
La premisa de esta novela, El volumen del tiempo I, primera de una serie de seis, parece sencilla; incluso recuerda a películas como El día de la marmota o Cuestión de tiempo. El tema es un bucle temporal que obliga a un personaje a repetir el mismo día todos los días. Tara Selter, la mujer atrapada en este extraño bucle, se despierta cada mañana en el mismo día: 18 de noviembre, mientras que el resto del mundo, su esposo Thomas, su familia, los desconocidos, el clima, se reinicia como si nada inusual hubiera sucedido exactamente de la misma manera sin ellos tener conciencia de este bucle. Solo Tara es consciente de la repetición. Pero la simplicidad de la idea esconde la ambición radical de la novela.
El género de la ficción del bucle temporal, familiar en el cine y la cultura popular, tiende a basarse en la escalada: el protagonista aprende a manipular el día, resuelve misterios, conquista el amor, corrige errores o logra la redención. A Balle no le interesa crear una reflexión acerca del aprendizaje de la vida y tampoco le interesa el enigma del bucle en sí mismo como un caso a resolver. Por el contrario, el evento se convierte en un laboratorio para el pensamiento y la percepción, un experimento sobre lo que significa ser humano cuando el tiempo, el gran disolvente de la experiencia, ya no fluye hacia adelante. Y ya desde este primer volumen uno puede entender por qué va a necesitar otros cinco libros para completar la historia de Tara, que no puede cambiar el resultado del día ni obligar a nadie a recordar lo que ya ha sucedido. Cada mañana, el mundo que la rodea vuelve al mismo estado que el día anterior. Para todos los demás, el tiempo transcurre con normalidad: su esposo Thomas envejece, la vida sigue, pero para Tara, su cuerpo y su día a día nunca avanzan.

El volumen del tiempo I
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Los eventos del día no cambian, pero sí la percepción que de ellos tiene Tara quien infinitas veces atraviesa el mismo exacto día. Una habitación familiar se vuelve extraña cuando se observa por centésima vez; una frase intercambiada con su esposo se convierte tanto en un consuelo como en una herida porque no puede conducir a nada nuevo. La novela insiste en que nuestro sentido de identidad está ligado no solo a la memoria, sino también al cambio, y que sin cambio, incluso el amor puede volverse claustrofóbico.
El título en danés es Om udregning af rumfang I y traducido al inglés es On the Calculation of Volume I. Una traducción más precisa al español hubiera sido Acerca del cálculo del volumen I ya que es este el punto central del libro: que el lenguaje en sí mismo es un dispositivo de medición, una forma de calcular la masa de la existencia, que de otro modo sería inaprensible. Dado que Tara no puede avanzar en el tiempo (no tiene duración), su única dimensión de medición se convierte en el espacio (volumen). La novela desplaza así el sentido humano de la extensión: en lugar de medir días y años, Tara mide habitaciones, cuerpos, objetos, palabras. Si el tiempo se ha colapsado en un solo día, entonces el volumen debe expandirse para compensarlo. Tara comienza a contar, a catalogar, a nombrar con una precisión casi obsesiva. Su voz oscila entre el diario, el ensayo y el tratado filosófico. Inventaría gestos, la forma en que la luz cae sobre una mesa, el peso del silencio en la respiración de su esposo. La novela en sí misma se convierte en un experimento para ver si las palabras pueden estirarse para contener la repetición sin colapsar en la monotonía. Y esta atención al volumen tiene un efecto paradójico. Por un lado, dignifica los fragmentos más pequeños de la vida, ya que deben soportar toda la carga de significado en un mundo sin progresión. Por otro lado, expone la aterradora fragilidad de esos fragmentos: si una taza de café o un comentario casual son el único material disponible, entonces su desaparición significa la aniquilación del significado. Y Balle nos convierte en partícipes de las listas y obsesiones de Tara. Como lectores comenzamos a notar la expansión de los detalles, la presión de las palabras contra el silencio. El acto de leer se convierte en una colaboración en el intento de la novela de dar forma a lo que de otro modo se disolvería.

Y la cosa se complica. Su esposo Thomas, atrapado en el eterno presente de ese día de noviembre, permanece ajeno a la repetición. Para él, cada mañana es nueva. Para ella, sus palabras, sus gestos y su amor están despojados de su futuro. Cada declaración ya se ha escuchado, cada beso ya se ha recordado. Y entonces, la novela también se convierte en un tratado sobre la naturaleza del amor ¿Qué significa amar a alguien que no puede acumular un pasado compartido ni imaginar un futuro? Cada vez el momento compartido es de carácter doble: por un lado la seguridad de ese gesto repetido al infinito y la certeza de que no habrá más un gesto nuevo, distinto. Todos en definitiva amamos con rituales y repeticiones, y Balle nos pregunta qué pasaría si ese instante que deseamos como ideal se repitiera sin posibilidad de futuro, progresión o cambio. A medida que avanza la novela, Tara descubre que la monotonía de cada día no borra la diferencia, sino que la amplifica. Un gesto de su marido, que antes parecía casual, comienza a adquirir profundidad cuando se repite por centésima vez.
En el corazón de la novela de Balle se encuentra un problema con el que la filosofía nunca ha dejado de lidiar: ¿qué significa existir en el tiempo? Aristóteles definió el tiempo como la medida del movimiento en relación con el antes y el después. Siglos más tarde, Agustín se desesperó por definirlo: “¿Qué es entonces el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; si quiero explicárselo a quien me lo pregunta, no lo sé”. El libro de Balle escenifica este dilema en forma de narrativa. Tara vive en un mundo en el que el antes y el después han dejado de existir, en el que el movimiento se reinicia cada mañana, en el que lo único que queda por medir es el volumen y se convierte así en la encarnación de la pregunta de Agustín.

El volumen del tiempo II
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Inevitablemente, los lectores buscarán paralelismos. La invención de Morel, de Bioy Casares, ofrece el eco más cercano: el aislamiento de una conciencia atrapada en una repetición mecánica de los gestos de los demás. O el cuento “El perjurio de la nieve” en el que un padre repite de manera monótona y sistemática cada día para impedir que la enfermedad de su hija avance. En ambos libros hay una resolución narrativa que en Balle no se concreta sino que obliga a la insoportable levedad del ser: soportar el mismo día sin poder huir hacia la promesa del mañana.
Formalmente, El volumen del tiempo I es, en apariencia, simple. Con sus capítulos cortos, dicción sencilla, motivos recurrentes se esconde una arquitectura cuidadosa. La repetición se modula, se varía, se reorganiza para que el lector nunca encuentre dos veces el mismo pasaje y la estructura se asemeja más a una espiral que a un círculo: cada retorno cubre el mismo terreno, pero desde un ángulo ligeramente diferente, revelando nuevas facetas. Y entonces se crea la paradoja: una novela sobre la monotonía que no es monótona porque cada iteración no es una copia, sino un palimpsesto. Lo que parece igual siempre se ve alterado por la conciencia que lo observa.
Y ojalá la traducción hubiera sido más leal al original y al tema que contiene y atraviesa toda la novela: cada día que se repite se convierte en una forma geométrica delimitada, con un “volumen” medible. Tara debe aprender a vivir dentro del mismo espacio que la contiene una y otra vez, como si su mundo fuera un cubo del que no puede salir. El cálculo del volumen se convierte en el acto de comprobar cuánto se puede contener dentro de un día finito que se reinicia infinitamente.
Y para eso Balle se va a tomar cinco volúmenes más.
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