
Entre otras tantas cosas la literatura a veces puede iluminar las zonas más oscuras de la realidad, nos habita los hechos con el lenguaje, pone palabras impensadas a sensaciones y con su estructura simbólica ayuda a pensar aquello que duele, que horroriza, que muchas veces escapa a las explicaciones inmediatas. Entonces, bajo el manto acogedor de la ficción, leemos los crímenes más terribles, las guerras más sangrientas, las muertes ajenas. Cuando en septiembre de 2025 Argentina se despertó con la noticia del triple feminicidio de Lara Gutiérrez (15), Brenda del Castillo (20) y Morena Verdi (20), asesinadas con una brutalidad extrema por una célula narco en el conurbano bonaerense, la conmoción social se tradujo en marchas, gritos de justicia, a la vez que en comentarios horrorosos acerca de la culpabilidad de estas niñas en sus muertes, el cuestionamiento de si es o no femicidio como si de eso se tratara la conversación y una pregunta insistente: ¿cómo es posible que se llegue a ese grado de violencia?
El hecho, inverosímil si hubiera sido el guion de una película gore, tuvo su punto de inflexión precisamente en la proyección de la tortura y asesinato en vivo para un grupo cerrado de espectadores en una red social: las jóvenes fueron engañadas con la promesa de una fiesta, torturadas, mutiladas y enterradas en bolsas plásticas en un pozo ciego de la casa donde todo ocurrió. El crimen se inscribe en la lógica del terror narco -al enviar un mensaje por medio de la transmisión pero sobre todo por el nivel inusitado de violencia-, pero a la vez excede cualquier cálculo instrumental: son muertes que hablan del lugar que ocupan los cuerpos de las mujeres en un sistema de violencia estructural, de impunidad y complicidad institucional.
Frente a semejante horror, la lectura de la nueva novela de Claudia Piñeiro, La muerte ajena, toma un giro inesperado. La historia de Piñeiro se centra en un hecho que, en apariencia, es más acotado: la caída de una joven, Juliana, desde un quinto piso en un edificio de Recoleta. Y es otra mujer la que va a intentar desandar los caminos que condujeron a la muerte de Juliana. Verónica Balda conduce un programa radial matinal y si bien la noticia aparece como una más en su lista de temas a tratar en el programa, pronto descubre que este accidente -¿asesinato?- tiene ramificaciones que conectan con su propia vida. Los intereses políticos, la estructura oculta del poder, articulan el escenario que una y otra vez termina en la caída de Juliana.
Piñeiro arma la novela polifónica y fragmentaria para dar cuenta de la dificultad que se encuentra cuando el poder organiza el crimen y lo oculta: llegar a la verdad es casi una utopía y solo los retazos y las voces impensadas pueden dar cuenta de la multiplicidad de actores e intereses que operan en la oscuridad. En la novela -igual que en el caso del triple asesinato de Lara, Brenda y Morena hay tantas versiones de los hechos como testigos, y la duda no se resuelve: ¿quién miente? ¿Quién calla? ¿Quién acomoda el relato a su conveniencia? Hipótesis policiales, voces familiares, filtraciones mediáticas, cuestionamiento de la vida privada. La disputa por la verdad se convierte en parte del crimen. En esa trama compleja y agobiante, Piñeiro aborda una serie de temas que resuenan dolorosamente con el presente. El título de la novela lo dice todo: La muerte ajena es esa que creemos que no nos toca, que pertenece a otros, que no interfiere en nuestra rutina. Pero el libro nos recuerda que lo ajeno puede estar mucho más cerca de lo que suponemos y que la mayoría de las veces este tipo de crímenes exponen un entramado de poder y de complicidades.

Otro punto a poner en espejo entre el triple asesinato y la novela es definitivamente la violencia simbólica sobre los cuerpos de las mujeres. Juliana aparece como un cuerpo caído, como un objeto de mirada y de interpretación. El lector no accede directamente a su voz, sino a lo que otros dicen de ella. Es en esa intermediación donde se juega su lugar social: no tanto como sujeto de deseo y de palabra, sino como cuerpo sobre el cual otros hablan, juzgan, callan. Ese dispositivo narrativo adquiere un correlato trágico en el feminicidio reciente: las jóvenes asesinadas fueron reducidas a cuerpos sometidos, torturados, mutilados y finalmente convertidos en espectáculo. La transmisión digital del hecho lo confirma: disciplinar a la comunidad a través del terror, mostrar que el cuerpo femenino puede ser usado como vehículo de amenaza. Si en Piñeiro los cuerpos femeninos están expuestos a la interpretación, en el crimen real están expuestos a la crueldad material, a la exhibición obscena y al silencio posterior de una sociedad que todavía lucha por reaccionar y que en el camino hacia la verdad pone más en cuestión a las víctimas que a sus victimarios. Poco se habla de los asesinos y las pantallas solo se enfocan en la vida privada de las tres chicas muertas. En muchos medios hoy las vuelven a mutilar.
Este crimen no hubiera sido posible sin que policías, jueces, dirigentes políticos hicieran la vista gorda o fueran parte de la maquinaria. Piñeiro no habla de narcotráfico, pero sí de un entramado de intereses del poder que aseguran que la muerte quede envuelta en silencio. Esa es la complicidad que une la ficción y la realidad.
Una muerte colectiva
El título mismo de la novela impone una clave de lectura de la tragedia reciente. Lo que se presenta como “muerte ajena” —esas chicas pobres asesinadas en un barrio periférico, esas vidas que el discurso mediático a veces reduce a estadísticas— es en verdad una muerte propia, colectiva, social. No son hechos aislados, ni tragedias privadas, ni “ajustes de cuentas” que puedan explicarse en los márgenes. Son hechos que hablan de la sociedad en su conjunto: de la precariedad de las instituciones, de la fragilidad de las redes de contención, de la persistencia de una violencia de género que se agudiza en contextos de criminalidad organizada. En este sentido, la novela de Piñeiro funciona como advertencia: creer que esas muertes no nos tocan, que son ajenas, es parte del problema.

La ficción de Piñeiro no es un reportaje ni una denuncia específica sino una exploración acerca de lo inaccesible de la verdad cuando el hecho está en manos del poder. La novela nos incomoda precisamente por la fragilidad de las versiones, por los silencios cómplices, por la idea que subyace la historia: hay muertes y muertes. Pero en virtud del asesinato de Lara, Brenda y Morena, sus vidas truncadas, la estigmatización de sus cuerpos, el cuestionamiento de sus vidas, la relevancia de lo privado por sobre el aterrador crimen, torna la lectura de la novela en un ejercicio necesario: permite comprender que los hilos de poder, las narrativas en disputa, los silencios cómplices, no son solo recursos literarios, sino experiencias de la vida cotidiana. Que las muertes que creemos ajenas son demasiado propias. Y que, quizá, la función de la literatura en un contexto como el actual sea precisamente esa: recordarnos que no podemos refugiarnos en la comodidad del espectador.
Si queremos que algo cambie de verdad, la muerte de Lara, Brenda y Morena debe ser de una vez y para siempre la muerte propia.
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