
El pasado martes se registró uno de los terremotos más grandes de la historia reciente, con una magnitud de 8.8. El seísmo tuvo lugar en la costa este de la península de Kamchatka, en Rusia, y se encuentra entre los 10 más fuertes jamás registrados.
Generó olas de hasta cuatro metros que golpearon algunas ciudades costeras, causando daños importantes en ciertas áreas. Sin embargo, a pesar de la fuerza del temblor y de las alertas emitidas en países de América del Norte y del Sur, el tsunami fue mucho menos devastador de lo que muchos esperaban.
Curiosamente, Japón, que está mucho más cerca de Kamchatka que la mayoría de las otras zonas afectadas por el tsunami en el Pacífico, experimentó olas sorprendentemente pequeñas. Además, no hubo daños mayores ni víctimas que lamentar. Este fenómeno ha llamado la atención y geólogos como Alan Dykes, han explicado los motivos.
Un terremoto gigante, pero no el más devastador
Aunque un terremoto de magnitud 8.8 es enorme, los tsunamis catastróficos del pasado, como el de Sumatra en 2004 o el de Japón en 2011, tuvieron una magnitud cercana a 9. Para entender la diferencia, hay que saber que un terremoto de magnitud 9 libera aproximadamente 10 veces más energía que uno de magnitud 8.7, y unas tres veces más que uno de magnitud 8.8.
Este temblor se originó en una zona llamada “de subducción”, donde una placa tectónica se desliza por debajo de otra. En este caso, la placa del Pacífico empuja hacia el noroeste contra la placa de América del Norte, que se hunde bajo la península de Kamchatka.
Cuando ocurre un movimiento súbito en esta zona, el fondo marino puede desplazarse verticalmente, empujando grandes volúmenes de agua y generando olas de tsunami que se propagan a gran velocidad. Sin embargo, no todos los terremotos de esta magnitud generan tsunamis enormes.
Las claves: la energía del terremoto y cómo se liberó
En este caso, la extensión del movimiento sísmico fue de cientos de kilómetros, pero la profundidad a la que ocurrió el temblor (20,7 km) fue mayor que en otros eventos más destructivos. Esto significa que el desplazamiento del fondo marino fue menos brusco y menos vertical, reduciendo la energía transmitida al agua y, por ende, el tamaño de las olas.
Para entenderlo mejor, imagina que el fondo marino se eleva un metro en un área de 200 por 100 kilómetros, donde el agua tiene aproximadamente un kilómetro de profundidad. Ese desplazamiento sería equivalente a llenar el estadio Santiago Bernabéu hasta el techo, no una, sino 17,5 millones de veces. La diferencia está en cómo y cuánto se mueve esa masa de agua.

Las olas de un tsunami viajan por el océano a velocidades de hasta 700 km/h, por lo que pueden alcanzar cualquier costa del Pacífico en menos de 24 horas. Sin embargo, al desplazarse largas distancias, pierden energía y su peligro disminuye. Por eso, lugares como Japón experimentaron olas mucho más pequeñas.
La importancia vital de los sistemas de prevención
Otra de las buenas noticias sobre este suceso es que podemos estar tranquilos ante situaciones como esta. La rápida activación de los sistemas de alerta y las evacuaciones preventivas jugaron un papel fundamental. Gracias a ello se evitaron daños mayores y pérdidas humanas en toda la cuenca del Pacífico.
Un evento que recuerda la importancia de estudiar con detalle los mecanismos de los tsunamis para mejorar la preparación y la respuesta ante futuros desastres naturales. A la vez que refuerza la profesionalidad y buen hacer de los geólogos y expertos que estudian este tipo de acontecimientos.
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