
La fotógrafa Clara de Estrada presenta en Avistaje un ensayo visual que explora la relación entre personas y animales, proponiendo paralelismos a través de actitudes, formas y colores compartidos. El libro, editado por La Luminosa Editorial, reúne más de 100 páginas de imágenes que invitan a descubrir similitudes inesperadas entre ambos mundos.
Entre las fotografías, se encuentran escenas donde un grupo de hombres vestidos de etiqueta avanza en fila, evocando a una familia de patos, o un camarero de uniforme negro y blanco, vapeando en la vereda, se asemeja a un pingüino solitario. Otras imágenes resaltan coincidencias morfológicas y cromáticas, como el traje de baño de una mujer que reproduce los colores del plumaje de un pavo real.
De Estrada utiliza su lente para revelar gestos animales en las personas y rasgos humanos en los animales, proponiendo una ética y una poética que iguala a ambos. El libro invita a reconsiderar la familiaridad entre especies y a reconocer detalles que suelen pasar inadvertidos en la vida diaria.
El volumen concluye con un epílogo de la antropóloga Celeste Medrano, quien destaca el valor de la mirada como puente entre los seres humanos y el entorno, especialmente en la conexión con los animales. A continuación, reproducimos el texto de Medrano titulado “El animal que (me) mira”:

“El pensamiento animal, si lo hay, depende de la poesía”.
Jacques Derrida (2008)
Desnudos, el filósofo argelino Jacques Derrida y su gata se miran y esa experiencia fabrica aquella taxonomía en la que el humano y el animal tejen la poética de la diferencia, un territorio de vergüenzas.
“Ante la gata que me mira desnudo”, se interroga el filósofo, “¿tendría yo vergüenza como un animal que ya no tiene sentido de su desnudez? ¿O, al contrario, tendría vergüenza como un hombre que conserva el sentido de la desnudez? ¿Quién soy yo entonces? ¿Quién soy? ¿A quién preguntarle si no al otro?”. Quizás a la propia gata, se responde Derrida. Él nos insta, suelto de ropas, a abrir aquella cerrada trama que nos enreda, la del mundo moderno, aquel que, separando animales de humanos, razón de instinto -pero también (y, sobre todo) naturaleza de cultura, ciencia de arte-, nos despojó de la posibilidad de devolver-la-mirada.
Tenemos entonces entre manos un obsequio, el vértigo de una posibilidad: la de abrir un espacio de conversación más-que-humana. Y fabricarnos, con dicha potencia, una línea de fuga que nos conceda la facultad para reencantar un mundo: volver a aprender los pasos de una danza-con animales y plantas, hongos, musgos, rocas y astros, el agua y el viento. Pero, ¿cómo conversar-con? ¿En qué idioma?

Volvamos un poco atrás: hay un filósofo y una gata que se miran. Y el primero sabe que lo propio del hombre es una técnica -la del vestido-; sabe que la gata no se sabe desnuda pues dicha técnica no es su destino. Sin embargo, hay algo que se encuentra atrayéndolos, un oficio quizás más viejo -inmemorial-, el de mirarse. Entonces, tal vez el problema no sea si el animal puede o no hablar sino si puede responder, y en el doble juego de miradas algo, parecido a una conversación, coagula. ¿La mirada podría ser entonces la forma de la técnica que disuelve el límite humano-animal y nos devuelve al mundo de la co-existencia? Derrida escribe: la gata “tiene su punto de vista sobre mi. El punto de vista del otro absoluto y esta alteridad absoluta del vecino o del prójimo nunca me habrá dado tanto que pensar como los momentos en que me veo desnudo bajo la mirada de un gato”.
Entonces hay un filósofo, una gata, unos puntos de vista disolviéndolos y están en París. Pero también hay unos colectivos indígenas que en la Amazonia pero no solo (también en el Gran Chaco y en los Andes, en Melanesia y África, etc.), se preguntan por la animalidad. Para encontrar algunas respuestas, estas personas a veces se relatan mitos: “un mito es una historia del tiempo en el que los animales hablaban”, cuenta el célebre etnólogo Claude Lévi-Strauss. Pero hoy los animales no hablan, o lo hacen de otras maneras. Entre estas últimas se enrola una forma de hacer mundo llamada "perspectivismo amerindio“.
Anuncia el antropólogo brasilero Eduardo Viveiros de Castro que el perspectivismo conforma una noción que describe un mundo poblado por muchas especies de seres (humanos y más-que-humanos) cuya característica es que están dotados de conciencia y cultura. En segundo lugar, el perspectivismo anuncia que cada una de esas especies “se ve a sí misma y a las demás especies de un modo bastante singular, cada una se ve a sí misma como humana, viendo a las demás como no humanas, esto es, como especies de animales o de espíritus”. Animales y humanos se ven a sí mismos como gente y necesitan mirar a los demás para re-conocerlos e iniciar una relación (de alimentación, de amistad, de deseo, de cuidados, etc.). De nuevo la mirada como técnica de fuga hacia un mundo de vitalidades compartidas.

Así, en la selva, los jaguares se ven como gente que ve, a la sangre de los animales que matan como cerveza de mandioca y a nosotros, los humanos, como animales de presa: como un jabalí, por ejemplo. Entretanto los jabalíes (que se ven a sí mismos como humanos) ven a las frutas silvestres que comen como si fueran plantas cultivadas, pero a nosotros, los humanos, como espíritus caníbales (pues somos sus perseguidores), y así sucesivamente. La mirada organiza un cosmos donde todo es facultativamente una persona. Un cosmos de una cierta simetría capaz de desafiar la retórica extincionista de Occidente y todos sus negacionismos. Un cosmos donde ver-nos permite conocernos, pero de forma perspectiva: urdiendo unas composiciones sociales menos destructivas. De nuevo la mirada como sutil diacrítico entre unas maneras oscilantes de ser humanos y animales.

Entonces una gata, un filósofo y un antropólogo, el jaguar, un jabalí, París, la Amazonía y este libro. Este libro que agrega un espejo, propone que miremos pares que se miran, inaugura un caleidoscopio que desafía nuestro particularismo, el tal mentado estado de excepción humana. Este libro que se inicia con el gesto de Clara de Estrada, la fotógrafa, mirando miradas, y están las que se cruzan, las que se evaden, las que borran la humanidad y la animalidad de los pares enfrentados para ubicarlos en la perspectiva de una amalgama.
Clara, como Derrida y su gata, captura escenas que, a pesar de rezumar en ropajes de todo tipo, están ferozmente desnudas y nos desvisten sin vergüenzas. Nos ponen a oscilar en un sensualismo que borra el límite propuesto por la vulgar taxonomía de Occidente, nos dan risa y tristeza, nos arrojan al desasosiego o a la euforia. Nos regalan la perspectiva de un instante perspectivista, de un vértigo de mundos. “Esa mirada así llamada ‘animal’ me hace ver el límite abisal de lo humano”, menciona el filósofo; esa mirada así llamada “humana” nos hace ver el límite abisal de lo animal, podríamos agregar, ojeando apenas el libro de Clara e inaugurando la fiesta donde conocernos es re-conocernos, atiborrarnos de miradas.

Necesitamos sin embargo unas palabras más, porque abrimos Avis-taje y hay mucho de la mirada, pero hay otro tanto de la mímica. Hay de la parodia y de la pantomima. Entonces son invocadas las máquinas miméticas —la cámara fotográfica de Clara, pero también sus ojos y los ojos (los nuestros) que miran lo que esos otros miraron— y aparece la mímesis. Esta última llega como aquella que tiene la capacidad de transitar una energía y su doble. Aquella que ilumina la posibilidad que yace debajo de la posibilidad, la materia que amalgama el magma que nos une (a los vivos y a los muertos, a las palabras y a las cosas, a lo persistente y a lo fugaz).
Emerge la práctica artística como un modo de pensamiento que, a través de la espectralidad de las imágenes —de su aura—, abre las puertas de un entre mundos donde el humano y el animal se desmarcan. Avis-taje, pura mímesis, es entonces un libro ejercicio, un libro fabricación, es el nombre de un verbo multiespecies para unas futuridades necesarias, para el ensayo de la supervivencia. Avis-taje es también el libro de un procedimiento en el que ceder ante el otro es vital para convertirse-en-otro; nos convida la facultad de imitar, copiar, explorar la diferencia en pos de una mismidad expandida. Entonces, una receta: vuelva a mirar las duplas que tiene entre manos y deje que el influjo de la magia mimética lo desnude para tropezarse con el animal que está (usted) siendo. Teja todas las alegorías que su desnudez le permita. Mírese en ese espejo —este libro—, que lo devuelve a los territorios de un saber encantado donde las imágenes transforman lo que constela el presente.

Dice la escritora argentina Sara Gallardo, “un animal demasiado solitario se come a sí mismo”. Dice y nos recuerda lo ermitaño de un mundo —el moderno— que obtura la mirada animal, su perspectiva emancipadora. Dice y unos futuros de plumas, pelos, telas y algodones, picos y ojos, manos, patas, alas, dientes y colmillos, cuero y lana, emergen para proponernos unas formas-de-estar-con que, dependiendo más (y, sobre todo) de la poesía, nos narren multiplicidades. Dice y ya no existe el animal ni el humano, solo el deseo de unas muchedumbres frotándose pegajosamente, amasando la vida.
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