Las historias de tres emprendedores sub-20: cómo detectar oportunidades en la adversidad

En Argentina, donde la variación de costos, la inflación y las oscilaciones del tipo de cambio son parte del día a día, tres jóvenes de menos de 20 años identificaron problemas que vivían en carne propia y los convirtieron en empresas con clientes, operaciones y márgenes que hoy resisten la prueba del contexto.

Sus proyectos -una fábrica de canilleras recicladas, un servicio de transporte universitario y una sanguchería- nacieron de necesidades personales, crecieron con recursos limitados y ajustan precios y procesos para adaptarse a la economía local.

La semana pasada, los tres participaron de la “Experiencia Endeavor”, donde compartieron sus casos ante cientos de asistentes y recibieron el reconocimiento del ecosistema emprendedor. Sus historias reflejan cómo es posible iniciar y escalar proyectos en contextos adversos, cuando hay propósito, creatividad y capacidad de adaptación.

Cuando a los 15 años a Tomás Machuca le rompieron las canilleras en un partido de fútbol y en su casa no había plata para reponerlas, tomó un balde, lo cortó, lo moldeó con un secador de pelo y lo decoró con un dibujo en Paint. Al siguiente encuentro, sus compañeros le preguntaron de dónde las había conseguido. “Les decía que las vendía un tío en Buenos Aires”, recuerda. No era vergüenza; era que apenas había improvisado una solución. Fue entonces cuando entendió que había una oportunidad.

A los 17, Tomás y su hermano alquilaron un metegol para ganar diez pesos cada diez minutos y comprarse ropa para la pretemporada. La experiencia de transformar un juguete en un ingreso -y de aprender jugando- marcó la forma en que concibe los negocios. De ese experimento surgió Fenikks, la marca de canilleras hechas con plásticos reciclados que hoy exporta a Uruguay, Paraguay, Chile, Ecuador y Perú.

Cada par de canilleras sustituye residuos de un envase de plástico, y la empresa incorporó una línea de indumentaria que convierte 17 botellas de PET en una remera.

La ruta desde el prototipo de balde hasta la planta de producción implicó varios aprendizajes. Tomás dejó la secundaria para formarse por su cuenta en finanzas, marketing y gestión. En lugar de títulos, buscó mentores en redes como Endeavor y aprendió a posicionar la marca en Instagram y TikTok.

La venta por redes sociales se convirtió en el principal canal de comercialización. Con ese flujo, solicitó y obtuvo un financiamiento del Comité Olímpico Internacional para desarrollar botines de materiales reciclados.

“No importa si tenés 16 o 55 años; lo que cuenta es el propósito”, dijo Tomás a Infobae.

Hoy, cuando recibe un pedido de 5.000 unidades, su proceso ya integra control de calidad, embalaje y logística de exportación.

Cuando tenía 16 años, Melina Caporaletti necesitaba entradas gratis para las fiestas de sus amigas. Organizó un micro para trasladar a un grupo de Tigre a Exaltación de la Cruz, cobró un pasaje simbólico y resolvió su necesidad. Al año siguiente, al empezar la universidad, notó que no había un transporte eficiente desde las zonas norte del Gran Buenos Aires hasta las puertas de varias facultades. “Si yo estoy en esa situación, hay muchos chicos igual que yo”, pensó.

Con aquel recuerdo de los flyers y la venta de labiales que hizo con sus ahorros a los 14 años, Melina imprimió volantes y los pegó en estaciones de tren. Compartió la oferta en grupos de WhatsApp y completó el primer micro en un par de días. Así nació Movi Go, un servicio de transporte universitario que factura con planes mensuales y una aplicación propia que gestiona reservas y controla el acceso con códigos QR.

El principal obstáculo no fue técnico, sino cultural. En las reuniones para tramitar permisos, muchos funcionarios no la tomaban en serio. “Era una chica de 17 años pidiendo permiso para coordinar micros”, dice.

Llevaba a su padre para que la acompañara; hasta que demostró que podía liderar choferes mayores que ella. “Aprender a delegar fue un punto de inflexión: tras un episodio de estrés que derivó en psoriasis, incorporé un equipo de operaciones y un responsable de atención a choferes”.

En un sector donde el precio del combustible y los peajes pueden elevarse 30% en semanas de tensión económica, Movi Go ajusta sus tarifas con base en proyecciones semanales de costos. Los planes de suscripción mensual, que aseguran un flujo de caja anticipado, retienen a más de 50 % de los usuarios originales, muchos de los cuales renuevan desde el día 1. Cuando hay paros de transporte público, la empresa mantiene la operación con protocolos de seguridad.

Para equilibrar estudios y empresa, Melina distribuye su agenda: las mañanas las dedica a coordinar la flota y las tardes a las clases, reservando los fines de semana para la familia. La virtualidad de algunas materias le permitió adaptar el ritmo académico a las exigencias de la startup. Como resultado, Movi Go ya ofrece servicios para clubes, salidas recreativas y eventos sociales, y prepara convenios con universidades de Córdoba y Santa Fe para desembarcar en esas sedes.

En Mendoza, a los 14 años, Federico Robello enfrentó un reto similar: debía juntar dinero para un viaje de su club. Los bonos y rifas no funcionaban. Junto a su padre, decidió fraccionar aceite de oliva de 6 litros en botellitas de 200 ml con una ramita de romero. Vendió el producto como gourmet y cubrió el pasaje. Fue su primera experiencia de “convertir un insumo en un producto con valor agregado”.

A los 20, ya con un emprendimiento de mates detrás, Federico quería algo ligado a la gastronomía rápida. Notó que en la ciudad no existía un sándwich de calidad con ingredientes de primera y tamaño generoso. Junto a dos socios de 30 años, probó panes y fiambres en Córdoba y Buenos Aires, definió una pieza de medio kilo y armó Guchini, una sanguchería que hoy mueve un ticket promedio de 10.000 pesos por unidad.

El lanzamiento fue fruto de una estrategia de expectativa en redes: durante tres meses publicaron el armado del local sin revelar el producto. Antes de abrir habían acumulado 15.000 seguidores y, el día de la inauguración, más de 1.300 personas comieron en el food‑truck. Esa base inicial permitió generar caja para afrontar los costos de alquiler, salarios y servicios.

En cada sándwich, el costo de insumos (pan, fiambres, queso) representa el 55% del precio de venta. El resto cubre sueldos, energía y alquiler. Ajustar el precio cada quincena según el valor de la harina, la carne y la electricidad les asegura un margen bruto cercano al 30 por ciento.

Federico evita expandirse de golpe. Prefiere consolidar un modelo repetible en tres locales propios antes de franquiciar. “No quiero quemar la marca; primero armo una estructura operativa que funcione igual en cada punto y luego pienso en franquicias”, explica. Mientras tanto, trabaja en un proyecto adicional de productos regionales.

Las tres historias comparten el mismo punto de partida: una necesidad personal detectada antes de los 20 años. De allí saltaron al diseño de un producto o servicio, probaron prototipos con recursos mínimos y aprendieron a ajustar costos y procesos para hacerlos sostenibles.

Los jóvenes emprendedores destacan tres decisiones que marcaron la diferencia:

1. Formarse de manera autodidacta y buscar redes de apoyo. Ninguno siguió la ruta universitaria tradicional antes del lanzamiento. En cambio, recurrieron a tutoriales, comunidades de emprendedores y mentores para llenar sus vacíos de conocimiento.
2. Implementar mecanismos de ajuste ágil de precios. Ya fuera mediante suscripciones mensuales, revisión quincenal de insumos o promociones en días de baja demanda, supieron adaptar la tarifa de venta a cada variación de costos.
3. Convertir la comunicación en un canal de venta previo al lanzamiento. Las estrategias en redes sociales y WhatsApp sirvieron para validar la propuesta, generar una base de clientes y asegurar caja antes de la apertura formal.