
Cuando P. (se oculta el nombre para proteger la identidad) se cruza por la calle con un hombre visiblemente tatuado se pone nerviosa. Tanto, que si eso ocurre en un autobús, baja en cuanto puede. Aún tiene miedo porque relaciona los tatuajes con las maras (pandillas criminales), las mismas que la hicieron huir de su país, Honduras, hace nueve años. Los mareros que la amenazaron, tanto a ella como a su hijo mayor, llevaban tatuajes en el cuerpo y en el rostro, uno de los símbolos más destacados de las maras centroamericanas, diseños con los que construyen su identidad social, muestran su lealtad y envían mensajes a sus rivales.
A base de mucho esfuerzo, P. se desempeñaba en Honduras como auxiliar de Enfermería, se había graduado en Derecho y era dueña de un pequeño locutorio, por lo que su situación económica era estable y podía mantener a sus hijos sin problemas. Pero en 2015 todo se torció. La mara fue a buscar a su hijo mientras estudiaba con el objetivo de reclutarle, más concretamente, para que pasara armas y drogas de una ciudad a otra, ya que al ser un joven sin tatuajes no levantaría sospechas. El chico se lo contó a su madre y, a partir de ahí, el miedo se instaló en sus vidas.
A los pocos días, los mareros se presentaron en el establecimiento de P. y allí le amenazaron de muerte y le golpearon en la cabeza con una pistola con el propósito de que les contara dónde estaba su hijo. Ella se negó a hablar. Prefería morir, asegura, antes que decirles una palabra. “Mi hijo es una persona normal, por eso la mara pensó que él podía hacer el mandado. Se metieron en mi local desde las 9:00 hasta las 3 de la madrugada y ahí me tuvieron encerrada. Me amenazaron y aún recuerdo los golpes que me dieron con la pistola. No me mataron porque su jefe les llamó y les dijo que solo les servía viva para que pudiera decirles dónde estaba mi hijo”, cuenta la mujer a Infobae España, quien en ese momento estaba acompañada de su hijo menor, de tan solo tres años.
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Por suerte, un operativo de policía militar llegó hasta el lugar de los hechos y pudo escapar. Muy asustada, P. no sabía a quién recurrir, por lo que terminó llamando a su hermana, que vivía en España desde hace tiempo, para contarle lo ocurrido y fue entonces cuando decidió marcharse de Honduras. Era 2015 y, pese a los años, no ha vuelto a regresar a su barrio. “La situación era muy peligrosa porque, la amenaza estaba ahí y podían matarnos”, recuerda la mujer, que lamenta haber dejado atrás su casa y una vida relativamente cómoda a nivel económico.

Sin trabajo y sin saber cuándo iba a poder reunirse con sus hijos, comenzar de cero en España no fue sencillo. “Mi hermana trabajaba de interna en una casa y yo pasaba mucho tiempo sola, llorando”, relata, si bien su situación empezó a mejorar gracias al asesoramiento de la ONG Accem, organización que trabaja por los derechos de las personas migrantes y refugiados y con la que se siente muy agradecida. Pese a las dificultades, finalmente sus hijos llegaron a España un año más tarde.
El miedo no desaparece
Aunque a P. las autoridades españolas le denegaron la protección internacional, como ya había pasado un tiempo trabajando en España pudo solicitar la residencia por arraigo y ahora está a la espera de que le concedan la nacionalidad. Su hijo, relata, sufrió mucho al ser perseguido por las maras en Honduras, aunque “también fue muy duro venir para acá, y por suerte ya está haciendo su vida y trabajando”. Ella, sin embargo, sigue viviendo con miedo, una sensación que nunca desaparece a pesar de que casi ha transcurrido una década, y a día de hoy continúa en tratamiento psicológico. “Para mí la pérdida es aún mayor, porque ya tenía una vida hecha, una carrera que saqué adelante con mucho sacrificio y en España, al no poder homologar mis estudios de Enfermería, tuve que hacer un curso sociosanitario para poder trabajar después en residencias”, explica, aunque también sabe que en Honduras no tenía seguridad y que, en ese sentido, la situación aquí es muy diferente.
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Al igual que esta mujer no puedo acceder al asilo años atrás, en 2023 la situación tampoco fue favorable para otras muchas personas migrantes. De las 163.220 personas que solicitaron asilo en España el año pasado, solo se ha dado resolución favorable a 11.163 personas, un 12% del total, según los datos de la Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR), que ya ha denunciado en múltiples ocasiones el descenso en las concesiones de protección internacional a refugiados. En 2022, por ejemplo, se concedieron 14.235, un 16,5%. De hecho actualmente muchos migrantes ni siquiera han podido pedir una cita telefónica porque nadie responde al teléfono.
“No pienso volver a Honduras”
En todo este tiempo, P. solo ha regresado una vez a Honduras para ver a su madre y confiesa que regresó “muy mal” porque rememoró todo lo que ocurrió y su ansiedad no hizo más que empeorar. Solo volvió una vez más, en el entierro de su madre, y asegura que no regresará al país. “Prefiero pagar a mis hermanas un billete de avión y que vengan ellas a visitarme”, concluye.
En la actualidad hay 55 millones de mujeres que se han visto obligadas a huir de sus hogares, tal y como informa Accem, que recuerda que “la falta de vías legales y seguras las condena a quedarse sufriendo o a arriesgar su vida en rutas cada vez más peligrosas y mortales”. En muchas ocasiones, mujeres y niñas enfrentan discriminación y violencia solo por su género, y así son víctimas de la violencia de las maras, mientras que otras veces huyen de matrimonios forzosos, de ser sometidas a la violencia física y sexual, de ser utilizadas como armas en conflictos, en definitiva, de la discriminación y vulneración grave de sus derechos.
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