
“La memoria colectiva ha estado dominada por el evento definitorio de la destrucción de la ciudad en el año 79 de nuestra era”, afirmó Gabriel Zuchtriegel, director de Pompeya, en una declaración reciente. “Los rastros tenues de la reocupación del sitio fueron literalmente eliminados y, a menudo, barridos sin dejar documentación. Gracias a las nuevas excavaciones, la imagen ahora es más clara”. Esta reflexión, recogida por The New York Times, desafía la visión tradicional de Pompeya como una ciudad congelada en el tiempo tras la erupción del Vesubio, y abre la puerta a una comprensión más compleja y humana de su historia posterior.
Recientes hallazgos arqueológicos en el sector sur de Pompeya han revelado que la vida no se extinguió abruptamente tras la catástrofe del año 79, sino que la ciudad experimentó al menos dos fases de reocupación y adaptación, con evidencias materiales que documentan la persistencia y transformación de la comunidad durante varios siglos.
Lejos de la imagen de una urbe petrificada y abandonada hasta su redescubrimiento en el siglo XVI, la realidad fue mucho más dinámica. Tras quedar sepultada bajo hasta 6 metros de ceniza y piedra pómez, Pompeya recibió de nuevo a personas que regresaron con distintos propósitos: algunos para buscar objetos de valor entre los escombros, otros con la intención de reconstruir sus vidas.

Este proceso de retorno y reconstrucción contó con el respaldo de Roma. Como centro comercial clave cuyo puerto abastecía a la capital imperial con productos de todo el Mediterráneo, la ciudad tenía un valor estratégico. Los historiadores Suetonio y Casio Dio relataron que el emperador Tito destinó recursos y personal para refundar la ciudad.
Las excavaciones recientes, detalladas por el equipo del Parque Arqueológico de Pompeya en un artículo publicado el 6 de agosto, han identificado capas de ocupación posteriores a la erupción, que se distribuyen en dos grandes periodos: el primero, entre finales del siglo I y comienzos del siglo III, y el segundo, entre los siglos IV y V. Este hallazgo aporta pruebas materiales que complementan los testimonios históricos y permiten reconstruir la vida cotidiana en una ciudad marcada por la devastación.
El panorama que surge de estos trabajos dista mucho de la imagen idealizada de la antigua Pompeya. Los habitantes reutilizaron los muros semiderruidos de los pisos superiores, improvisaron techos y levantaron refugios en un entorno gris y desolado. Los investigadores describen el resultado como un campamento entre ruinas más que una ciudad propiamente dicha. “Las investigaciones arqueológicas en curso han puesto de manifiesto la presencia de estratos de habitación posteriores a la erupción”, escribieron los responsables del parque arqueológico, subrayando la continuidad de la ocupación en dos fases bien diferenciadas.

La adaptación al nuevo entorno se refleja en detalles arquitectónicos y materiales. Los arqueólogos hallaron una escalera construida con fragmentos de mármol reutilizados, tejas y piedra volcánica local, que permitía el acceso desde un nivel mucho más elevado que el suelo original anterior a la erupción.
Este elemento evidencia cómo los retornados modificaron el espacio para ajustarse a la nueva topografía impuesta por la acumulación de cenizas. En otros puntos, se identificaron huecos en los que se habrían colocado postes de madera para levantar nuevas estructuras sobre los restos de los antiguos edificios.
La vida tras la catástrofe no estuvo exenta de dificultades. Entre los hallazgos más elocuentes figura el esqueleto de un caballo, que indica la presencia de animales de trabajo en la ciudad reocupada, y el de un recién nacido, enterrado junto a una moneda acuñada en 161 y que lleva el retrato del emperador Antonino Pío. Este dato aporta una referencia cronológica precisa sobre la continuidad de la vida en el lugar.

Las monedas desempeñan un papel clave en la reconstrucción de la segunda fase de ocupación. Los arqueólogos recuperaron cuatro monedas de bronce del periodo constantiniano, correspondientes a la primera mitad del siglo IV, así como otra vinculada al hijo de Constantino, acuñada en 316. Estos hallazgos permiten trazar la persistencia de la actividad humana en Pompeya mucho después de la erupción inicial.
De especial interés resultan los vestigios de instalaciones culinarias y domésticas, que evidencian una ocupación prolongada. La presencia habitual de cerámica de cocina de barniz rojo procedente del norte de África indica la integración de la ciudad en las redes comerciales de la época.
En una de las edificaciones, los investigadores identificaron una estructura con tres hogares que contenía restos de huesos de animales calcinados y fragmentos de piñas, utilizadas como combustible. En otra, se halló un horno familiar para pan, construido a partir de una cisterna romana y materiales reutilizados, que permaneció en uso hasta mediados del siglo V.
Estos descubrimientos, entre los más recientes de las excavaciones en curso, muestran que la vida en Pompeya se mantuvo, aunque cada vez más precaria, hasta que nuevos episodios sísmicos y una segunda erupción del Vesubio en 472 agravaron el deterioro estructural. En el plazo de 150 años, la presencia romana en la ciudad llegó a su fin, esta vez de manera definitiva.
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