
En el interior de la Basílica de San Marcos, entre mosaicos centenarios, columnas bizantinas y el aroma a incienso viejo, reluce la Pala d’Oro. Un tesoro habitado por 1.927 gemas y cientos de historias, que Napoleón no se llevó por un malentendido lingüístico. Sin embargo, este retablo no es solo la joya principal de la basílica, ni tampoco un mero objeto litúrgico. En realidad es el relicario máximo de la orfebrería bizantina y el gran secreto de Venecia.
Y es que, su monumentalidad salta a la vista: tres metros de largo por dos de alto, forrado en oro y plata, y tachonado con 526 perlas, 330 granates, 320 esmeraldas, 255 zafiros, 183 amatistas, 175 ágatas, 75 rubíes, topacios y cornalinas. Un catálogo de gemas que desafía cualquier inventario, desbordando riquezas sobre el altar mayor.
Nacida en el año 916 d.C., la Pala d’Oro surgió de un encargo del dux Pietro Orseolo a artesanos de Constantinopla. El objetivo era claro: ennoblecer la basílica y enviar un mensaje visible de poder y fe. Más que una pieza artística, se construyó como un puente hacia lo divino, un mosaico de oro y esmalte donde confluyen las imágenes más veneradas del cristianismo: la Virgen María entronizada, Cristo Pantocrátor, mártires y profetas. El resultado es una obra que deslumbra y abruma a partes iguales a cualquiera que levante la mirada. No obstante, la verdadera vida de la Pala d’Oro no comenzó hasta un siglo después.
El resumen de las glorias, los miedos y las leyendas de la ciudad escondido por nueve siglos entre retablos pintados

En 1105, el dux Ordelafo Faliero, obsesionado con la posteridad, ordenó expandir el retablo con más esmaltes y piedras traídas de Bizancio. Faliero no solo quiso un monumento eterno a la fe, también a su propio ego: mandó esculpir su testa al lado de la emperatriz Irene, reemplazando la cabeza del mismísimo emperador bizantino Alessio I Comneno. El cambio fue tan burdo que la cabeza de Faliero aún aparece pequeña y mal encajada, como si fuera una broma inmortal sobre la vanidad humana, según Venecisima.
Pero tras la Cuarta Cruzada y el expolio a Constantinopla, el retablo creció aún más. En 1209, se añadieron nuevos paneles y trofeos de guerra. Finalmente, en 1345, el dux Andrea Dandolo ordenó rodear todo el conjunto con un marco gótico que multiplicó su fastuosidad. Para entonces, la Pala d’Oro ya era el gran relicario de Venecia, un resumen de las glorias, los miedos y las leyendas de la ciudad.
Sin embargo, su experiencia visual estuvo durante nueve siglos reservada para unos pocos. Y es que la Pala d’Oro se encontraba entre retablos pintados, asegurada tras catorce cerrojos y descubierta únicamente en ocasiones solemnes. Solo los privilegiados podían contemplarla cara a cara; el resto de los fieles y turistas apenas oían rumores sobre esa supuesta puerta al más allá, capaz —decían—, de convertir a cualquiera tan solo con mirarla. Este misterio alimentó historias insólitas: algunos creían que obraba milagros y otros, directamente, que nadie la vería jamás.
De este modo, durante esos años estuvo cubierto por tres retablos pintados. El primero fue la obra de Paolo Veneziano en el siglo XIV; otro, de Maffeo da Verona, en el XVII, y el tercero, atribuido a Francesco de’ Franceschi. Aunque en el siglo XIX construyeron un zócalo detrás altar mayor, se mantuvo oculto por un cuadro durante otro medio siglo antes de mostrarse con regularidad. Por lo que hoy, basta con pagar un suplemento para acceder al lateral derecho del altar mayor y quedar, literalmente, cegado por su luz resplandeciente.
El juego de palabras veneciano que evitó el saqueo de la Pala d’Oro en el siglo XVIII

A pesar de haber estado durante siglos escondido, el Pala d’Oro fue desde su creación el gran secreto de Venecia. Sin embargo, nunca ha estado tan en peligro como en el siglo XVIII, cuando Napoleón ocupó Venecia y ordenó una explicación masificada de objetos valiosos de iglesias, palacios y bibliotecas. Pero, ¿por qué sucedió esto? Aquí es donde entra el célebre enredo lingüístico: los venecianos, ágiles en confundir a los ocupantes, aseguraron que el retablo era “vero”, es decir, auténtico, cuando el general preguntó por su veracidad.
No obstante, los soldados franceses entendieron “vetro”, o sea, simple vidrio. Napoleón creyó que se trataba de un retablo de cristales coloreados y siguió de largo. Algo que podría haber sido real, ya que muy cerca de la ciudad se encuentra Murano, la isla por excelencia por la producción artesanal de vidrio, que ha perfeccionado sus técnicas desde la era romana. De este modo, las joyas, los esmaltes y el trabajo de decenas de artesanos se libraron con una palabra.
En cambio, el resto de la ciudad fue arrasada por la furia francesa. Las cuadrillas arrancaron los caballos de bronce de la fachada de San Marcos, enviaron lienzos y esculturas a París, fundieron galones de oro y aun los barcos del dux terminaron destrozados. Además, un arco triunfal en el Gran Canal, el derribo de la Iglesia de San Geminiano para construir a cambio un salón de baile, así como los graneros de Terra Nova para poder ver desde sus ventanas, tanto la laguna como un jardín muy especial a la sombra del Campanile de San Marcos. Igualmente, construyó un pequeño puerto en la isla de San Giorgio Maggiore, crear una academia de bellas artes, que actualmente es la Gallerie dell’Accademia.
Finalmente, prohibió que se enterrase a la gente en los campos verdes situados entre los edificios, ya que la gente pasaba por encima de ellos y lo consideraba antihigiénico. De esta manera, creó un cementerio en la isla de San Cristoforo della Pace, o también conocida como ‘la isla de los muertos’, al norte de la ciudad.

En su paso fugaz por la ciudad, Napoleón se mostró indiferente. Nunca sintió afecto real por Venecia y, pese a sus intentos de reconstruir o modernizar, dejó más vacío que renovación. Y es que, tras la salida de las tropas, las calles quedaron irreconocibles, vaciada de su antiguo esplendor. Pero, ni siquiera su estilo frío y funcional logró opacar la vibración milenaria de la basílica, porque la mayor joya de oro siguió brillado en el corazón de la basílica con una fuerza intacta.
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