
Una mañana lluviosa de junio de 1922, Walther Rathenau, ministro de Asuntos Exteriores de Alemania, salió de su villa en Berlín en un descapotable. Cuando su chófer redujo la velocidad en una curva, un segundo automóvil los adelantó. Un hombre con un largo abrigo de cuero levantó su pistola y disparó cinco veces contra Rathenau. Para asegurarse, un segundo atacante arrojó una granada de mano al automóvil de Rathenau. La explosión lo lanzó fuera de su asiento.

El fracaso de la república de Weimar
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Rathenau representaba todo lo que la derecha nacionalista alemana detestaba: judío, rico, ferviente defensor de la joven democracia alemana y comprometido con alcanzar un acuerdo sobre las reparaciones de la Primera Guerra Mundial con los Aliados. Su muerte tuvo repercusiones en todo el país y en el extranjero. Cuando Franz Kafka se enteró, reaccionó con amargura diciendo que le sorprendía que el asesinato no hubiera ocurrido antes, pues era “tan parte del destino judío y alemán”.
“El asesinato político era cosa cotidiana en los primeros años de la República de Weimar”, escribe el historiador alemán Volker Ullrich en su nuevo libro, Fateful Hours. La violencia era un hecho en la vida de Weimar. Asesinatos, golpes de Estado, ocupaciones: todas estas crisis y más golpearon a la tambaleante y joven república alemana en apenas sus primeros cuatro años. Y aun así, Ullrich sostiene que no solo la República de Weimar sobrevivió a estos desafíos iniciales, sino que su caída nunca fue inevitable, incluso hasta enero de 1933, el mes en que Adolf Hitler fue nombrado canciller.

Ullrich no es el primero en plantear este argumento; sigue el camino de académicos que han estudiado Weimar durante años, como Peter Gay, Eric Weitz y más recientemente Harald Jähner. Sin embargo, Ullrich aporta una perspectiva nueva, al exponer su análisis con precisión, describiendo paso a paso las maniobras políticas que comenzaron con el establecimiento del primer gobierno elegido democráticamente en Alemania, en 1919, y concluyeron con la llegada de Hitler a la Cancillería.
Y más que en sus libros anteriores, que incluyen una biografía en dos volúmenes de Hitler, Ullrich sitúa explícitamente a Fateful Hours como ejemplo y advertencia para tiempos peligrosos y de ruptura de normas como los actuales. “Está en nuestras manos decidir si la democracia fracasa o sobrevive”, escribe.
Friedrich Ebert, primer presidente de la democracia alemana, provenía de la izquierda. Sus socialdemócratas enfrentaron una oposición arraigada: una amplia coalición de descontentos forzada a alianzas improbables, mientras que los propios socialdemócratas dependían de los derechistas Freikorps para sofocar rebeliones armadas.
Ullrich subraya que los socialdemócratas no hicieron lo suficiente para transformar de fondo la sociedad alemana mientras tuvieron oportunidad. En 1925, Ebert había muerto y un antiguo oficial del Ejército Imperial Alemán, Paul von Hindenburg, triunfó en las elecciones nacionales. Esta victoria, celebrada por la derecha, fue un punto de inflexión decisivo en el destino del país. Sería Hindenburg quien nombraría a Hitler, aunque de manera renuente, como canciller.

Ullrich convoca una serie de testigos de la época en el camino hacia este desenlace apocalíptico, incluidos el reconocido diarista Victor Klemperer y Sebastian Haffner, autor de las memorias “Desafiando a Hitler”, una de las obras maestras del periodo. Frente a la inestabilidad económica, la experiencia y el conocimiento perdieron valor, mientras que jóvenes ingeniosos desplazaron a sus mayores. “Apareció en escena el director de banco de 21 años”, escribió Haffner. “Usaba corbatas a lo Oscar Wilde, organizaba fiestas con champán y mantenía a su apenado padre”. Haffner, como sus contemporáneos Stefan Zweig y Thomas Mann, vio una línea directa entre el trauma de la inflación y el ascenso del nazismo diez años después.
Muchas historias sobre la República de Weimar se centran en la efervescencia cultural de esos años: los movimientos extraordinarios en la pintura, el cine y la sexualidad. Ullrich apenas menciona estos aspectos de la vida en Weimar, la mayoría de los cuales se concentraban en Berlín. Al centrarse tan de cerca en la política alemana, ofrece al lector una visión clara y ominosa de la construcción paulatina del nazismo, y de todos los momentos en los que pudo haber sido detenido —pero no lo fue—.
¿Qué pudo haberse hecho para alterar su brutal avance, desde la peligrosa flexibilidad del Artículo 48, que permitía gobernar por decreto de emergencia, hasta las consecuencias de la Gran Depresión? Ullrich sostiene con insistencia que la historia la deciden personas concretas, aunque apenas aporta detalles sobre quiénes eran estas personas. De Friedrich Ebert se menciona solo que fue “sillero” y que su falta de estudios superiores irritaba a las élites guilerminas. Y esto es más desarrollo de personaje que el que reciben la mayoría de los protagonistas.
Lo que se evidencia en el minucioso relato político de Ullrich es cuánto se decidió por azar y fortuna. Por ejemplo, la decisión de Hindenburg en 1932 de disolver el gabinete de Brüning llegó en un momento en que la economía alemana aún estaba devastada, y el Partido Nacionalsocialista radical resultaba más atractivo para la población que lo que habría sido dos años después, cuando, de seguir el calendario normal, se habrían celebrado las elecciones al Reichstag.
Aunque los personajes principales permanecen en gran medida impenetrables psicológicamente, el itinerario hacia el desastre autoritario se expone aquí con detalle por un historiador que conoce el periodo como pocos. Y ese manual resulta muy familiar. Entre los primeros blancos de los nazis estuvo el currículo escolar. Lograron prohibir la novela antibelicista “Sin novedad en el frente” tres años antes de que Hitler fuera designado canciller en el Reichstag.
Las similitudes con nuestro presente no son exactas, pero sí lo bastante marcadas como para preguntar una vez más qué o quién hará falta para salvarnos.
Fuente: The New York Times
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