
Belén Navarro recuerda a la perfección el día en que dio a luz a su hija Noah. Lo hacía el mismo día de su cumpleaños, de urgencia en un hospital público de Cataluña —prefiere no revelar el nombre—, cuando al feto ya se le había parado el corazón. Pese a lo avanzado de su gestación (20 semanas), la rotura de la bolsa había hecho que Belén perdiera todo el líquido amniótico y que la continuación del embarazo fuese imposible.
La única solución posible era interrumpir el embarazo. “¿Entiendes lo que significa, Belén? Sin líquido, no podrá desarrollarse. Como todavía no tiene pulmones, es imposible que sobreviva fuera de ti”, le explicó el médico. Otros sanitarios no fueron tan sensibles: “Hoy o mañana vas a dar a luz a tu hija, viva o muerta, y tienes que pensar qué quieres hacer con ella. Puedes cogerla para despedirte, hacerte un selfie de recuerdo con ella, meterla en una caja y enterrarla...”; “Si nace viva, es tu deber como madre darle consuelo en sus últimos minutos. Es una persona, no está bien que la abandones”, recuerda escuchar del personal médico. Las explicaciones no se alargaron mucho más, pues el profesional desconocía el procedimiento. Sí le aseguraron que podría hacerse sin dolor, con analgesia suficiente y cubierta con una sábana, para no ver cómo el feto llegaba a este mundo sin vida. Ninguna de estas consideraciones llegó a cumplirse.
Belén salió ese día del hospital después de tomar mifepristona, una pastilla que debía interrumpir la gestación; y con una nueva cita para 48 horas después, en la que le inducirían el parto. Sin embargo, en la noche previa a acudir al centro, recibió una llamada del hospital. Se encontraba cenando con sus padres y su marido, Jacob; una celebración de cumpleaños austera con la que intentaban tranquilizarla y darle la mayor sensación de normalidad posible. “Belén, ¿podrías ingresar ya? A la hora que te convocamos habrá muchos objetores de conciencia y nadie podrá atenderte”, le solicitaron desde el centro médico.
La frase le dio una falsa esperanza, la idea de que Noah podía salvarse. “Para mí, un médico es Dios, es un científico, sabe muchísimo más que yo. Y me dicen que hay profesionales que están en contra de lo que he decidido, de lo que voy a hacer. Me puse a llorar, con una intranquilidad brutal, diciéndoles que, si esos médicos sabían cómo salvar a Noah, que me lo dijeran”, cuenta a Infobae España en una conversación telefónica. Era un sueño imposible, pues sin líquido amniótico el embarazo no podía seguir y la falta de desarrollo fetal hacía inviable la vida fuera del vientre.
Belén no tuvo demasiado tiempo para decidir: alrededor de las 4:30 horas, se puso de parto y acudió de urgencia al hospital. “Ingresé en una habitación de planta y nadie vino a visitarme hasta las 9 de la mañana”, indica.
Parir sin ginecóloga y con un paracetamol como anestesia
Belén fue acompañada por dos enfermeras, las únicas que le dieron algo de cariño en el proceso, recuerda. Le dieron un tratamiento para acelerar el parto, un paracetamol como analgesia y le dejaron con la única compañía de su madre, su marido y el llanto de un niño recién nacido en la habitación de al lado. La espera fue tediosa, pero al fin llegó la especialista. “Le dije que el parto era inminente, podía sentirlo, la sensación es inconfundible. Ella me dijo que pasarían al menos cuatro horas más, que me suministrarían más pastillas y que no daría a luz hasta las ocho horas aproximadamente. Insistí en que estaba a punto de dar a luz, supongo que no me creyó, porque desapareció”, explica Belén.
Pero la ginecóloga se equivocaba: las contracciones se hicieron cada vez más fuertes y, en poco tiempo, Noah empezó a salir. “Yo estaba incorporada, viéndolo absolutamente todo, pariendo a mi hija sola, con mi madre a un lado y Jacob al otro. Sin analgesia, sin maquinaria, sin asistencia médica”, describe. El equipo sanitario no llegó hasta que el proceso entero había terminado. “¿Te la dejamos en el lavabo?”, le preguntó la ginecóloga. Belén, en shock, no pudo responder. Fue su marido quien pidió, por favor, que se la llevaran. “Que alguien me sujete la puerta, no se me vaya a caer”, expresó mientras salía.
La experiencia no terminó ahí. Como es común en partos tan prematuros, la madre no expulsó la placenta, lo que le provocó una hemorragia. Belén fue operada de urgencia, por un personal sanitario que aseguraba no haber realizado nunca ese procedimiento quirúrgico. Tres horas después, fue dada de alta. “Caminé unos metros, pero me fallaron las piernas. Me estaba yendo de allí dolorida, con un cansancio extremo y una ansiedad inconmensurable. Pedimos una silla de ruedas que nunca llegó. Así que salimos como llegamos: como pudimos”, recuerda.
“Yo no quería perder a mi hija; que no quisieran atenderme me hizo sentir una desalmada, una asesina. Con tiempo y cariño entendí que Noah no podía sobrevivir, pero me infundieron la duda y me abandonaron cuando más lo necesitaba”, concluye.
El aborto más allá de las 14 semanas en España
La interrupción voluntaria del embarazo es legal hasta las 14 semanas de gestación, pero la ley contempla excepciones. Si no se han superado las 22 semanas, las mujeres pueden abortar cuando exista grave riesgo para la vida o la salud de la embarazada o riesgo de graves anomalías en el feto, un diagnóstico que debe confirmar un médico especialista y, en ocasiones, un comité clínico.
Aun en estos casos de peligro vital, la objeción de conciencia está permitida en España, explica el portavoz de la Sociedad Española de Contracepción (SEC), Abel Renuncio. “La ley no hace distinciones en cuanto a la objeción de conciencia, solo especifica que las administraciones deben contar con el personal suficiente en estas situaciones. Se insta a la administración a que se dote del personal sanitario necesario no objetor”, indica. El desacuerdo termina cuando la estabilidad o vida de la paciente está en riesgo: “Si hay sangrado, si la placenta no se ha expulsado, la objeción ya no se contempla”, añade Renuncio.
El especialista se abstiene de valorar la atención recibida por Belén en cuanto a las esperas, el trato o las horas de alta, aunque sí entiende por su testimonio que hubo “un fallo en la gestión del dolor, que condiciona que para la mujer la experiencia sea mucho peor o mucho más traumática”. “No deja de ser un parto, con lo cual, a nivel psicológico siempre va a tener unas implicaciones. Si a eso le añadimos una carga mayor de penosidad, empeora mucho más la experiencia. Debería haber habido una analgesia más firme”, asegura. En su opinión profesional, además, el procedimiento debería haberse producido en el área de parto y no en una habitación de planta, aunque depende de cada centro.
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