Manuel Borja-Villel: “El museo, si no se transforma, se vuelve irrelevante”

El ex director del Museo Reina Sofía dialogó con Infobae Cultura sobre su experiencia en el espacio español, la política cultural, el neo colonialismo y el futuro, entre otros temas

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“El museo tiene que ser el espacio donde se habiliten fricciones y encuentros, incluso los que duelen”, dice el español Manuel Borja-Villel, director del Museo Reina Sofía entre 2008 y 2023.

En un encuentro con Infobae Cultura, en la sede del Centro Cultural de España en Buenos Aires, el historiador de arte dialogó, entre otros temas, sobre “Habitar el museo”, el proyecto que está desarrollando en Cataluña y presentó en Argentina, en el marco de Desplazamientos, ciclo dedicado a la reflexión y el debate sobre la práctica curatorial y los modelos institucionales en el ámbito artístico.

La trayectoria de Borja-Villel (1957) en la gestión cultural comenzó en 1990, cuando dirigió la Fundación Antoni Tàpies en Barcelona hasta 1998, periodo en el que organizó exposiciones de artistas como Louise Bourgeois, Brassaï, Lygia Clark, Hans Haacke y Krzysztof Wodiczko. Posteriormente, entre 1998 y 2007, estuvo al frente del Museo de Arte Contemporáneo de Barcelona (MACBA), donde continuó promoviendo muestras de figuras relevantes del arte contemporáneo, hasta su paso por el Reina Sofía y, en la actualidad, se desempeña como asesor museístico de la Generalitat de Cataluña, liderando el proyecto “Museo Habitado”, una propuesta que busca cuestionar la institución del museo tradicional y explorar alternativas para el futuro.

En los años recientes, la idea de “habitar el museo” ha significado mucho más que una consigna para Manuel Borja-Villel. Surgida en los debates de la pandemia, cuando la vida cultural parecía haberse congelado y la actividad turística cesó por completo, esta visión busca darle una vuelta radical al rol tradicional de los espacios culturales.

Borja-Villel, director del Museo Reina
Borja-Villel, director del Museo Reina Sofía entre 2008 y 2023.

“La idea surgió en una serie de debates en la época de la pandemia, cuando se cerraron todos los museos”, rememora, “y pensamos que esta hiper producción de eventos tal vez se iba a terminar. Entonces nos preguntamos: ¿y si el museo en vez de visitarlo, hubiera que habitarlo?”

La distinción le resulta esencial. “¿Qué quiere decir visitar? Hacer un check list, ir a un sitio, confirmar una serie de cosas, reconocer historias ya preestablecidas; eso es repetir la historia única que suelen contar los museos”, sostiene Borja-Villel.

Para él, la clave está en la apropiación activa y comunal del espacio y sus relatos: “Habitar significa hacerse suyo el museo. Y hacerse de uno la historia tiene que ver con una serie de conceptos, entre ellos la oralidad, pero no la mera transmisión verbal, sino la posibilidad de resignificar. Por ejemplo, cuando te cuento la historia de nuestro país, vos la hacés tuya; cuando la contás a otros, vuelve a transformarse y así se va creando conocimiento colectivo”.

Esta apuesta por el saber vivo y móvil implica, ante todo, implicación y responsabilidad: “Eso quiere decir agencia: uno no es un consumidor pasivo, te tenés que implicar, cuestionando incluso la tradición de las colecciones. Las colecciones públicas, igual que las privadas, están basadas en la idea de propiedad. Pero, aunque sean públicas, igualmente terminan ocultando la mayor parte de lo que atesoran: el 95% de lo que guardan no se muestra nunca”.

"Visitar un museo es hacer
"Visitar un museo es hacer un 'check list', ir a un sitio, confirmar una serie de cosas", dice (AP/Fernando Vergara)

Para Borja-Villel, además, resulta urgente pensar la cultura como una red de relaciones, y no como un cúmulo de objetos. “Hay que entender la cultura como relación, donde lo importante es el intervalo, lo que queda entre las opciones, más que la síntesis”.

Ese “habitar” implica ubicarse en el mundo, asumir la realidad y el contexto propio sin encierros identitarios ni localismos. “Estar situado en un lugar no es ser nacionalista, pero sí saber desde dónde hablás y trabajás. Si tenés el Guernica hoy, no podés obviar Gaza. Si eres un museo europeo y querés hablar de inclusión, tenés que entender las otras culturas en su propio lenguaje. Por ejemplo, en lengua maya no existe la palabra arte. Eso no quiere decir que no generen arte, pero sus prácticas no están separadas de la espiritualidad o la relación con lo no humano”.

Desde esta perspectiva, Borja-Villel impulsa una reflexión incómoda pero necesaria: “No podemos seguir hablando de inclusión solo desde lo occidental, como si fuera sumar piezas a una vitrina. Habitar es apropiarse, transformar y dejar que la historia resuene, aunque incomode. El museo tiene que ser el espacio donde se habiliten fricciones y encuentros, incluso los que duelen”.

"Si tenés el Guernica hoy,
"Si tenés el Guernica hoy, no podés obviar Gaza" (Museo Reina Sofia)

Aterrizar la teoría en la realidad cotidiana de los museos no es un desafío menor. Borja-Villel ha experimentado de primera mano las resistencias institucionales y burocráticas que surgen cuando se intenta transformar verdaderamente el sentido de un museo. Desde su gestión en el Reina Sofía y su mirada crítica al modelo europeo, explica cómo las prácticas museísticas se ven condicionadas por estructuras administrativas, leyes, y la micropolítica interna del sector.

¿Cómo llevás todas estas ideas a la praxis? ¿Qué obstáculos encontraste en la estructura real del museo?

— Eso ha sido mi trabajo durante estos años. Hay algo que llamamos ‘entrar afuera’: un doble movimiento, uno hacia fuera y otro hacia adentro. Lo discursivo, cambiar los relatos y colaborar, a veces se logra, pero lo complejo es modificar la estructura. Los museos no solo son discursos, también son normas, leyes, micropolítica, y ahí entrás en una maraña: leyes salariales, cultura precarizada… todo está atravesado por estructuras de violencia interna.

¿Podrías ofrecer algún ejemplo concreto de estas trabas?

— En España y Europa, por ejemplo, no podés contratar a nadie por más de 15.000 euros salvo que pase por concurso público si querés trabajar con artistas o académicos de manera directa. Eso te obliga a precarizar o a buscar rodeos. Hay leyes que son muy estrictas, y si te salís de ellas, podés terminar criminalizado, incluso por un simple cambio en un proyecto ya aprobado.

¿Te fue posible impulsar cambios estructurales en el Reina Sofía?

— Ahí tuvimos suerte. Logramos que el nuevo estatuto del Reina Sofía fuese aprobado por el Parlamento, lo que nos dio cierta autonomía dentro de la ley. El ministro o ministra podía cesar al director o aprobar presupuestos, pero había un concurso. Nunca fue un cargo de confianza total, y ahora hay un margen de independencia. Incluso en crisis, como cuando recortaron el presupuesto al 45%, armamos fundaciones alternas y el público no lo notó.

Borja-Villel dio una charla en
Borja-Villel dio una charla en el Centro Cultural de España en Buenos Aires, en el marco de "Desplazamientos"

En ese sentido, ¿hasta dónde llega la autonomía de un museo público para plantear un modelo alternativo?

— Adentro de la legalidad podés hacer mucho solo si hay voluntad y complicidad política. En el Reina lo logramos porque la ministra confió y apoyó el proyecto. Cambiar en serio implica modificar estatutos, redes de colaboración y alianzas con colectivos fuera del Estado. Pero no todo depende de la dirección; necesitás al Estado y abogados dispuestos a pelear esos cambios.

¿Dirías entonces que transformar el museo no es solo una decisión individual sino política y colectiva?

— Totalmente. De lo contrario, todo queda en enunciados que nunca se traducen en prácticas reales o cambios duraderos. La transformación auténtica es política, requiere gestión, consenso, alianzas y mucha perseverancia.

Mencionabas la palabra “consenso” como algo problemático. ¿Por qué?

— Cuando empecé, la palabra consenso en España era todo lo que detestábamos. Venía de la transición democrática, de un mito enorme. Después, consenso en la ciudad, la Barcelona olímpica, te decían que el 90% estaba de acuerdo, etcétera. Se creó una ingeniería del consenso, que es irreal.

Curiosamente hoy se vuelve a usar por la ultraderecha, que es especialista en vaciar de contenido las palabras. Hablan de libertad, de instituciones capturadas por la izquierda, y usan nuestras palabras como si fueran películas de terror… Vacían todo.

¿Qué alternativas existen cuando la transformación institucional topa con el desinterés o la hostilidad del Estado?

— En un museo nacional de España o Europa es complicado, pero hay otras vías. Si no hay apoyo estatal, hay que buscar formas alternativas, como las redes internacionales o colaboraciones con colectivos.

La Internacional Online reúne a
La Internacional Online reúne a 13 socios institucionales: HDK-Valand (Gotemburgo, Suecia), Institute of Radical Imagination (Nápoles, Italia), MACBA (Barcelona, ​​​​España), M HKA, (Amberes, Bélgica), MSN (Varsovia, Polonia), MSU (Zagreb, Croacia), Museo Reina Sofía (Madrid, España), NCAD (Dublín, Irlanda), Salt (Estambul, Türkiye), tranzit.ro (Bucarest, Cluj) e Iaşi, Rumania), Van Abbemuseum (Eindhoven, Países Bajos), VCRC (Kiev, Ucrania), ZRC SAZU (Ljubljana, Eslovenia) – y tres socios asociados: IMMA (Dublín, Irlanda), MG+MSUM (Ljubljana, Eslovenia) y WIELS (Forest, Bélgica)

¿Cuál fue tu experiencia concreta con estas redes culturales?

— Por ejemplo, armamos La Internacional Online, una red de museos europeos periféricos, financiada con fondos europeos y sin un Estado detrás. Eso nos permitió publicar textos y manifestos muy críticos, incluso sobre Palestina, cosa imposible dentro de muchas instituciones públicas. Creamos un espacio que no era de nadie en términos estatales, y eso sirvió para compartir colecciones, publicaciones, archivos fuera de las reglas tradicionales.

¿Hay temas difíciles de abordar dentro de un museo abierto?

— Sí, claro. No es lo mismo un encuentro entre prácticas indígenas, europeas o afrodescendientes. Cuando trabajé con artistas cuyas familias fueron esclavizadas, la fricción está ahí, y no se puede negar. Esa diferencia nunca va a desaparecer, por más consenso que quieras. Hay una mochila histórica y social que no se puede igualar.

¿Deberían los museos ser espacios de confrontación antes que de armonía?

Un museo debería aprender del teatro clásico griego: donde la sociedad enfrentaba sus terrores. La confrontación, el encuentro, el espacio de fricción deben poder suceder ahí, en un lugar protegido, sin censuras, aceptando la conflictividad. Eso es lo que hoy todavía falta.

¿La precariedad y la falta de recursos afectan de igual manera a todos los museos?

— No. Todos los museos necesitan más dinero, pero no es lo mismo. El Louvre o el Reina Sofía tienen otro margen. No es lo mismo que el archivo de Graciela Carnevale en Argentina o el MACRO en Rosario. Debería haber solidaridad internacional, pero la verdad es que hoy las redes de derecha están mucho más articuladas y financiadas que las culturales o progresistas.

"Un museo debería aprender del
"Un museo debería aprender del teatro clásico griego: donde la sociedad enfrentaba sus terrores"

¿Qué falta para que la solidaridad cultural dependa menos del mercado y los Estados?

— Hace falta un cambio de mentalidad y de organización real. Hay ejemplos, pero nos falta un tejido fuerte y permanente. Después de la Segunda Guerra Mundial hubo instituciones como la ONU o la UNESCO, pero hoy esas estructuras políticas muestran enormes límites. A nivel museos, ICOM y otros no funcionan. Es un reto fundamental: crear redes propias que sostengan proyectos colectivos y alternativos frente a las nuevas derechas.

¿Qué rol real tiene hoy el mercado en la vida cultural y en la autoridad artística de los museos?

— En los años 40 ó 50, una mala crítica podía arruinar la carrera de un artista. Hoy eso es irrelevante; mandan los coleccionistas y eso se ve en ferias como Art Basel, donde los VIP no son artistas, sino quienes compran. No tengo nada en contra del coleccionismo, pero hay un problema cuando el mercado lo es todo y olvida que la cultura es un intercambio mucho más complejo que la simple compraventa.

Desde hace un tiempo, comenzó un nuevo fenómeno de mercado más allá de las obras: la venta de los archivos de los artistas fallecidos, ¿qué desafíos o riesgos ves en ello?

— Los archivos, que empezamos a preservar por miedo a que desaparecieran, se han vuelto un objeto de deseo del mercado, un bien coleccionable. Pero su sentido está en el lugar donde se crearon. Desmembrarlos para llevarlos a museos del Norte es una forma de neocolonialismo, igual que ocurrió con obras africanas o el Partenón.

¿Se puede garantizar la accesibilidad y conservación sin seguir alimentando viejas dinámicas coloniales?

— Eso exigiría que los países del Norte ayudaran a protegerlos en sus lugares originales, garantizando el acceso universal. Pero lo habitual es que los archivos migren solo para satisfacción de grandes coleccionistas o museos poderosos, bajo la excusa de mejores condiciones de conservación que muchas veces son solo argumentos para seguir centralizando recursos.

Con lo que decís, pareciera que no hay lugar para resignificar el intercambio y la colaboración, más allá de la lógica de mercado

— Claro que sí, es fundamental imaginar otras formas de intercambio y de vida para artistas y mediadores. El problema es que hoy parece más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo. Pero es una asignatura pendiente urgente: pensar en redes, en colaboraciones, en solidaridad concreta. Si no, lo tenemos crudo.

"El museo tiene que ser
"El museo tiene que ser un espacio donde se confronte la diferencia y donde la convivencia no oculte los conflictos ni la historia"

Frente a todos estos desafíos, ¿qué futuro ves para los museos?

El museo, si no se transforma, se vuelve irrelevante. Tiene que aceptar la fricción, ser un espacio donde se confronte la diferencia y donde la convivencia no oculte los conflictos ni la historia. Todavía estamos lejos de lograrlo, pero si no lo intentamos, la institución pierde sentido.

¿Qué papel debe tener el museo en las sociedades polarizadas y atravesadas por censuras y desigualdades?

— El museo tiene que ser un foro seguro donde puedan discutirse las tensiones colectivas, sin censura, dándole lugar a voces silenciadas. No puede fingir neutralidad; su responsabilidad es asumir posición frente al presente y a la memoria.

¿Y cómo debería relacionarse el museo con los contextos y las culturas locales, sobre todo en el Sur global?

— Hay que aprender de experiencias latinoamericanas, africanas y de otras regiones marginadas, donde, muchas veces, la memoria y la organización comunitaria surgieron a pesar de la represión o la falta de recursos. No se trata de heroísmos, sino de encontrar formas reales de colaboración e intercambio más horizontales. Si el museo mira solo hacia el Norte, sigue siendo parte del problema.

¿Qué mensaje les dejarías a quienes trabajan hoy en museos o instituciones culturales?

— Que se animen a pensar otros mundos posibles, sin resignarse a que las instituciones sean lo que heredamos. Hay que tejer alianzas, reclamar autonomía y recordar que la cultura no se congela: es intercambio vivo, fricción y creación colectiva.