
Bogotá, la capital de Colombia, es una ciudad en la que se superponen visiones muy distintas: algunas, muestran la modernidad urbanística, otras descubren la tradición de una cultura con 500 años de historia, y están también las iniciativas que son fruto del esfuerzo y la solidaridad. Ciudad Bolívar pertenece a este último grupo: es una “ciudad autoconstruida” que nació de la necesidad y que, en estos últimos años, se convirtió en símbolo de resistencia y creatividad.
Allí, sobre una montaña, y en lo que era un territorio marginal, azotado por la pobreza y la estigmatización, el colectivo de arte Bogotá Colors, integrado por artistas callejeros y graffiteros, se apropiaron de una calle, a la que rebautizaron la “Calle del Color”, y están transformando la percepción de este espacio y devolviéndole el orgullo a sus habitantes.
El arte como herramienta para la transformación social
En las grandes ciudades latinoamericanas, las periferias populares comparten una marca común: la pobreza y el estigma. En Buenos Aires están las villas, en Río de Janeiro, las favelas; en Bogotá, barrios como Ciudad Bolívar: espacios nacidos de la urgencia, levantados con esfuerzo vecinal, y que se enfrentan a una mirada externa que suele equipararse con la inseguridad. Pero en los últimos años, una fuerza distinta comenzó a emerger: el arte como herramienta de transformación social.
Lo que ocurre en Ciudad Bolívar, con proyectos como Bogotá Colors y la Calle del Color, dialoga con experiencias similares en villas argentinas, donde murales, talleres artísticos y festivales culturales resignifican la identidad de los barrios. En el caso de Bogotá Colors, se trata de un movimiento que entiende el arte como lenguaje colectivo capaz de abrir puertas al turismo cultural y construir nuevas narrativas.

Ubicada al sur de Bogotá, la zona de Ciudad Bolívar alberga a más de 700.000 habitantes. Sus orígenes se remontan a mediados del siglo XX, cuando migrantes internos y familias desplazadas levantaron viviendas con materiales precarios en terrenos de montaña. Durante décadas, la localidad fue sinónimo de carencias. Aunque también fue un laboratorio de creatividad popular: desde las primeras casas improvisadas hasta las actuales intervenciones artísticas, la historia de Ciudad Bolívar es la de un territorio que se inventa a sí mismo.
El colectivo Bogotá Colors, por su parte, nació con una idea simple pero potente: usar la pintura para recuperar el espacio público. Sus integrantes, jóvenes artistas y gestores culturales, como Luisa Sabogal y May Rojas, que recorrieron el barrio proponiendo murales a los vecinos, que inicialmente se mostraron reticentes. Finalmente, la Casa del Adulto Mayor aceptó que los grafiteros pintaran su fachada, y a partir de ese momento otros vecinos empezaron a pedirles que pintaran sus frentes.
Ahora, antes de encarar cada obra, los artistas callejeros y graffiteros conversan con las familias: “Les preguntamos qué colores los identifican, qué símbolos representan sus historias, qué escenas desean ver en sus paredes”, cuenta Sabogal a Infobae.
El resultado son murales que embellecen las fachadas de las casas y condensan la memoria colectiva: retratos de abuelas, paisajes de montaña, referentes de la música popular o escenas de la vida cotidiana. Y los vecinos participan como coautores, guardianes y narradores de esas imágenes que ya forman parte del paisaje emocional del barrio.

La Calle del Color, la que decoran, está ubicada en el barrio Mirador del Paraíso, cerca de la estación final del TransMiCable (teleférico). Allí, decenas de casas fueron transformadas en un corredor artístico único que el visitante descubre: un mosaico de colores callejeros que rompe con la idea de un barrio gris y marginal.
“Cómo podemos empezar a recuperar este territorio, nos preguntamos al comienzo, y ahí pensamos que podíamos hacerlo a través de nuestros murales”, dice Sabogal. “Nuestra idea era llegar a fortalecer al barrio y a los vecinos, salvarlos de ese estigma de que eran y son personas peligrosas, por eso creamos este circuito que llamamos la Calle del Color, con retratos de líderes sociales, inicialmente, como la señora Luz, que tenía una fundación para personas con discapacidad, a la señora Vilma, otra lideresa y empezamos a darle forma y horma al turismo comunitario, para visibilizar lo que hacemos para resignificar la historia, y la huella de un territorio tomado por el muralismo”.
En la actualidad, suman más de mil metros de arte intervenidos con arte urbano, invitan al público para que los conozca y también a artistas internacionales para que se sumen a la propuesta.
La Calle del Color funciona, en los hechos, como un museo a cielo abierto, y un atractivo turístico: desde hace un tiempo, los guías locales también acompañan en estos recorridos que repasan las historias de los murales, mientras familias locales ofrecen comidas típicas y artesanías a los pintores y grafiteros, y a los mismos turistas (como las empanadas de papa de colores, deliciosas). La Calle del Color, antes anónima, se volvió carta de presentación de Ciudad Bolívar.

Los murales también generaron nuevas oportunidades económicas: a través de los Graffitours, visitantes nacionales y extranjeros conocen la localidad y consumen en los pequeños comercios, restaurantes familiares o talleres de arte que aparecen en el camino. Así, el turismo cultural alternativo dejó de ser una rareza para convertirse en un motor modesto pero constante de ingresos.
Lo mismo ocurre en villas argentinas, donde colectivos artísticos, como en la Villa 21-24 de Buenos Aires, organizan recorridos culturales y festivales que atraen visitantes y permiten visibilizar el talento local allí donde antes se veía solo precariedad, hoy el arte abre caminos para el orgullo comunitario y la sustentabilidad económica.
Instagram, Facebook y TikTok, además, amplificaron el fenómeno, y vemos videos que muestran fachadas pintadas, panorámicas o retratos colectivos se volvieron virales. Los propios vecinos de la Calle del Color se convirtieron en narradores digitales, que difunden una imagen distinta de su territorio. Hoy, gracias a las redes, el barrio que antes aparecía asociado a la violencia se muestra como un espacio cultural vivo.
La experiencia demuestra que un mural puede ser un acto de apropiación del territorio, una declaración de identidad, un puente hacia la inclusión. Y es, también, un ejemplo que inspira a otras periferias urbanas del continente.

En villas argentinas, las bibliotecas populares, los talleres de muralismo y los festivales barriales cumplen una función similar: convertir el arte en motor de cohesión social. El lenguaje visual trasciende fronteras y genera un código común entre comunidades que comparten desafíos semejantes.
Fotos: gentileza de la autora.
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