‘Sexo en el franquismo’, la doble vara del régimen para medir los pecados: “La prostitución era un mal menor para atender las necesidades masculinas”

El sociólogo Manuel Espín refleja en su último libro la visión bajo la que nuestros padres y abuelos vivieron la sexualidad y el sexo, marcados por la férrea moral cristiana que solo dejaba escapar a unos cuantos

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Bañistas en la playa de
Bañistas en la playa de Benidorm, Alicante, 1960. (E. de la Vega/Biblioteca de la Facultad de Empresa y Gestión Pública de Universidad de Zaragoza)

Tabú no es solo aquello que se calla, es todo de lo que se sabe que no se debe hablar. El sexo podría ubicarse como el tabú por excelencia. Ahora lo es, de ahí que haya padres que prefieran que no se impartan clases de educación sexual en las aulas. Y aun así, la realidad dista mucho de la que teníamos hace 80 años. Cuando terminó la Guerra Civil, se cerró una caja con todo aquello que no se podía mencionar en voz alta, tampoco en voz baja. De hecho, ni siquiera se debería pensar en ello. La moral cristiana pasó a inundarlo todo y se coló por cada rendija de la vida privada. La Iglesia marcaba las pautas de cómo, cuándo, por qué y para qué debían darse las relaciones sexuales. No hacía falta crear una conversación en torno al silencio, se sabía, se acataba y se sufría. Lo cuenta el sociólogo Manuel Espín en su último libro, Sexo en el franquismo (Almuzara), un ensayo sobre cómo la dictadura consiguió crear una doble vara de medida que sometía a unos y hacía la vista gorda con otros.

Cada capítulo cuenta con un pequeño relato inicial que sirve para introducir las temáticas en torno a las que gira el libro. Es una mirada al pasado, que por cercano que sea no lleva a que parezca menos surrealista bajo la mirada del siglo XXI. El primero de ellos se centra en las reflexiones de una mujer que debe decidir si anular el divorcio que había tramitado durante la Segunda República tras enterarse de que su marido le había sido infiel. Todos —su exmarido, su madre y su párroco— tienen claro lo que debe hacer una mujer cristiana y ella se ve obligada a dejar de resistirse. Así nos ponemos en la piel de las mujeres que no pudieron decidir. Ese es el objetivo de Espín, “hablar desde la perspectiva del día a día, de lo cotidiano” cuenta en conversación con Infobae España.

Moral en la piscina y en la playa

El marco político y social designó la vida privada de las generaciones que se desarrollaron junto al régimen. Desde cómo se debían comportar los matrimonios en la cama, a cómo debían vestirse hombres y mujeres a la hora de ir a la playa, la moralidad lo impregnó todo. “Hay situaciones que nos pueden parecen pintorescas, pero vividas por esas personas podían ser realmente dramáticas porque se les cortaba su identidad y su manera de ser”, señala el autor. Pone como ejemplo el desarrollo en la época de los 50 de los Congresos Nacionales de Moralidad en Playas, Piscinas y Márgenes de Ríos, cuyo objetivo era “poner coto a la invasión paganizante y desnudista de extranjeros que vilipendian el honor de España y el sentimiento católico de nuestra Patria”.

La España de turismo de playa para extranjeros disgustaba a la Iglesia, pero beneficiaba la economía, así que el régimen se vio obligado a hacer malabares. “Se hacía una especie de código de estilo con respecto a lo que había que prohibir, la ropa que había que llevar, si había que bañarse de manera separada, etc.”, cuenta. Y añade que “ahora, todo aquello nos resulta ridículo y que nos provoca la risa, pero en aquella época las fuerzas de orden público, como podía ser la Guardia Civil o los policías locales, se dedicaban a buscar en las playas a gente haciendo nudismo o en bikini. Si eran extranjeros, lo que hacían habitualmente es que los expulsaban de España. Si eran españoles, podían terminar en el calabozo”. Es una realidad que recoge Cesar Mallorquí en Las lágrimas de Shiva (Edebe,2002), una novela que se desarrolla en los últimos coletazos del franquismo, donde una de las primas del protagonista es detenida por hacer nudismo en la playa en Santander en 1969.

Moral para unos, pero no para otros

Mientras que los grupos eclesiásticos se reunían para discutir sobre la longitud de las faldas y cuánto tenían que tapar los trajes de baño, las autoridades apartaban la mirada de los prostíbulos, que no dejaron de existir a pesar de esa moralidad ferra y cristiana de la que presumía el régimen. ¿Cómo era aquello posible? Espín lo tiene claro: “Se consideraba que era algo, entre comillas, natural. Se decía que mujeres y hombres tenían necesidades totalmente distintas con respecto a la sexualidad y se consideraba que la prostitución era un mal menor para atender a las necesidades masculinas”. Así, las mujeres cumplían con un doble papel. Por un lado, eran una especie de “seres tutelados” y frágiles, encarnaban la figura de la madre, la esposa y el ama de casa. Pero por otro, eran esa femme fatale que tentaba a los hombres, que no podrían resistirse ante sus encantos.

La doble moral despuntaba en la cuestión de género, pero lo hacía aún más si a la ecuación se sumaba la clase social. “Hay una cierta tolerancia social con respecto a una élite que vivía de una manera distinta a la mayoría y se la toleraba porque no trascendía”, comenta Espín. No había prensa del corazón, solo revistas de crónica social, que hablaban de puestas de largo, de bodas o bautizos. La censura tampoco había permitido otra cosa. Así, las separaciones o los romances fuera del matrimonio no llegaban a conocerse de forma pública, así que no se penaban. Estas actitudes solo se castigaban si las protagonizaban personas anónimas. Las mujeres adúlteras señaladas solo eran aquellas de clases sociales ajenas a la élite.

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La homosexualidad fuera de escena

La doble moral impregnaba todos los aspectos de una sexualidad que durante años fue perseguida y castigada, salvo en el caso de la homosexualidad, donde las penas estaban claras. En un contexto donde desafiar los patrones de género y sexuales establecidos podía convertirse en el único refugio para vivir en autenticidad, las dinámicas de represión variaban dependiendo del grupo o la situación. Incluso dentro del ámbito homosexual, no todos enfrentaban las mismas consecuencias: la homosexualidad masculina recibía un tratamiento diferente al del lesbianismo, y las personas homosexuales en algunas profesiones y clases sociales eran más visibles que otras.

Un ejemplo emblemático de esta desigualdad es el de los cantantes de copla, figuras públicas que, con sus vestuarios llamativos y su actitud extravagante, proyectaban una imagen que escapaba a los estrictos cánones de género. Referentes como Miguel de Molina, Tomás de Antequera, Antonio Amaya, Pedrito Rico o Rafael ‘El Titi’ desafiaban estas normas al aparecer en escena maquillados, con camisas de lunares y, en ocasiones, incluso con tacones. A pesar de la persecución social y política, estos artistas se convirtieron en símbolos de transgresión en una sociedad que intentaba imponer una estricta homogeneidad moral. No obstante, las especulaciones sobre la homosexualidad de ciertos grupos no se limitaban al ámbito artístico. Durante mucho tiempo, detalla Espín, se extendió la creencia de que solo peluqueros, modistas y criados conformaban los perfiles típicos de hombres homosexuales. Sin embargo, la realidad era mucho más amplia y diversa.

La sociedad de aquellos años también recurría con frecuencia a estereotipos para identificar y estigmatizar tanto a hombres como a mujeres en función de su orientación sexual. En el caso de las lesbianas, este estigma solía recaer sobre aquellas consideradas “demasiado masculinas” o asociadas a actividades menos convencionales, como practicar deportes que no fueran considerados “femeninos” (por ejemplo, el ciclismo o la natación). Paralelamente, se ignoraba la existencia de mujeres cuya orientación sexual escapaba a estos estereotipos, quienes vivían de manera discreta relaciones afectivas con otras mujeres. Las lesbianas sufrían una invisibilización profunda. Las relaciones entre mujeres eran menos visibilizadas bajo la apariencia de la aceptación social de la “amistad íntima”. Estos vínculos, siempre condenados al ámbito privado, rara vez podían ser asumidos públicamente, y cualquier muestra de afecto debía ser soterrada y encubierta. Además, tanto la homosexualidad como el lesbianismo eran consideradas “desviaciones” que requerían “corrección”, cuenta Espín. Hasta los últimos años del franquismo, se mantuvo la idea de “curar” lo que se definía como una enfermedad.