Ese analista: cuando los pacientes de Jacques Lacan contaron lo que pasaba en el consultorio

¿Y si quienes cuentan un tratamiento son quienes lo hicieron? Respuestas duras, el tema del dinero y qué es ir a fondo en dos libros de quienes pasaron por ese diván

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Lacan y los libros que
Lacan y los libros que escribieron sus pacientes.

Un amigo que está haciendo una estadía en una Universidad norteamericana, me cuenta que allí el psicoanálisis tiene lugar en el Departamento de Artes. Es una sub-rama de Teoría y Crítica Literaria. Tal vez así se haya cumplido el designio borgeano de considerar la ciencia freudiana como un sub-género de la “ciencia-ficción”.

Es claro que para el american way of life, que domina buena parte del modo de vivir en este mundo, el psicoanálisis es una práctica vetusta, perimida, superada. En sociedades que precisan efectos terapéuticos rápidos, que claman por la eficacia y, en particular, por criterios estandarizados, la idea de una cura por la palabra libre, es inquietante.

Como teoría aplicable a fenómenos sociales, que se articula a variables políticas (nunca falta quien pregunta por el Edipo de tal o cual presidente); que incluso sirve para interpretar los cambios en los hábitos culturales, está permitida. Como método clínico, ahí comienzan los resquemores.

Freud no inventó una teoría, sino un método de investigación y tratamiento. Su teoría es un resultado móvil de la aplicación de la llamada “asociación libre”, cuyo fundamento está en que alguien, más allá de lo que cuenta, se encuentre con los efectos de su palabra.

Jacques Lacan, el psicoanálisis, a
Jacques Lacan, el psicoanálisis, a fondo.

Podríamos proponer que existe un falso debate actual entre psicología basada en la evidencia y psicoanálisis. Desde el punto de vista del sentido común, decir que una está basada en la evidencia parece una afirmación implícita de la falta de cientificidad del otro.

Si no entiendo mal, “basada en la evidencia” quiere decir que tiene un criterio de validación empírica (a través de grupos en los que se hacen seguimientos y se evalúan resultados); pero este no es el único criterio de validación que existe.

El psicoanálisis tiene su criterio de validación, a través de lo que se llama “lógica del caso” y que depende de la aplicación del método clínico de esta práctica. Este método se basa en una regla (la asociación libre) que condiciona una experiencia a la que se responde con variables técnicas específicas (sobre todo, interpretación y transferencia) para que se produzca una reformulación del padecimiento con indicadores puntuales (síntomas).

Esto es lo que se investiga sistemáticamente a partir del caso clínico. Por eso el análisis requiere una traducción del sufrimiento. Por ejemplo, alguien llega a la consulta con lo que –descriptivamente– se diagnosticaría como trastorno de ansiedad– y a través del método, después de un conjunto de entrevistas, ese fenómeno se ordena de acuerdo con conflicto estructural (hipotéticamente: exigencia superyoica).

Lo que no puede faltar en esa traducción es que ese conflicto se actualice en la escena analítica (por ejemplo, en relación al tiempo de la sesión) como vía de confirmación de la hipótesis del analista. Esta vía de confirmación tiene una función metodológica en la construcción del caso.

Falso debate

El falso debate entre psicología basada en la evidencia y psicoanálisis, no solo hace creer que hay un único modo de acreditar validación científica, sino que también hace que los analistas no se dediquen a estudiar mejor cómo trabajar con un método clínico en el sentido estricto de la palabra.

Un caso no es el relato de un tratamiento, sino que es la secuencia organizada de un trabajo de investigación que, además, cumple una función terapéutica. En este punto, cabe la pregunta: ¿quién escribe el caso?

Muchas veces lo hace el analista, con fines de comunicación en espacios con colegas (en Jornadas, Congresos, etc.). Freud escribió sus famosos “historiales” con una estructura narrativa típica del siglo XIX: la novela de formación. En este sentido quizá sí sea virtuoso el acercamiento entre psicoanálisis y literatura.

Un psicoanalista no puede ser ingenuo respecto del modo en que escribe su práctica. No aplica un protocolo; el caso no es un resumen con toda la información del tratamiento, sino un recorte específico para dar cuenta de la historia de un sufrimiento y su transformación a lo largo del análisis en función de las intervenciones del analista.

Sin embargo, lo que me interesa en este punto es que a veces son los mismos pacientes quienes buscan dar cuenta de su experiencia de tratamiento. ¿Qué lleva a alguien a querer narrar su análisis? Los motivos pueden ser diversos, pero lo más frecuente es la intención de contar lo que implicó ese encuentro, no solo con el psicoanálisis, sino con un analista.

Un paciente y un analista. Ese paciente y ese analista. El relato de todo análisis lleva la huella de lo singular. Incluso pudiéndose parecer a otros tratamientos, ese análisis –si fue tal– no se parece a ningún otro tratamiento. Por eso los relatos de análisis se consideran como testimonios y no como ejemplificaciones de la aplicación de un método o una teoría.

En un relato de análisis, nunca encontramos a un analista ideal ni a un paciente ideal. Es el relato de lo que podría haber sido diferente, hasta de lo que salió mal (si lo pensamos desde el punto de vista de un canon), de un fracaso que también revela un aspecto propicio, porque ese desencuentro permite que dos seres humanos se encuentren.

En esta ocasión, voy comentar dos libros de pacientes de Jacques Lacan.

El rey está desnudo

Un día Pierre Rey llama al consultorio de Jacques Lacan para pedirle una entrevista. Antes de acordar día y hora, Lacan hace una primera intervención. Le pregunta “¿Por qué?”. La respuesta es honesta “No le encuentro la vuelta”. Entonces Lacan acepta.

Una temporada con Lacan es un testimonio literario del análisis del escritor que venía a los tumbos. Mucha noche y mañanas febriles, seducciones fatuas, desinterés por el dinero, aunque mejor sería decir: acumulación de deudas como un modo de hacer fracasar la relación con el tener.

Pierre Rey, el paciente de
Pierre Rey, el paciente de Lacan

Lacan lo recibe y después de escucharlo durante un buen rato, le pide que vuelva al día siguiente. Mientras lo despide, no le suelta la mano. El escritor ve la sala de espera colmada y se siente recibido como alguien de la nobleza –quizá haciéndole un homenaje a su apellido.

Las primeras entrevistas transcurren con un rigor casi premeditado. Lacan se brinda con toda su persona y, al concluir, le dice: “Lo espero mañana”. El hombre no tiene dinero, tiene que pedir prestado para ir a sus sesiones. Osa decírselo, pero la respuesta es la misma: “Hasta mañana”.

Es muy divertido leer esta secuencia. Lacan nunca le pide el pago de las sesiones, solo le pide que vuelva. Es el hombre quien se desespera, se enoja, le dice que no puede, que ya no volverá, etc. Sin embargo, vuelve.

Desde un comienzo Pierre Rey recuerda todo lo que se decía de Lacan, que era un tipo extravagante, que muchos de sus pacientes se quitaban la vida, que a veces las sesiones con él duraban apenas unos segundos.

Solo el sentido común confunde lo extraordinario con lo extravagante; solo la moral de turno deja de tener en cuenta que en el consultorio de Lacan eran recibidos esos pacientes que nadie quiere atender; solo quienes viven en el tiempo de los relojes olvidan que los actos se deciden en instantes.

Un fragmento que lo ilustra: “Las angustias de ese tipo nunca encontraban las puertas cerradas en su consultorio. En los casos agudos de sufrimiento, sostenía esa vida entre sus dedos. […] de esos condenados ávidos de muerte, consagrados a la muerte, casi muertos, que él arrancaba a la muerte para devolverlos desde tan lejos a la orilla, ¿cuántos habrían sobrevivido sin su intervención?”.

Una temporada con Lacan.
Una temporada con Lacan.

Rey testimonia de algo que también dicen otros que fueron sus pacientes. Que una cita con Lacan era un verdadero encuentro con él. Como aquella vez en que, con rabia, le espetó: “¿Acaso usted imagina que yo no soy tan inteligente como usted?”.

Lacan podría haberle evitado el golpe, tentado una disculpa, restablecer el buen orden de la comunicación; pero, como también suelen destacar todos los que lo conocieron –es decir, que no dejaba pasar ninguna ocasión para intervenir–, repreguntó: “¿Quién le dice lo contrario?”.

En este punto, Rey se da cuenta de que no tiene sentido rivalizar con Lacan; lo mismo hubiera sido tratar de seducirlo. Era en vano. Rey cede su corona: “A partir de ese momento, acepté quedar al desnudo, no busqué otra cosa que entender”. No obstante, “cuanto más avanzaba, menos entendía. Cada paso adelante abría un nuevo territorio de mi inconsciente”.

Lacan proponía el análisis menos como una guía para desarrollar la máxima griega del “Conócete a ti mismo”, que como una experiencia de encuentro con lo real… de su persona. No se trata de entender significados ocultas, sino de hacerle lugar a los efectos de la presencia del analista.

En otro contexto, por ejemplo, le pide al paciente que regrese al día siguiente a las 6.00. Rey cuenta que siempre tuvo dificultades para despertarse por la mañana. Lacan aclara: “A las 6.00 AM”. Rey sale conflictuado, ¿qué hará esa noche? ¿Dormirá, con miedo a quedarse dormido? ¿Pasará de largo?

Desde este punto de vista, Lacan parece un personaje caprichoso y despótico. Desde una mirada exterior, todo puede parecer cualquier cosa. Rey da cuenta de cómo Lacan nunca lo dejó solo, tampoco le dio una interpretación hecha, de manual, esperable. El precio de esa apuesta requería que él también pusiera de su parte.

Leamos otro fragmento, que da cuenta del tono singular de este análisis: “Desde su existencia, el ser humano no posee más que una certidumbre: la de su muerte. Por silogismo, es fácil deducir de lo anterior el deseo de muerte inconsciente contenido metafóricamente en cualquier búsqueda de certezas”.

Lejos de confirmar lo ya sabido; lejos de calmar el hambre de sentido; lejos de lo que puede responder una inteligencia artificial, Lacan exigía –sí, exigía– que su paciente hiciera de su existencia algo por lo que responder, sin apelar a justificaciones.

Las páginas de este testimonio demuestran la experiencia de alguien que se analizó para buscar su verdad subjetiva, no para estar seguro ni tranquilo. Esto lo demuestra el recuerdo del día en que, después de cierto tiempo, Lacan le dice a Rey: “He decidido tomarlo como paciente”.

¿Cómo? ¿Todavía no había empezado su análisis? ¿Qué había sido todo anterior? En el momento en que creía que estaba promediando el tratamiento, ¿descubría que estaba otra vez en el inicio? Tal vez sea un síntoma ese de querer llegar demasiado rápido al final.

A veces lo más importante es encontrar las coordenadas de un nuevo comienzo.

El hijo que es su propio padre

Gérard Haddad era un ingeniero agrónomo –reconocido técnico en el cultivo del arroz– que, a partir del análisis con Lacan, estudia la carrera de medicina y regresa a sus raíces en el judaísmo, con el fin de situar cómo este (las referencias talmúdicas) influye en la estructura misma del psicoanálisis.

Haddad se refiere a su análisis con Lacan como “el acontecimiento fundamental de mi vida”. Y cabe creerle, si tenemos en cuenta cómo pasó de una vida a otra por efecto de ese tratamiento. Al igual que Pierre Rey, destaca que a Lacan no lo satisfacía que un paciente no se quitara la vida; le importaba mucho más que la viviese.

El día que Lacan me adoptó comienza con el recuerdo de la vez en que, por temor ante la locura, el protagonista decidió en su juventud dedicarse a una carrera próspera. Volverse funcional puede ser a veces la mejor manera de evitar esos síntomas que pujan porque la vida se replantee en su fundamento.

Gérard Haddad, analizarse con Lacan
Gérard Haddad, analizarse con Lacan no era fácil.

En un análisis, el sufrimiento no es un mero malestar que deba ser erradicado, o bien reemplazado o sustituido por un comportamiento ideal. Se sufre, es cierto, pero esa certeza no es verdadera: el primer paso está en descubrir que no es en vano; incluso alguien puede hacer muchas cosas para obtener beneficios del sufrimiento.

Lacan orientaba los tratamientos hacia una decisión, la de implicarse en el síntoma. No hay análisis en posición de inocencia. Tampoco esto quiere decir asumir culpas de más. En efecto, quienes gozan de la inocencia no hacen más que esconder las culpas más terribles. A veces alcanza con admitir una culpa para dejar de vivir como un culpable.

Del testimonio de Haddad, una de las cuestiones más interesantes es cómo muestra que Lacan era un profesional que, sin juzgar, nunca era neutral. Antes que responder por un tipo de ideología, ni siquiera la de un supuesto saber analítico, cada una de sus preguntas estaba orientada a que el paciente (el padeciente) hiciera una elección.

En cierta ocasión, Haddad le dice a Lacan “Me siento jodido” y este le responde “Usted no se siente jodido, usted está jodido”; por diferentes vías, Lacan no relativizaba el malestar, no lo reducía a sensación, sino que lo conducía a lo real. Y al igual que Rey, Haddad cuenta cómo Lacan empezaba con una actitud encantadora y, luego, comenzaba a retirarse… de un modo en que su presencia se hacía cada vez más eficaz.

"El día que Lacan me
"El día que Lacan me adoptó", el relato de un análisis

Las sesiones eran cada vez más cortas. A veces el paciente no terminaba de acomodarse en el diván que Lacan ya interrumpía la sesión y le decía “Venga mañana”. Al igual que Rey, Haddad se queja de los honorarios, le dice que no tiene dinero y Lacan lo atiende sin cobrar, lo confronta con que él mismo –el paciente– es quien hace del pago un problema. Mucho se ha escrito sobre Lacan y el dinero, sin tener en cuenta de que tiempo y dinero son las dos variables fundamentales de la transferencia.

De un modo muy bello, Haddad dice “La transferencia es una auténtica experiencia de la locura”. Solo quien nunca se analizó ni se dedica a la práctica del psicoanálisis puede creer que la transferencia es una sumisión o amor irrestricto.

El descubrimiento freudiano, que Lacan continuó, es el de que el amor implica traición: los neuróticos aman traicionando. Es la definición misma de síntoma histérico, que es lazo a partir de la objeción del lazo. Lo mismo ocurre con las psicosis, en particular cuando la erotomanía avanza hasta el pasaje al acto homicida.

El primer nombre que Freud le dio a la traición fue ambivalencia, que no consiste en amar y odiar, sino amar con odio. Freud no tuvo ningún discípulo creativo del que no se separara mal. Atribuirlo al carácter de Freud es trivial, porque sus lazos eran de transferencia. A Lacan le pasó lo mismo.

La historia del psicoanálisis es una historia de traiciones permanentes; se esperaría que el análisis de la transferencia fuese más fuerte que su actuación, pero no siempre se puede. Quizá lo que se puede hacer es tener una mirada más amable con las traiciones y no convertirlas en herejías. Son parte del asunto.

Sigmund Freud, el padre del
Sigmund Freud, el padre del psicoanálisis

El libro de Haddad también da cuenta de este problema, al narrar varios conflictos que tuvo con discípulos de Lacan y con este mismo. Haddad se analizó en busca de una filiación, hasta que descubrió que la adopción del padre la realiza el hijo. Mientras tanto, cada gesto de Lacan le resultaba un enigma que debía ser descifrado.

Como la vez en que Lacan le dijo “Su mujer es la causa de todo”. Entonces, ¿eso quería decir que debía separarse? Cuando separó, ¿lo hizo para su analista? Luego deshizo su acto, ante el gruñido que provenía de detrás del diván. O como la vez en que le dijo a Lacan que no iniciaría su práctica como analista a la espera de que aquel estuviese de acuerdo. Y una vez más, un gruñido como respuesta.

En esto coinciden Rey y Haddad: Lacan era un gruñón. Sin embargo, así afirman que este nunca estaba de acuerdo con lo que decía el paciente, salvo cuando había algún sueño o una ocurrencia y, casi sin pensarlo, gritaba “Exactamente” o “Es eso” y, luego, cortaba la sesión e invitaba a volver, por supuesto, al día siguiente.

A Haddad también le debemos el recuerdo de que Lacan atendía con la puerta abierta. ¿Por qué nadie podía escuchar lo que ocurría en el consultorio? Nada más lejos del análisis que “secretear”, que hablar a escondidas. Así es que un día escuchó que Lacan invitaba a un paciente a venir por la mañana, cuando el recuerdo de los sueños es más fresco. El paciente le decía que estaba muy angustiado. La respuesta de Lacan: “La angustia no es una enfermedad, hay que convivir con ella”.

Evidentemente, analizarse con Lacan no era fácil. Quizá habría que decir que había que ser lacaniano para atenderse con Lacan. Estaba en las antípodas del terapeuta “bueno” que se dedica a trabajar “codo a codo” con su paciente en una adecuada alianza terapéutica. Era un tipo al que se podía criticar fácilmente, pero como dice Haddad, sus críticos son siempre más malos que él, porque desconocen su resentimiento.

Tanto Rey como Haddad se analizaron durante aproximadamente una década. A Freud no le gustaban los análisis extensos, decía que no los toleraba –básicamente, porque se aburría. Después de Lacan, una de las objeciones que se le suele hacer al psicoanálisis es su duración. ¿Cómo pensar la vida cuando una parte de esta transcurre junto a un analista?

Pienso que del análisis puede decirse lo mismo que del amor. Hay un único “amor de la vida”; pero por suerte no hay una sola vida, si hubo análisis.