
María Luisa Iavarone, pedagoga y profesora titular de pedagogía experimental en Nápoles, ha reabierto un debate crucial sobre la credibilidad y el valor real de las notas escolares. En una publicación en su página de Facebook, compartió los resultados de los exámenes de octavo grado de su hijo, donde 13 de los 15 estudiantes obtuvieron un 9, y solo dos notas se diferenciaban: una A y una C. Para Iavarone, esta distribución es “estadísticamente imposible” según la curva de Gauss, que nos indica que los resultados deberían ser más variados y dispersos. Ella pregunta con sentido común: si los alumnos son distintos, ¿por qué casi todos tienen las mismas calificaciones? Este cuestionamiento va más allá de los números: señala que la evaluación debería reflejar el esfuerzo y las habilidades personales de cada estudiante, en lugar de dar una nota homogénea que termina minimizando esas diferencias.

El distanciamiento entre escuela y familia
La publicación de Iavarone generó reacciones encontradas. Por un lado, algunos defendieron la labor docente, hablando sobre la dificultad que enfrentan los maestros para calificar de manera justa y objetiva en un sistema que muchas veces los presiona. Por otro lado, varios señalaron que el sistema parece estar diseñado para que todos reciban una nota alta, en lugar de promover un aprendizaje real y profundo. Un punto importante que destaca la pedagoga es cómo la digitalización del libro de calificaciones ha convertido la evaluación en un proceso entre adultos, docentes y padres, excluyendo a los estudiantes del diálogo sobre sus propios resultados. En muchos casos, los padres se enteran de las notas antes que sus hijos, lo que puede liberar a estos últimos de asumir la responsabilidad de su propio aprendizaje.
Este fenómeno refleja un problema más grande: la ruptura del vínculo entre escuela y familia. En vez de colaborar para el bienestar y crecimiento de los estudiantes, ambos actores parecen estar en posiciones opuestas o distantes, con intereses que a veces no coinciden. Los alumnos son quienes sufren las consecuencias de esta falta de comunicación y coordinación, quedando muchas veces sin el apoyo necesario para mejorar y avanzar. La pedagogía moderna insiste en que la educación es un trabajo conjunto entre todos los involucrados, y cuando esa alianza falla, el sistema entero se resiente.
Un sistema que prioriza la forma por encima del fondo
Los datos de organismos internacionales y nacionales, como la OCDE, INVALSI e ISTAT, respaldan estas preocupaciones. A pesar de que muchos estudiantes obtienen calificaciones altas, estos mismos informes muestran que muchos jóvenes terminan la secundaria con habilidades básicas y la educación preparatoria con importantes deficiencias en competencias clave. La abundancia de notas altas en los exámenes finales no es un hecho aislado, sino un síntoma de un sistema que parece más preocupado por la apariencia y el cumplimiento formal que por la calidad real de la educación.
Este sistema, según expertos, termina entregando a los estudiantes un “diploma falso”, que en el mundo real no sirve como garantía de preparación ni competencia. Esto es preocupante porque no solo afecta a los estudiantes individualmente, sino que también tiene consecuencias para la sociedad en general, que recibe a jóvenes sin las herramientas necesarias para enfrentar los desafíos laborales, académicos y sociales.
Para solucionar esta situación, es imprescindible repensar la evaluación. Debe dejar de ser un simple trámite burocrático y convertirse en un instrumento que realmente valore el progreso, el esfuerzo y el desarrollo individual. Además, hace falta reconstruir el pacto entre escuela, familia y estudiantes para crear un entorno educativo más coherente y efectivo. Como recuerda un proverbio africano, “se necesita una aldea para educar a un niño”, pero hoy esa aldea debe estar primero educada y comprometida para que el proceso funcione de verdad.
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