorar. Se da un fenómeno que nos obliga a idealizar el lugar que visitamos hasta el punto de dejar todo atrás y vivir en ese lugar tan maravilloso. A pesar de ello, esto rara vez ocurre.

Sin embargo, hay personas que no solo fantasean con esa vida, sino que deciden hacerla realidad. Es el caso de Sandy Duthie, un hombre de 43 años que convirtió un simple destino vacacional en el escenario de su día a día.

Para muchos sería un pensamiento pasajero, fruto del descanso. Para él se transformó en una decisión de vida: mudarse completamente solo a una isla remota de Australia para ocupar el puesto de cuidador del histórico faro de Gabo Island.

La historia de Sandy Duthie

La primera vez que el nombre de Gabo Island llegó a los oídos de Sandy Duthie fue en 2019, justo después de mudarse a Australia desde Escocia con su pareja. Este lugar alberga uno de los faros en funcionamiento más antiguos de Australia, además de una población residente de pingüinos y focas. El monumento consta de 47 metros de altura, 163 años de antigüedad y unos muros de granito rosado dotados de valor histórico.

Un día, sentado en el porche, contemplaba el paisaje oceánico. Allí, Sandy se preguntó: “¿Cuántos cientos de personas habrán tomado su café aquí viendo esta misma vista?“. El nuevo cuidador de Gabo Island sentía profundo privilegio por formar parte de todas las personas que habían disfrutado de la fortuna de pasar por ese sitio.

FOTO DE ARCHIVO: La gente
FOTO DE ARCHIVO: La gente mira a través del estrecho desde un faro. REUTERS/Thomas Peter

El origen del viaje no iba a tener mayor trascendencia que visitar a la familia de su pareja en Mallacoota cuando, de repente, se torció rápidamente por los incendios forestales y la Covid-19. “Convertí mi visado de vacaciones en una residencia permanente” relata Sandy.

Año y medio después de asumir el cargo (que le obliga a vivir totalmente solo en Gabo Island durante seis meses al año), Sandy reconoce que todavía le cuesta asimilarlo. La soledad, aunque buscada, no está exenta de momentos inquietantes. Aun así, asegura que el aislamiento no ha empañado la experiencia. Al contrario, afirma que el trabajo “ha superado todas las expectativas”, y que la tranquilidad del lugar compensa cualquier incomodidad.

El efecto “verano”

Durante las vacaciones, nuestra percepción del entorno cambia radicalmente. La desconexión del trabajo, la novedad del destino y la reducción del estrés generan un estado emocional que nos lleva a idealizar los lugares que visitamos.

Ya son distintos estudios que demuestra que olemos recordar las experiencias vacacionales como más positivas de lo que realmente fueron. Mitchell et al. (1997) describe el fenómeno de la “rosy retrospection”. Esta combinación de descanso, emoción y dopamina altera nuestra valoración del lugar y nos genera la sensación ilusoria de que ese lugar sería perfecto para vivir.

Hombre que se toma un
Hombre que se toma un descanso sentado en un banco de un parque (Imagen Ilustrativa Infobae)

Otras investigaciones como la de Killingsworth y Gilbert (2010) enseñan que la atención plena aumenta la felicidad, algo que sucede de manera natural durante las vacaciones. Por ello, no es extraño que muchos viajeros se vean tentados a imaginar una vida distinta en el destino que visitan. Sin embargo, esta idealización suele ser temporal: al volver a la rutina, las sensaciones se atenúan y el encanto del lugar se reubica en la memoria. Este proceso mental deja un recuerdo teñido por ese “efecto verano”.