
Ser o no ser, esa es la cuestión. La muerte siempre está con nosotros, justo al lado de la vida, aunque no se deje ver. Aún así, el ser humano siempre la ha intuido, la ha observado en los demás, y se ha relacionado con ella de muy distintas formas: el miedo, la adoración, el respeto, los rituales. Cómo tratamos a la muerte es, en fin, uno de los rasgos que más pueden identificar una cultura.
Una costumbre muy arraigada en Occidente, por ejemplo, es la de enterrar los cadáveres. Las primeras sepulturas llegaron incluso antes que otras invenciones como la agricultura o la escritura, pues hay restos de sepulturas realizadas por los neandertales realizadas hace, más o menos, 100.000 años. Una tradición que ha seguido hasta nuestros días, adoptando diferentes versiones. Desde enormes pirámides a largas ceremonias que podían durar, en el caso de reyes y nobles de importancia, meses enteros.
El origen del ataúd
Algunos elementos han perdurado, sin embargo, hasta convertirse en parte del imaginario que tenemos sobre la muerte. Palabras como lápidas, nichos, velatorios, están casi siempre presentes en las ceremonias de despedida. Y también, cómo no, los ataúdes, esas cajas que, como lechos y a la vez como una nueva y hermética barca de Caronte, transportan a los muertos hacia el más allá.
Para hablar de los ataúdes es inevitable mencionar los sarcófagos. Entre ellos, los del Antiguo Egipto, una cultura que se mostró como la más avanzada del Mediterráneo en muchas cuestiones, entre ellas la capacidad de conservación de cadáveres, a los que no solo momificaban, sino que también colocaban en recipientes de madera o piedra que también decoraban. Una costumbre que iría también pasando de un pueblo a otro, hasta que los pueblos celtas, ya en el 700 a. C, establecieran esta costumbre en Europa enterrando a los muertos en cajas hechas de piedra.
La palabra ataúd viene de un término árabe que hace referencia a las palabras “cajón”, “arca”, “cofre” o baúl”. El término attabút, que es el término en cuestión, provendría a su vez de otra palabra de origen arameo, que descendería de otra de origen hebreo, nacida del egipcio antiguo. Un largo viaje en el que el significado siempre ha sido el mismo. Aún así, durante gran parte de la historia, y no solo de la más antigua, este tipo de recipientes fueron solo un ‘privilegio’ para los más ricos, mientras que la mayor parte de la población era enterrada directamente en la tierra, a veces sin ni siquiera dejar una señal para que otros pudieran recordar su nombre.
Una costumbre práctica
Si algo ha demostrado la antropología cultural, sin embargo, es que ninguna tradición es gratuita. Todas pueden leerse como parte de un proceso de adaptación al entorno y condiciones de una sociedad. De este modo, los cadáveres, si no se cubren adecuadamente, pueden ser foco de algunas enfermedades debido a su descomposición. E incluso bajo tierra suponen un peligro, pues tanto los animales como los saqueadores pueden llegar hasta ellos con relativa facilidad.
El ataúd, por otro lado, sigue siendo una forma de mostrar respeto hacia los difuntos, y de facilitar muchos de los trámites que implica su despedida. Un ejemplo claro es cómo, tras el fallecimiento de una persona, esta es transportada del lugar de la muerte a la iglesia, y de la iglesia al cementerio, pasando quizá por un velatorio o el instituto forense. El recorrido nunca es el mismo, pero rara vez suele ser corto, por lo que tener un recipiente con asas y una forma sólida, que además oculte su contenido, puede ser también de gran utilidad durante los diferentes ritos mortuorios.
A pesar de ello, es importante decir que a día de hoy existen muchas otras alternativas a ser enterrado bajo tierra en un féretro. Hay entierros naturales, por ejemplo, que prescinden del recipiente o buscan que este sea biodegradable para agilizar el proceso. Y también hay otros métodos, como la cremación o la aquamación, que ni siquiera requieren un entierro, sino que transforman nuestro cuerpo en cenizas.
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