
No hay pregunta más incómoda (o no, según el ego) y reveladora que esta: ¿eres rico? Porque una respuesta afirmativa puede parecer arrogante y una negativa, ingrata. Pero el verdadero dilema subyace en la comparación: todo depende de con quién se mida uno. La respuesta cambia si se mira al vecino, al compatriota o al ciudadano del otro lado de la frontera. Un informe reciente, elaborado por la firma alemana BuchhaltungsButler y los analistas de DataPulse Research, se propuso identificar, país por país, qué significa ser pudiente de verdad en Europa: cuánto hay que ganar para estar en la cima y, en realidad, qué tanto vale ese dinero.
La investigación parte de una definición precisa y, quizá, implacable. Rico es quien logra que su hogar (dos adultos y un niño menor de 14 años) se cuele en el selecto 10% con más ingresos netos del país, es decir, quien supera después de impuestos el umbral del 90% restante. Ese umbral cambia radicalmente dependiendo del país. La cima de Europa está en Luxemburgo: ahí, solo los hogares que disponen de al menos 175.000 euros anuales son reconocidos como pudientes. Es casi cuatro veces el umbral de Portugal (46.000 euros) y más de nueve veces el de Turquía (19.000 euros).
Europa traza mapas de prosperidad desiguales. En promedio, la vara del rico europeo se coloca en torno a 71.000 euros, según los datos de la Unión Europea. Los países nórdicos y alpinos superan ese promedio. El occidente elegante —Italia, España— flota cerca de la media, pero Portugal desciende al nivel de los países del este, donde los umbrales se desploman. Un dato asalta, provocador.“Llegar a la cima no cuesta lo mismo en Lisboa que en Oslo”, anota el estudio. Porque, en Europa, cada euro se estira —o se encoge— según el precio local de la vida diaria.
El caso español: riqueza, poder adquisitivo y distancia social
En España, la frontera que separa a la clase media del selecto grupo de los económicamente privilegiados se fija en los 67.000 euros netos anuales para un hogar formado por dos adultos y un niño, según la metodología del estudio. La cifra, comparada con la de países vecinos, revela tanto similitudes como matices. Ajustando por el coste de la vida, esos 67.000 euros en España ofrecen un poder adquisitivo equiparable al que otorgan 105.000 euros en Dinamarca, ilustrando el extraño fenómeno de que, con menos, se puede vivir igual o mejor si los precios acompañan.
Sin embargo, pese a esa ventaja relativa, la brecha entre la clase media y quienes se consideran ricos persiste. Para alcanzar ese nivel en España, una familia media tendría que prácticamente duplicar sus ingresos, una distancia que evidencia cómo, bajo la apariencia de equilibrio, la desigualdad mantiene vivo su pulso en el corazón de la economía española.
El verdadero valor del dinero: la trampa del coste de vida
Con estos datos en mente, ¿de qué sirve comparar el ser rico si la moneda pierde valor al cruzar una frontera? Para responder, los investigadores calcularon la riqueza ajustándose al coste de vida. En general, allí donde la prosperidad parece modesta, la vida cuesta menos. Y, donde la riqueza abunda, el gasto cotidiano puede devorar el salario más abultado.
En Luxemburgo, esos flamantes 175.000 euros menguan hasta 130.000 de poder real, tras descontar el coste de todo lo que una familia podría comprar. En Turquía sucede lo contrario: los 19.000 euros del umbral, en realidad, entregan un nivel de vida similar al que garantizarían 46.000 euros en Europa Occidental.
Las diferencias, abrumadoras en apariencia, se suavizan al aplicar este filtro. Los países baratos, de repente, ascienden en la jerarquía europea, mientras las economías caras pierden brillo. Un gráfico lo explica como una diagonal: quienes se sitúan sobre ella ven cómo sus ingresos y precios se equilibran; los saltos hacia el costado muestran países donde los billetes rinden más o menos de lo que sugieren las cifras brutas.

Y aun así, algunos podios permanecen inmutables. “Luxemburgo sigue liderando, sea cual sea el criterio. Pero Alemania avanza posiciones porque su euro se estira más que en Irlanda o los Países Bajos,” afirma el informe. En Turquía, los ricos compran más que en Grecia, Eslovaquia o Rumanía.
Las distancias: cuando la riqueza se aleja del centro
El abismo entre la clase alta y la clase media es una de las cicatrices más profundas de Europa. Ese hueco varía de país a país. En Eslovaquia, un hogar apenas adentro del club del 10% gana solo 65% más que el promedio, una diferencia modesta. Noruega (77%), Eslovenia y Hungría (82%), Bélgica (83%) muestran tensiones similares.
Pero en la otra cara del continente, el salto es mucho mayor. En Alemania, Francia o Grecia, un hogar medio tendría que duplicar (o más) sus ingresos para alcanzar la élite nacional. Turquía extremiza el contraste: allí, los ricos pueden ganar 215% más que la media.

Los números, en bruto, engañan: en Turquía las diferencias parecen menores, pero eso se debe a que casi todos ganan poco. El impacto real no está en la cantidad de euros, sino en cuántos aumentos se necesitan para pasar de la medianía a la cúspide. En algunos lugares, te sientes cercano al 10% más rico, aunque la diferencia en euros sea pequeña. En otros, la distancia parece inalcanzable.
Cuando la cúspide acapara: el reparto desigual de la renta
El vértice superior de la pirámide no solo se aleja de la base; también concentra el poder. En el conjunto de 27 países europeos, el 10% más rico acapara aproximadamente 24% de todos los ingresos. Pero en ocho países, la cifra oscila entre 25% y 36%. El cuadro es transparente: a más distancia entre la clase media y la alta, mayor es el peso político, social y económico del vértice.
“Un 10% que acumula demasiado suele indicar salarios estancados en el centro o sistemas fiscales poco progresivos”, sentencian los autores. La inversa suele darse en lugares con protección laboral firme, impuestos escalonados y transferencias sociales robustas.
Hay un último giro, tan paradójico como inevitable. Europa converge en sus estándares de vida: el abismo entre norte y sur, este y oeste, parece cerrarse, pero se ensanchan las fracturas internas. La desigualdad entre países cede espacio a la desigualdad dentro de los propios Estados. La conclusión es simple y demoledora: los números pueden decir quién es rico, pero nunca quién se siente así.
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