
El 20 de noviembre de 1975, a las 4.58 de la madrugada, un teletipo de la agencia Europa Press apareció en las redacciones de España con una frase repetida tres veces: “Franco ha muerto”, aunque sería el entonces presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, el que llevaría a los hogares el anuncio entre sollozos. El caudillo -que se hizo con el país después de una sangrienta guerra civil que se produjo tras un fallido golpe de Estado contra el Gobierno legítimo de la República- había muerto y el régimen tenía los días contados. Una afirmación sencilla 50 años después, pero no tan fácil de sostener entonces. El futuro era incierto, pese a que España, muy a pesar de las personas afines al dictador, ya había roto de forma definitiva con el franquismo antes de la muerte del caudillo.
La España de los años 70 no era, ni de lejos, la del comienzo de la dictadura. Tampoco los españoles. Lo explican, en conversación con Infobae España, tres figuras que han estudiado aquella etapa de nuestra historia en profundidad: Gutmaro Gómez Bravo, catedrático de Historia Contemporánea y director del Grupo de Investigación de la Guerra Civil y el Franquismo (GIGEFRA); Alba Nueda, doctora en Historia Contemporánea especializada en la historia social de la Guerra Civil y el franquismo; y Manuel Espín, doctor en Sociología, que ha centrado su carrera y sus publicaciones en la vida cotidiana de los españoles durante la guerra y la dictadura.
Franco conocía la España que quedaba tras su muerte. Una erigida bajo un régimen nacionalcatólico. Los domingos se iba a misa, las faldas no sobrepasaban la rodilla y la vida pública –y privada– pertenecía a los hombres. Pero su muerte supuso el primer hito del cambio, uno que ya se venía gestando mucho antes de aquel 20 de noviembre. Una España murió y otra nació aquel día, pero con matices. “Cuando decimos que hubo una España que murió con Franco podemos cometer un error conceptual, porque las sociedades no cambian ni al ritmo de los decretos, ni al ritmo de los titulares políticos, ni siquiera de las muertes. Lo que se abre tras la muerte de Franco no es tanto una ruptura limpia de la noche a la mañana, sino un proceso social muy profundo en el que los españoles van ensanchando su margen de acción, incluso antes de que las leyes cambien. Cuando Franco muere, no muere radicalmente esa sociedad, muere la posibilidad y mentalidad de los que pensaban que las cosas no podían cambiar”, apunta Nueda, en sintonía con la opinión de los otros dos expertos. “La moral y la norma franquista estaban completamente disociadas de la realidad que vivían los españoles”, indica.
Un ensayo de la democracia en los márgenes
A partir de 1975, se hace latente la vida de una sociedad que ya venía moviéndose desde los márgenes y que poco a poco iba convirtiendo en derechos prácticas que ya se habían ido desarrollando durante toda la década de los 70. Ese fue el cambio: de la cotidianidad clandestina a la legalización. Durante el franquismo, la ciudadanía política era inexistente. En esa España no hay partidos, no hay sindicatos libres, no hay derecho de reunión, no hay libertad de expresión. “Los ciudadanos no eran sujetos de derechos, sino más bien objeto de sospecha”, resume Nueda, que apunta que antes de la muerte de Franco, “España no tenía ciudadanía, tenía solo identidad”. Pero ya en los 60, y sobre todo en los 70, se ven los primeros avances. Muchos españoles se anticipan a los derechos que aún no tenían. No cambia la ley, cambia la práctica.
La historiadora pone como ejemplo el ejercicio de la libertad de reunión y asociación: “Los españoles y las españolas van intentando ocupar espacios grises que quedan en los márgenes, como las asociaciones vecinales, que fueron multiplicándose sobre todo en los barrios periféricos de las ciudades. Los vecinos se reúnen para discutir, para redactar peticiones, para organizar reuniones en la semiclandestinidad, para exigir mejoras”. En las fábricas, dice, ocurre prácticamente lo mismo. “Las asambleas obreras, que eran ilegales, tomaron ritmo durante los años 60 y 70 y se convirtieron en una forma de deliberación colectiva. Funcionaron como pequeños parlamentos subterráneos o subalternos”, añade la historiadora, que incide en que “la sociedad ya estaba ensayando formas de participación y representación antes de la llegada de la democracia”.
Bravo matiza que hasta entonces existía el modelo sindical falangista con el sindicato y el partido único, que era sencillamente “una parafernalia”. “Lo que entra a partir del 78 son ya los derechos sociales y sindicales. La ley de reunión, las huelgas... Todo eso deja de ser un delito para ser un derecho. Los españoles empiezan a tener comités de empresa, que ya existían, pero en la clandestinidad y por los que la gente estaba en la cárcel. Por eso se hace la ley de amnistía, que es precisamente para sacar a la gente que estaba condenada por delitos sindicales o por delitos relacionados con las luchas laborales”, apunta. Y es una realidad efervescente. En los años posteriores, cuenta, España se convierte en el país con más horas perdidas por huelgas dentro del Fondo Monetario Internacional. “Hay una gran movilización y no se puede separar de lo social”, indica. Y tuvo sus frutos: “El modelo de concertación, de convenios colectivos, de derechos, el Estatuto de los Trabajadores, son cosas que hoy ya se dan por hecho pero es un verdadero triunfo que deja atrás toda la parafernalia franquista que estaba vacía”.

Una cuenta de banco propia
Jurídicamente, el franquismo mantuvo hasta el final el control de la mujer, el permiso marital, la penalización del adulterio, la falta de autonomía económica y el la vigilancia obsesiva de la sexualidad. Y aunque la adquisición de la autonomía de las mujeres es el logro más palpable de esta transformación silenciosa para los tres especialistas, también coinciden en que antes de la muerte del dictador ese control ya estaba resquebrajándose.
La España que muere con Franco es una España donde formalmente las mujeres están sujetas a un marco jurídico que limita su autonomía. Años después del 20-N, llega la reforma del Código Civil, la desaparición del permiso marital y del permiso del divorcio, entre otros. No obstante, antes de la aprobación de la ley del divorcio, ya había parejas separadas que vivían en casas diferentes, aunque legalmente siguieran siendo un matrimonio. La muerte del dictador también dejó ver que existía una lucha interna y silenciada sobre el aborto, que se practicaba de forma ilegal y clandestina. Y aun así, tardó décadas en despenalizarse.
Cuenta Nueda: “En Bilbao, en 1976, se abre una denuncia y empieza una investigación policial contra 11 mujeres y dos médicos detenidos por una red clandestina de abortos. Ocurrió que en los interrogatorios se saca a la luz que el aborto, aunque era ilegal, era una práctica masiva, transversal y sostenida por redes femeninas de apoyo. Y lejos de intimidarse, la sociedad se volcó con manifestaciones y huelgas que llevaron a que un asunto hasta entonces privado se convirtiera en público. El Estado tuvo que ver que la moral oficial, que se quería todavía seguir imponiendo incluso después de la muerte del dictador, ya no representaba a la sociedad que pretendía gobernar. Nació la capacidad de manifestar la disonancia. Esto permitió visibilizar una libertad que ya existía en la práctica, aunque era contraria a la ley, pero que no se podía seguir reprimiendo”.
Por su parte, Bravo apunta que el fin de la dependencia del hombre –o del padre o del marido– por parte de la mujer es el cambio más evidente, pero no el único. La incorporación de la mujer al trabajo es lo que establece y hace que se deje atrás el sistema de protección estatal franquista, y esa modernización llegó antes del fin de la dictadura. Y esto se produce tras un largo proceso que empieza con el éxodo rural y el cambio de modelo económico de una sociedad agraria a una que hace crecer las ciudades, que empieza a tener acceso a una educación avanzada y que llena las universidades, ya para finales de los 60 y principios de los 70, de hombres, pero también de mujeres que alcanzaban los estudios superiores y podían elegir una vida alejada del hogar, la cocina y los hijos.
La liberación de las mujeres, no obstante, también fue malentendida. El fin del franquismo llevó a una hipersexualización del cuerpo femenino. La caída de la censura tuvo una clave morbosa. Lo destaca Espín: “En los primeros momentos, esas demandas de libertad relacionadas con la vida cotidiana, como la libertad sexual, se canalizan hacia lo que tiene que ver con una explotación sexualizada del cuerpo de la mujer, que explica de alguna manera las películas de la época de la Transición. Resulta que se llega a identificar la libertad con una señora desnuda en la portada de una revista”.
La disidencia que nace de la cultura
La influencia de la cultura antes y durante la Transición es una cuestión fundamental para Espín: “La disidencia, que no tiene por qué ser política en primer término, aparece al final de los años 60 y los 70, sobre todo por hechos que no tienen directamente que ver con la política”. Para el especialista, el germen de la contestación social se gesta en ámbitos cotidianos y culturales, mucho antes de cristalizar en movimientos políticos organizados.
“Las películas de las que se hablaba muchísimo, como ‘El último tango en París’, aquí estaban totalmente prohibidas y no pudieron verse hasta después del franquismo”, señala Espín. Muchos españoles, sin embargo, cruzaban la frontera para verlas: las peregrinaciones cinéfilas a Perpiñán se hicieron famosas en esa época. El control sobre la música tampoco pasaba inadvertido: “No es solo que se prohibieran canciones, también había un sistema de canciones que eran no radiables, que no se podían poner en la radio, aunque se podían vender en las tiendas, lo cual parece hoy ridículo”.
La irrupción de la cultura pop y las nuevas modas marca un punto de inflexión. “Hay que pensar lo que supuso la aparición de la música pop, de los Beatles, de la minifalda, del rock, de todas esas tendencias, modas, estéticas, muy poderosas y que estaban ahí y marcaron un contraste radical con la generación anterior”, afirma Espín. Este contraste, lejos de limitarse a lo superficial, pone de manifiesto profundas diferencias sociales “en algo que tenía que ver con aspectos cotidianos, como el vestir, el estilo de vida, las cosas que se hacían y que no tenían nada que ver con las de la generación precedente”. “Esto, a su vez, dejaba claro las limitaciones que existían aquí si se comparaban con las de las sociedades occidentales más próximas, como Francia, Italia, Alemania, Inglaterra, en las que se veía que el tipo de vida no era igual, aunque aparentemente se vistiera igual y se escuchara la misma música. Sin embargo, las limitaciones eran mucho mayores que las que podía haber en esos países”, añade el especialista.
La Iglesia en mayúsculas y las parroquias del Concilio Vaticano II
La moral católica ya no regía la forma de vestir, de actuar y de vivir de los españoles. Tampoco del resto de países católicos. El cambio que sufrió la forma de entender la religión no se puede leer en clave nacional. Esa transformación mundial, que afectó a España de una forma más particular por su férrea tradición católica, llegó con el Concilio Vaticano II, celebrado entre 1961 y 1965. Y, de nuevo, los tres expertos coinciden: “Fue un terremoto institucional para la propia estructura del Estado”.
“El Concilio impulsaba ideas que chocaban frontalmente con el franquismo: la libertad religiosa, los derechos humanos, la justicia social, la participación laica... Esto fue absorbido por una parte de la Iglesia española y rechazado por otra”, apunta Nueda, que matiza que debemos diferenciar entre la Iglesia con mayúsculas como institución, “que al final era una columna del régimen y uno de los espacios fundamentales de la legitimación del régimen”; y por otro lado, lo que se llaman las parroquias de base, “que es todo lo que tiene que ver con los curas obreros”. Es decir, una iglesia con minúsculas que no aparece en los relatos oficiales del régimen, pero que es fundamental para entender el cambio social. Estas parroquias son fundamentales en los barrios periféricos que acaban de nacer porque se convirtieron en centros de reunión, de organización y apoyo mutuo.

Amplía Nueda: “Por una parte, tenemos a esta Iglesia con mayúsculas que controla el sistema educativo, que define la moral pública, que marca las fronteras entre lo aceptable y lo inaceptable a nivel de la sexualidad, la familia, la lectura, el comportamiento, y que servía como aparato ideológico del régimen para forzar de la forma más íntima, como es la creencia, la obediencia como una virtud cívica y religiosa, y como una obligación, no solo para con el Estado, sino también para con Dios. Pero también tenemos esas parroquias de base donde se organizan los grupos de mujeres y se habla de la sexualidad, de la planificación familiar, del cuidado, donde le dan un espacio que es lícito a los grupos de vecinos para redactar peticiones y denuncias. Donde los jóvenes practican la libertad democrática o incluso se hace una pedagogía más allá del autoritarismo del régimen”.
No obstante, hubo iglesias mayúsculas que se posicionaron en contra de Franco, apunta Bravo. “La Iglesia catalana y la Iglesia vasca se pronuncian públicamente en contra de la violencia franquista. Y en el caso vasco es muy claro, porque la homilía de Añoveros en 1974 es declarada atentado contra la unidad de España”. En su sermón, monseñor Antonio Añoveros, el obispo navarro de Bilbao, habló sobre la necesidad de que se respetasen los derechos culturales de los vascos y marcó el inicio de un enfrentamiento que estuvo a punto de acabar en una expulsión a Roma del obispo y del vicario general de Bilbao y en la excomunión de Arias Navarro.
“El enfrentamiento entre la Iglesia del franquismo evidencia la soledad que tiene también el franquismo. Eso fuerza a que se quede solo con parte del ejército como su única defensa, la gente que ha hecho la guerra civil y parte de la policía política”, comenta Nueda.
El Ejército, el último bastión de la dictadura
En la misma línea, Bravo insiste en que “la sociedad española ha cambiado ya antes de la muerte de Franco y una vez que se produce hay determinados cambios que lo que hacen es normalizarse o normativizarse en leyes. Pero el comportamiento ha cambiado antes”. Y del mismo modo que hay cambios que llegan antes, también hay otros que tardan en consolidarse. “Por ejemplo, el régimen y Falange y toda esta apariencia, esa parafernalia, eso sí cae rápidamente. Pero con el poder efectivo, y cuestiones como el ejército, la policía, la judicatura, es más complicado”.
Son los que cambian más tarde. El franquismo descansa en ese modelo de orden público. Ahí es donde estaba el verdadero problema. “En el modelo militar, el golpe de Estado del 81 te demuestra que hay una parte del Ejército que no está de acuerdo con las autonomías, con el cambio político, con los partidos y con la democracia a pesar de que el rey sea su jefe militar”, subraya Bravo. Quizá, señala, esta sería “la zona gris que no sabemos cómo ha cambiado”. Esto se debe a las cortapisas a la hora de acceder a la documentación histórica a este respecto.

“A diferencia de otros cambios que vienen de fuera o después de una guerra, el final del franquismo es la muerte de Franco, pero luego hay unos años de desmantelamiento interno del régimen. Y a partir de ahí, surge una reforma política y se vuelve un sistema de partidos. Eso que parece tan fácil es realmente la clave del asunto”, destaca Bravo. “Eso es muy difícil de hacer o por lo menos de consolidar, porque entre medias pueden pasar muchas cosas, que también pasaron: el riesgo de involución, riesgos de golpe de Estado, la violencia que desestabiliza y una crisis económica de fondo, con toda la crisis del petróleo”.
“Con Franco murió un país que estaba organizado para producir obediencia en el plano político, en el plano laboral, en el plano social, en el plano sexual, en el plano incluso de los propios cuerpos. Y lo que se abre tras la muerte, con todas sus ambivalencias, sus continuidades y sus tensiones, es un proceso en el que esa obediencia deja de ser un horizonte moral y empieza a discutirse la posibilidad de ser ciudadanos de pleno derecho. Todo eso dentro de ese proceso de apertura, legalización y legitimación de prácticas que ya estaban presentes en la sociedad, aunque fuese desde los márgenes”, sentencia Nueda.
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