
El martes 29 de julio de 2025, una auxiliar de ayuda a domicilio de 48 años, identificada como Teresa de Jesús González, fue asesinada en la parroquia de Atios, en O Porriño (Pontevedra), mientras atendía a una mujer encamada que sufría las secuelas de un ictus. Según fuentes oficiales, el presunto agresor fue el marido de la paciente, un jubilado de 71 años —Enrique L.— que actuó con un objeto cortante, como un machete o hacha.
Fue un crimen brutal, pero sobre todo evitable. Las alarmas estaban encendidas. Teresa había denunciado el día anterior que el marido de la usuaria a la que atendía la acosaba sexualmente. Pidió no volver a ese domicilio. Expresó su miedo, pero nadie la protegió.
Un sector precarizado y feminizado: sin respaldo ante el riesgo
Teresa llevaba tres años trabajando como auxiliar para la empresa Aralia, una de las concesionarias del Servizo de Axuda no Fogar (SAF) en Galicia. Su labor era asistir a personas dependientes en sus domicilios: higiene, comida, apoyo emocional. El día antes de ser asesinada, escribió a sus representantes sindicales de la CIG para contar lo que ocurría: el marido de la mujer a la que atendía llevaba tiempo acosándola. Ese lunes, el hombre la tocó. Lo dejó claro: no quería volver. Lo comunicó también a la empresa. Pero la respuesta no fue protección ni cese del servicio, fue presión.
El crimen ha sido un mazazo para miles de trabajadoras que comparten condiciones similares a las de Teresa. Mujeres que trabajan en domicilios privados, muchas veces sin información previa sobre la familia o el entorno, sin supervisión, sin protocolos de seguridad, sin dispositivos de alerta ni posibilidad real de negarse a un servicio. Y, cuando lo hacen, muchas veces se encuentran con la misma respuesta: o acuden, o ponen en riesgo su empleo.
Sara, trabajadora social en el área de psiquiatría de un hospital, describe con claridad el desamparo. “Hace poco, el juzgado nos pidió una valoración psiquiátrica en un domicilio. No conocíamos al paciente, no sabíamos si era agresivo o estaba descompensado. Pedimos acompañamiento policial y nos lo negaron. Tuvimos que pelearlo. Nos dijeron que, si pasaba algo, ya llamaríamos”, relata. Al final, consiguieron el apoyo policial, pero sólo tras insistir durante días. La trabajadora social señala que este tipo de situaciones no son raras. “No sabíamos quién era el paciente, no teníamos ficha, no sabíamos si tenía una patología grave. Puedes estar entrando en casa de alguien con un brote psicótico. Y aun así, se espera que entres sin protección”.
Además, Sara conoce de cerca la realidad de la ayuda a domicilio, ya que su madrastra es auxiliar de ayuda a domicilio, como Teresa. “No tienen ningún tipo protección, porque suelen ser trabajos bastante precarios y tiran mucho de personas migrantes que necesitan el puesto de trabajo. Ellas no van acompañadas de nadie, solo pueden ir dos si es una persona dependiente que requiere de más ayuda”, relata.

Negligencias acumuladas y silencio institucional
Tras el asesinato, las reacciones oficiales han sido tibias. La conselleira de Política Social aseguró que no tenía constancia de denuncias formales. La empresa Aralia, por su parte, se ha limitado a expresar su consternación y prometer una investigación interna. Mientras tanto, la CIG se ha personado como acusación popular en el proceso judicial y exige responsabilidades.
Para el sindicato, lo ocurrido no es un caso aislado, sino el resultado de un modelo fallido. La ayuda a domicilio está externalizada, troceada en contratos públicos adjudicados a empresas privadas que, con frecuencia, compiten bajando precios y recortando en personal y condiciones. Las trabajadoras no tienen poder de decisión real: ni para elegir turnos ni para rechazar un domicilio conflictivo.
Además, no existen protocolos homogéneos en Galicia para suspender un servicio ante un posible riesgo. Las empleadas no cuentan con teléfonos de emergencia, ni botones de alarma, ni acompañamiento institucional. Tampoco hay una base de datos compartida que permita conocer si en un domicilio hay antecedentes de violencia, consumo de sustancias o trastornos mentales graves. Teresa fue enviada a una casa donde había una persona con historial psiquiátrico, sin ninguna precaución especial.
“No somos esclavas”: la protesta en las calles
El miércoles, un día después del crimen, más de un centenar de personas se concentraron en la plaza del Ayuntamiento de O Porriño. También hubo concentraciones en Vigo, Mos, Pontevedra y Santiago. En todas se repitió el mismo lema: “Non somos escravas, somos traballadoras”. La emoción era visible. Había rabia, dolor, impotencia. Muchas auxiliares de ayuda a domicilio se abrazaban entre lágrimas. “Hoy fue Teresa. Mañana podemos ser nosotras”, decían.
La indignación crece también por la falta de respuestas. Ni la Xunta ni el Gobierno central han anunciado por ahora medidas concretas. Desde la CIG piden una reunión urgente con Política Social y con la FEGAMP (Federación Galega de Municipios e Provincias). Reclaman la activación inmediata de protocolos de emergencia, la revisión de los contratos públicos y la garantía de que ninguna trabajadora más sea enviada a una casa donde sienta miedo.
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