
Hace 20 años nadie pensaba que aquel joven español de bermudas y remera sin mangas, impetuoso, bravío, se convertiría en esta leyenda dos décadas después. Tampoco yo pensaba que estaría escribiendo estas líneas a modo de testimonio de acompañar la carrera de una de las más grandes figuras del firmamento del tenis y del deporte mundial.
No todos los días se construye una historia como ésta, que termina dos décadas después con una declaración de amor entre un torneo, su público y el hombre, el deportista. Roland Garros le rindió homenaje a su emperador y vistió a los asistentes de color terracota en la tribuna, para honrar al máximo ganador de este certamen. Y la gente se puso la camiseta, algunos de color ladrillo y otros de blanco, para escribir en las plateas su amor al rey. Llevaron la pasión en el corazón y la emoción en los ojos, para ver con mayor claridad a través del caleidoscopio de una lágrima.
Rafael Nadal lo consiguió en un mundo del tenis explotado por Federer. Corría el año 2005, tal vez no supo elegir el momento, no tuvo chances o, tal vez, sí. Porque como suele decirse, no hubo nada mejor para un Federer que le aparezca un Nadal. Y para un Nadal y un Federer que le aparezca Djokovic. Y para los tres que, tiempo después y aunque sea en menor medida, se les sume un cuarto, Andy Murray.
Roland Garros llevaba cuatro años de un dominio compartido entre argentinos y españoles, por eso no resultaba raro que sean de esa nacionalidad los finalistas de esa temporada, aunque uno de ellos fuese un chico que, con 18 años, llegaba por primera vez al certamen y se trepaba a la definición del Abierto de Francia. Su rival en aquella primera final fue otro zurdo como él, Mariano Puerta. Argentino, de características similares.
Un par de días antes, en el bar de la Prensa, la Federación Francesa le festejaba su cumpleaños número 19 y fue la primera ocasión en que tuve la oportunidad de esa cercanía y Roland Garros de demostrarla. Una torta, champán, velitas y un breve brindis, para su exposición a la prensa mundial. “La fama trae consigo dinero, pero también a los sponsors, a los fans y a la prensa y hay que atender a todos”, me comentaría tiempo después su Tío Toni, su mentor, su gestor, su entrenador.
Este español, moreno y pelilargo, a quien le resultaba más espontáneo hablar mallorquín que español, que no entendía nada de inglés y mucho menos de francés sería el campeón recién llegado. Y sobre este terreno edificó su historia. Moldeó cada golpe a su antojo y eligió a París como la ciudad en donde comenzaría a construir su imperio. El emperador lograba su primera hazaña sin necesidad de haber pisado otras cortes. Y así lo fue haciendo año tras año. La gente llegaba para verlo. Algunos hechizados por su valentía, por sus gestos, por el esfuerzo de recorrer cada sector cubierto de polvo de ladrillo, como reclamándolo de su propiedad. Otros, para insultarlo, para abuchearlo. Un mundo enamorado de Federer, de sus modales recatados, pulcro, no admitía al osado de gestos ampulosos y casi desafiantes. No toleraban el carácter del matador, en medio de una corrida de toros. Pero el público francés, el que más lo resistía, fue cambiando con los años, arrojando su histeria en cada una de sus presentaciones. “Te amo, te odio, dame más”, y Rafa les daba más.
El jovencito comenzó a cambiar su apariencia para ir convirtiéndose en hombre, pero no alteró su esencia respetuosa a todo lo que lo rodeaba ni al esfuerzo en su tarea. Un respeto que lo llevó a recorrer unos 20 metros arrastrando la lesión de sus rodillas, sólo para saludar a este redactor de visita en su Academia, como si él no fuera quien es.
El pelo se fue acortando y cayendo, a las remeras le crecieron mangas, en su muñeca creció un caro reloj y su bandana se redujo a vincha, del mismo modo que, de manera inversamente proporcional su vitrina se transformó en museo. Pero Rafa continuó siendo Rafa. Agregó vocabulario a su español, aprendió a hablar inglés, algo de francés, sin dejar de hablarle a su Mallorca en su propia lengua.
Hubo lluvias, hubo días de humedad. La tierra se puso más seca, más húmeda, más pesada. Los días se hacían largos, podían ser grises o soleados, que provocaban que la pelota corriera más rápido o fuese más pesada, nada importaba. Nadal construía su reino sin descanso. En las tribunas la gente comenzó a aburrirse de sus victorias: 2005, 2006, 2007, 2008... y en 2009 apareció Robin Söderling para derrocarlo. Pero la sucesión quedó en manos de Roger Federer, algo que terminó por ser un bálsamo, pocos años después, en la relación del público con Nadal.
El emperador no regresó con dudas, sino con más fuerzas por la reconquista de su reino terracota, en un costado de la ciudad de París. Cinco, seis, siete, ocho, nueve veces. Las lesiones habían comenzado a hacerlo padecer, su médico se negaba a seguir medicando la zona y llegaron los tiempos del quirófano. Una, dos y tres veces. Pero volvió a construirse. Ni la lluvia lo detuvo. Aunque a veces lo ayudó o lo obligó a triunfar un lunes, como contra Djokovic.
Y fueron la Décima y cuatro más, una de ellas en pandemia, las que terminaron por doblegar las rodillas de los menos tolerantes y dejó hincado París a sus pies. Aquellos primeros insultos o aliento a sus rivales mutaron por afecto y declaraciones de amor. Su francés también había mejorado.
Rafa extendió su reinado lo más que pudo, hasta que escuchó a su cuerpo y abdicó. “No quiero homenajes, prefiero un retiro peleando a firmarlo detrás de un escritorio”, comentó con firmeza y así lo hizo cuando vio que sus fuerzas ya no eran suficientes.
Su emoción fue la emoción de todos y todos quisieron estar con él, hasta su tío Toni, quien conservaba cierta distancia con él, desde hacía algunos años, y los franceses.
Roland Garros no puede cambiar su nombre, el estadio seguirá siendo Philippe Chatrier y la Copa de Los Mosqueteros, pero el Abierto francés lo recordará por siempre sobre su piel, porque nadie consiguió en reino alguno lo que su emperador en el propio.
Rafael Nadal logró vencer a Federer, a Djokovic, a las nuevas generaciones, a la lluvia, a la pandemia y atravesó el tiempo. Una leyenda del tenis, del deporte mundial, que construyó esta historia, que 20 años atrás no hubiese pensado escribir. Y lo hizo, como no podía ser de otra manera, sobre el polvo de ladrillo de Roland Garros, porque, como lo dicen las Escrituras, de polvo eres.
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