
A ochenta años de los bombardeos atómicos de los Estados Unidos sobre Hiroshima y Nagasaki (el único caso en el que este tipo de armamento ha sido utilizado en un contexto de guerra más allá de las pruebas), los interrogantes sobre las consecuencias de una explosión nuclear permanecen vigentes en la comunidad científica. En 1945, más de 200.000 personas, en su mayoría civiles, perdieron la vida como resultado directo de las detonaciones y los supervivientes arrastraron secuelas persistentes. Aquellos ataques siguen siendo los únicos en contexto bélico, aunque a inicios de 2025 siguen registrándose más de 12.200 ojivas nucleares a nivel global.
La hipótesis de un conflicto nuclear no es sencilla de abordar: las consecuencias del impacto de una sola bomba dependen de condiciones tan variables como el clima, la hora del día, la geografía del terreno y la altitud de la detonación, así como de la potencia o el lugar exacto elegido para su explosión. Sin embargo, existen patrones relativamente predecibles y ciertas distancias que marcan el límite entre la supervivencia y la fatalidad.
Los efectos de una explosión nuclear
En una explosión nuclear, aproximadamente el 35% de la energía se libera como radiación térmica. Esta radiación viaja a la velocidad de la luz, por lo que el primer impacto en el entorno es un destello cegador de luz y calor. Un fenómeno conocido como “flash blindness” o ceguera temporal se produce en cuestión de segundos y, en la mayoría de los casos, desaparece en minutos. Una bomba de un megatón - ochenta veces más potente que la arrojada en Hiroshima, aunque inferior a algunas armas modernas - puede causar este efecto a 21 kilómetros de distancia en pleno día y, en una noche despejada, dejar ciegas temporalmente a personas situadas hasta 85 kilómetros del epicentro.

El calor, otra amenaza inmediata tras la detonación, tiene un radio de acción importante. Quemaduras leves de primer grado pueden producirse hasta a 11 kilómetros. Las quemaduras de tercer grado, más peligrosas, con destrucción del tejido y formación de ampollas, alcanzan a quienes se encuentren a menos de ocho kilómetros de la explosión. Cuando este tipo de lesiones afectan a más del 24% del cuerpo y no se dispone de atención médica urgente, la probabilidad de que resulte letal es alta. Se puede asumir, entonces, que quien esté a menos de 8 kilómetros del epicentro tendrá pocas papeletas para sobrevivir; y quien esté a 8 o más, dependiendo de otras circunstancias, podría sobrevivir. A la explosión, al menos.
La ropa ofrece cierta defensa relativa, según el color: fibras blancas reflejan parte de la energía, mientras que las oscuras la absorben. Sin embargo, estas diferencias poco cambian el desenlace para quienes permanecen próximos al epicentro. En el centro de una detonación de estas características, la temperatura se acerca a los 100 millones de grados Celsius, unas cinco veces más que el núcleo del Sol. En ese entorno, la materia orgánica se desintegra de forma instantánea.
Lejos del epicentro, la onda expansiva genera sus propios peligros. Al desplazar el aire con violencia, provoca un cambio abrupto de presión atmosférica, suficiente para derribar edificios o aplastar objetos. En un radio de seis kilómetros, la presión sobre las paredes de un edificio de dos plantas puede alcanzar las 180 toneladas métricas, acompañada de vientos que sobrepasan los 250 km/h. En un radio de un kilómetro, la presión cuadruplica esa cifra y los vientos alcanzan los 756 km/h. El cuerpo humano puede resistir presiones extremas, pero el mayor riesgo radica en los derrumbes de estructuras y en los proyectiles que se generan tras la explosión.
Todo ello viene acompañado del llamado “nuclear fallout” o lluvia radiactiva. La contaminación posterior a la explosión pone en riesgo a quienes sobreviven al impacto inicial, ya que nubes de partículas radiactivas pueden propagarse a grandes distancias y permanecer durante largos periodos. En Hiroshima y Nagasaki, las bombas explotaron en el aire, lo que redujo la cantidad de residuos radiactivos inmediatos (al tiempo que incrementó la gravedad de la propia explosión). Sin embargo, detonaciones a nivel del suelo habrían incrementado notablemente la contaminación radiactiva.
Las repercusiones de una guerra nuclear rebasan el momento de la explosión. Una simulación científica publicada en 2019 apunta que un enfrentamiento de gran escala, por ejemplo entre Estados Unidos y Rusia, podría desencadenar en cuestión de días un invierno nuclear en el planeta, debido a la acumulación de hollín y humo en la atmósfera, tapando la luz del sol. Las partículas radiactivas tampoco respetan fronteras: se ha localizado carbono radiactivo de pruebas nucleares en la Fosa de las Marianas, el punto más profundo del océano.
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