El caso de Robert Spatz, el líder de una secta budista acusado de abusos que se esconde en España: “Recibí bofetadas, patadas, me encerraron, me privaron de comida”

Decenas de niños crecieron bajo castigos, aislamiento y abusos sexuales en una finca del gurú belga

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Un grupo de niñas en
Un grupo de niñas en un retiro (Freepik)

Robert Spatz vive desde hace años en la costa andaluza. A sus 81, este gurú belga autoproclamado “lama Kunzang” disfruta del sol en una villa de lujo en la provincia de Málaga, acompañado por una decena de fieles. Mientras tanto, en Francia y Bélgica —los dos países donde desarrolló durante décadas su red de centros budistas— se acumulan las denuncias por abusos sexuales, maltrato infantil y manipulación mental. Ahora, tras años de impunidad, podría llegar el momento de rendir cuentas: según reveló el diario Le Monde, un juez francés ha enviado recientemente una solicitud de cooperación judicial a las autoridades españolas, que podría desembocar en su detención o en una citación ante la justicia local.

Las acusaciones contra Spatz y su organización, Ogyen Kunzang Chöling (OKC), se remontan a finales de los años 90. Desde entonces, decenas de víctimas han denunciado una estructura sectaria donde niños eran alejados de sus padres, sometidos a castigos físicos y, en varios casos, víctimas de abusos sexuales. Entre quienes han roto el silencio está Catarina de Lencastre, de 43 años. “Sigo teniendo pesadillas con todo aquello”, declara al diario francés. Fue internada en uno de los centros de OKC en Francia cuando tenía apenas cuatro años. “Me abandonaron allí. Recibí bofetadas, patadas, me encerraron, me privaron de comida”.

El gurú de Bruselas que construyó su imperio espiritual en los Alpes

Nacido en Bélgica, Spatz era vendedor de televisiones antes de heredar una importante fortuna familiar. En los años 70 viajó a la India, donde aseguró haber recibido enseñanzas de un gran maestro budista. A su regreso fundó OKC y adoptó el nombre de lama Kunzang, pese a no contar con reconocimiento oficial por parte de ninguna autoridad tibetana. Pese a ello, su comunidad ganó prestigio e incluso recibió la visita del Dalái Lama en 1990.

Uno de los principales centros de la organización fue Château de soleils, una finca de más de 100 hectáreas en los Alpes-de-Haute-Provence. Allí, decenas de niños fueron internados durante años sin contacto con el exterior. Catarina de Lencastre fue una de ellos. “Mis padres creyeron que tenían una influencia kármica negativa sobre mí. Fue Spatz quien les convenció de que era mejor dejarme en manos de sus ‘educadores’”.

Unos niños en un bosque
Unos niños en un bosque (Freepik)

Según los testimonios recogidos por Le Monde, los niños eran despertados al amanecer para rezar, escolarizados por miembros del grupo y castigados de forma violenta si desobedecían. Raul Cerqueira, otro exinterno, relata que pasó allí más de diez años. “Me pegaron, me aislaron durante semanas, dormí bajo una lona. Una vez me dieron 108 azotes en público, no podía sentarme del dolor”.

Una década de visitas institucionales y absoluta inacción

Durante años, los servicios sociales, la inspección educativa e incluso la policía visitaron el centro sin actuar. En 1996, una jueza francesa encargó una inspección social en Château de soleils. El informe, redactado por una asistente social y un educador, fue sorprendentemente positivo: “Los niños reciben una educación privilegiada y no se detecta carencia afectiva alguna”, escribieron. Se describía incluso la vida espiritual del grupo como enriquecedora, afirmando que “los menores desean alcanzar un mayor nivel de conciencia y necesitan las enseñanzas del lama Kunzang para llegar al nirvana”.

Pero mientras las autoridades cerraban los ojos, los abusos continuaban. Varios testimonios apuntan a que por las noches, uno de los educadores entraba en los dormitorios de las niñas bajo el pretexto de dar las buenas noches. “Lo llamaba la ronda de los besos”, recuerda Catarina. “Nos tapábamos con fuerza con las sábanas, sabiendo lo que iba a pasar”.

La alarma no saltó hasta 1997, cuando una mujer adulta falleció de cáncer dentro del centro sin haber recibido atención médica. Su familia denunció y la gendarmería organizó un gran operativo. Ciento cincuenta agentes y dos helicópteros registraron simultáneamente las sedes en Bélgica y Francia. El informe médico posterior halló que todos los menores presentaban un desarrollo físico por debajo de lo normal, pero no se determinó una causa concluyente.

Una condena simbólica y una fuga sin consecuencias a España

En 2015, Catarina de Lencastre decidió finalmente denunciar. Lo hizo en Bélgica, junto a otras 22 víctimas. En 2020, el tribunal de Lieja declaró culpable a Robert Spatz por control coercitivo y abusos sexuales a menores. La sentencia, sin embargo, indignó a las víctimas: cinco años de prisión con suspensión de pena y una indemnización que apenas rozaba los 600.000 euros. “No ha tenido que vender ni una sola de sus propiedades”, lamenta Catarina. Spatz, además, ni siquiera compareció ante el tribunal. Alegó problemas de salud y se quedó en su villa andaluza, al margen de todo.

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La vía judicial belga resultó ser un callejón sin salida. Por eso, las víctimas han trasladado el caso a Francia. Desde 2019, Catarina y otras cinco personas más —incluido Raul Cerqueira— han formalizado nuevas denuncias. Su abogado, Antonin Gravelin-Rodriguez, reclama que se añadan los delitos de “tortura y barbarie” y “trata de seres humanos” a los ya formulados por violación y manipulación mental.

La instrucción, no obstante, avanza con lentitud. Cinco jueces han pasado ya por el caso, y la causa sigue estancada. Mientras tanto, Robert Spatz continúa su vida en España, sin que pese sobre él ninguna orden de detención, y sin que haya tenido que responder ante la justicia por décadas de abusos cometidos en nombre del budismo.