
Hay que imaginar a Robert Walser en el sanatorio de Herisau, en el cantón suizo de Appenzell, caminando del brazo de una enfermera bajo un cielo inmenso, con un diagnóstico de catatonía crónica, con apenas 53 años, renunciando a la escritura, poniéndole punto final a su larga producción literaria. Hay que imaginar a Borges, ya ciego, definitivamente incapacitado para leer, tomar la decisión de seguir escribiendo, aunque sea dictando oración por oración, negándole el cierre a su obra.

¿A qué llamamos literatura?
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“El único suelo en el que el poeta puede producir es el de la libertad. Mientras no se cumpla esa premisa, me niego a volver a escribir jamás”, escribió Walser. Por su parte, Borges escribió “El otro”. Walser murió trece años después de su internación, en la Navidad del 56, en uno de sus paseos matutinos, del brazo de la enfermera en un campo nevado: paro cardíaco. Borges vivió ciego unos 31 años y tuvo una muerte premeditada, ya sabiendo que su salud no mejoraría, lejos de su Buenos Aires, en Ginebra.
Parecen dos caminos opuestos pero ambos escritores compartían una mirada fatalista de la literatura, como si se tratara de un llamado irrenunciable, una marca de fuego, que empieza de forma temprana en el fondo del recuerdo. No importa si es escribiendo, editando, enseñando o leyendo. La literatura es todo eso y más: un remolino que de pronto se coloca, ella sola, en el centro de la vida, y ya no te la podés sacar de encima, ni con perimetrales, cursos de respiración o baños de lavandina. Como una maldición.
Una especie de adicto
El protagonista de El editor de Juan Terranova tiene la maldición. “Los odio a todos”, dice. Trabaja hace más de treinta años en una editorial multinacional. No tiene familia ni amigos; solo libros. “El lector siempre es un personaje incómodo, una especie de adicto. Saber leer es una maldición. Sí, el placer por la lectura se parece mucho a una adicción maldita. Una vez que se empieza a leer ya es muy difícil parar. Por eso a los editores que mejor les va son los que no leen y se dedican a las relaciones públicas”.

Mientras nos habla de los pormenores de su oficio —desde la gran cantidad de basura convenida hasta cómo rechazar un manuscrito con elegante malicia— y nos cuenta anécdotas de grandes autores y anónimos editores, este “hombre de letras y negocios ganándose el pan” camina por el mundillo literario argentino, que desborda de pereza y envidia, con un cinismo encantador. Pero no olvidemos: el odio es su motor: “¿Cuál es el secreto de ser un buen editor? Qué pregunta. Saber leer, hijo de una gran puta”.
En esta nueva novela que acaba de publicar el sello UOiEA!, Terranova le saca punta a su estilo parco, frontal y sin esa recurrente necesidad de los escritores de demostrar que escriben bien, y ensaya, como es habitual en su larga obra, una densa y a la vez compacta pintura de época. Sus personajes y escenas nos recuerdan que cada uno de nosotros vive una intensa guerra contra el mundo y que la peor opción es abandonarla. Y así como “un editor es su catálogo”, somos lo que hacemos, y nada más.
Como todo asalariado, el editor piensa en jubilarse. Le falta poco. Sueña que lo espera un océano de tiempo libre. Piensa en una gran siesta diaria. Y piensa en Molière: releerlo completo. Un sueño, el paraíso en la tierra del lector: muchos libros, el calendario vacío, la agenda en la basura. “Pero sé, lo intuyo como una sombra, que un par de meses después voy a sentir… ¿Qué voy a sentir? ¿Qué va a pasar? No es tan fácil escapar de los libros si uno les dedicó su vida”. Al fin de cuentas, la literatura es una maldición.
La imaginación infinita
Cuando llegó la pandemia, allá lejos y no tanto, un grupo de docentes universitarios de Literatura se dedicaron a escribir sus clases. Estamos en el auge forzado de la educación a distancia. Encontraron que las preguntas no eran solamente “disparadores” o “estrategias motivadoras” sino la posibilidad de diseccionar el mundo eternamente. “Enseñar literatura, más que transmitir un saber, es contagiar una pasión”, se lee en ¿A qué llamamos literatura? Todas las preguntas y algunas respuestas.

Publicado el año pasado por el Fondo de Cultura Económica, este libro cuenta con la dirección de José Luis de Diego y la coautoría de Virginia Bonatto, Malena Botto y Valeria Sager. Son, dijimos, clases de Literatura que pasaron del lenguaje oral al escrito. No hay notas al pie ni citas desmedidas. Tampoco estamos frente al recurrente regodeo académico, sino a una vocación docente puesta al servicio de la lectura y la posibilidad de acercarse a complejas problemáticas teóricas con suma paciencia.
Lo interesante de este largo libro de 459 páginas está, no en las nociones básicas de análisis, sino en las discusiones entre autores y críticos a lo largo de la historia, y en una certeza: que “el devenir de la teoría literaria” consiste en “proponer que cuando pensamos la literatura no todo es lo mismo ni es indistinto pero que a la vez todo puede ser de un modo y al mismo tiempo dejar de serlo”. Lejos de las benditas y dogmáticas escrituras sagradas, la literatura carga con la maldición de la imaginación infinita.
Para no morir
Con Cadáver exquisito, todo el mundo se puso a leer a Agustina Bazterrica. Y digo todo el mundo porque esa novela de 2017 que granó el Premio Clarín de Novela se tradujo a una incontable cantidad de idiomas. No es para menos: una distopía que lleva al extremo la dieta carnívora en un mundo sin animales. Luego llegó Las indignas, otra novela publicada por Alfaguara. Y antes: Matar a la niña y los cuentos Antes del encuentro feroz. Bazterrica también tiene un ensayo sobre la obra de la artista Liliana Porter.

Lo que acaba de publicar por estos días Ediciones Godot es otra cosa. Podríamos enmarcarlo en el cruce difuso entre diario lectura, autobiografía literaria y gran cocina de escritor. Se titula Literatura o muerte y empieza así: “Si no escribo, me muero. Es así de simple y así de contundente. Y no estoy recurriendo a una metáfora trillada y un poco dramática. Es literal. Necesito estar en contacto diario con la literatura. Los pocos períodos de mi vida en los que decidí alejarme de los libros, me enfermé“.
Detrás de esa defensa visceral a la literatura, que no es otra cosa que una certeza que justifica todo lo demás, aparecen algunos miedos, como la lucha por “no caer en la tentación de publicar contra viento y marea, de valorar solo la cantidad de publicaciones y no la calidad” o “escribir pensando en un best seller”. También cuenta por qué se arrepiente de haber publicado su primera novela. Pero lo que prima es la narración de un método. Como un adicto que dejó la cocaína. En esta caso, la literatura. Pero al revés.
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