
En los últimos años, España ha dado pasos visibles en el escenario internacional en apoyo al reconocimiento de Palestina, impulsados en gran medida por el Gobierno de Pedro Sánchez. A la par, la sociedad civil ha mostrado una implicación sostenida y palpable: miles de ciudadanos han participado en manifestaciones, concentraciones y actos culturales de solidaridad. Entre ellos, la Global Sumud Flotilla, una iniciativa en la que decenas de españoles zarparon con ayuda humanitaria rumbo a Gaza.
Sin embargo, el apoyo español a Palestina no nació tras el fatídico 7 de octubre de 2023, cuando los atentados del grupo terrorista Hamas iniciaron un conflicto que ha perdurado durante dos años. Tiene raíces más profundas, entrelazadas con la historia política, diplomática y cultural del país. Según una encuesta del Real Instituto Elcano, el 82% de los españoles considera que lo que ocurre en Gaza es “un genocidio”. Esa percepción no responde solo a la coyuntura actual, sino a una postura que viene de décadas atrás y se remonta a la posición singular de España en Oriente Medio: un país europeo con memoria mediterránea y sin las cargas históricas de sus socios del norte.
Mientras Alemania o Francia articulan su política hacia Israel desde la culpa del Holocausto, España carece de ese marco. No arrastra una deuda moral, lo que ha permitido que tanto la diplomacia como la ciudadanía adopten una mirada más crítica hacia el Estado israelí y, en consecuencia, más empática con los palestinos. Aislado tras la Segunda Guerra Mundial, el régimen de Franco buscó oxígeno político en el mundo árabe. Egipto, Siria o Marruecos, recién independizados, compartían entonces su desconfianza hacia las potencias occidentales. El franquismo supo aprovechar esa afinidad para presentarse como un puente entre Occidente y el islam.
En 1950 se inauguró en Madrid el Instituto Egipcio de Estudios Islámicos, y cuatro años más tarde, el Instituto Hispano-Árabe de Cultura, germen de la actual Casa Árabe. Aquellas instituciones, lejos de ser neutrales, formaban parte de una estrategia de “amistad mediterránea” que, sin reconocer oficialmente a Palestina, apoyaba su causa mediante la afinidad cultural y el discurso histórico compartido. Era una política más simbólica que efectiva, pero dejó huella: durante años, la prensa afín al régimen trató el conflicto palestino desde una óptica de “solidaridad antiimperialista”.
El gesto pionero de Adolfo Suárez
La Transición democrática heredó esa inclinación. En septiembre de 1979, el presidente Adolfo Suárez recibió en La Moncloa a Yasser Arafat, líder de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP). Aquel encuentro fue inédito: ningún jefe de gobierno occidental había abierto sus puertas a Arafat.
El gesto tuvo un enorme valor simbólico. España aún no mantenía relaciones diplomáticas con Israel, y la visita consolidó su imagen como país dispuesto a mediar fuera de los esquemas de la Guerra Fría. Incluso se permitió que ondeara la bandera de la OLP en Madrid, algo impensable en otras capitales europeas.
La reunión, duramente criticada por sectores proisraelíes, marcó un precedente. El comunicado oficial de Moncloa defendía “una paz global, justa y duradera, basada en las resoluciones de la ONU y en los derechos inalienables del pueblo palestino”. Décadas después, la fotografía de Suárez y Arafat sigue expuesta en el Museo Yasser Arafat de Ramala, como testimonio de la primera mano tendida desde Occidente a la causa palestina.

El reconocimiento de Israel y el difícil equilibrio
El 29 de enero de 1986, el Gobierno de Felipe González reconoció oficialmente al Estado de Israel, casi 40 años después de su creación. El paso respondía al deseo de consolidar la entrada de España en la Comunidad Económica Europea, para lo que la normalización diplomática resultaba imprescindible.
Aun así, el reconocimiento no significó un alejamiento de Palestina. González mantuvo la idea del “doble reconocimiento”: el derecho de Israel a existir y el de Palestina a constituirse como Estado. España jugó un papel relevante en las conferencias de paz de Oriente Medio, especialmente en la Conferencia de Madrid de 1991, uno de los foros en los que negociaron israelíes y palestinos.
La proposición no de ley y el embargo de armas
Tres décadas después del gesto de Suárez, el Congreso volvió a ser escenario de otro momento clave. En noviembre de 2014, todos los grupos parlamentarios —incluido el Partido Popular, entonces en el poder— aprobaron una proposición no de ley que instaba al Gobierno a reconocer al Estado palestino.
Aunque la iniciativa no tenía carácter vinculante, envió un mensaje político rotundo: España debía actuar “en coherencia con la defensa del derecho internacional y la paz en Oriente Medio”. Ese mismo año, el Ejecutivo de Mariano Rajoy decretó un embargo temporal de armas a Israel tras una ofensiva sobre Gaza. No fue un gesto rupturista, pero sí un eco de la tradicional política española de equilibrio y distancia respecto a los alineamientos automáticos con Washington o Bruselas.
Cataluña, Euskadi y Galicia: la solidaridad desde lo local
Mientras el Gobierno central mantenía una posición prudente, las comunidades autónomas ensanchaban el campo de la solidaridad institucional. En Cataluña, el Parlament aprobó varias mociones de apoyo a Palestina, y numerosos ayuntamientos —entre ellos el de Barcelona— izaron la bandera palestina o aprobaron resoluciones de boicot a empresas vinculadas con Israel.
En el País Vasco, los paralelismos entre la lucha nacional palestina y la identidad vasca fueron frecuentes en el discurso político. Organizaciones abertzales establecieron vínculos con la Autoridad Palestina, y las ONG vascas impulsaron proyectos educativos y sanitarios en Cisjordania.

También Galicia ha seguido esa senda. En Vigo, el BNG ha impulsado mociones para promover el aislamiento cultural y económico de Israel, y en el Parlamento gallego se han sucedido los gestos simbólicos y las proposiciones no de ley a favor del reconocimiento del Estado palestino. A esa implicación política se suma la vertiente humanitaria: la Xunta ha respaldado proyectos en Cisjordania a través de organizaciones gallegas de cooperación.
El nuevo activismo transversal
Con el movimiento 15-M, surgió una nueva generación de activistas. Las manifestaciones en apoyo al pueblo palestino se multiplicaron y la bandera palestina pasó a ser un icono habitual en marchas feministas, ecologistas o antirracistas.
A diferencia de en los años 80, el apoyo actual es transversal. No distingue clases, edades ni filiaciones políticas, salvo en la extrema derecha, que apoya a Israel. En universidades, colegios y ayuntamientos, la solidaridad se traduce en campañas, recogidas de fondos y declaraciones institucionales. España, por su historia y su memoria, sigue observando a Palestina no como un conflicto lejano, sino como una situación que ocupa el debate diario tanto en el Congreso como en la calle.
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