“Las visiones venenosas”: una novela alucinada en tiempos de distopías

El autor relata los autores, películas e imágenes que lo guiaron en la escritura de la obra con la que ganó la segunda edición del Premio Hebe Uhart de Novela

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“Las visiones venenosas” (Ediciones bonaerenses),
“Las visiones venenosas” (Ediciones bonaerenses), de Fermín Eloy Acosta

Cada vez que empiezo un libro suelo trabajar a partir de imágenes que iluminan, al menos parcialmente, de forma esmerilada, opaca, velada, un mundo de ficción. En este caso la escena que me perseguía era la siguiente: una muchacha es convocada en sueños por entidades de otro planeta. El contexto, una época anterior -pongamoslé, la década del sesenta- y esas instrucciones, en un punto, no eran claras, suponían pasar algo así como una prueba que podía ser tomada en cualquier momento.

En ese sentido, Las visiones venenosas es una novela, creo, donde el relato se articula en gran medida sobre una fuerte especulación, una morosidad, una espera, una observación paranoica que va expandiéndose, que termina por recubrirlo todo a medida las páginas avanzan. Me gusta pensar que se trata de una novela que explora y tensa las posibilidades de una misma trama hasta agotarlas, que opera en las particularidades del ritmo de una prosa, la musicalidad de la frase, del párrafo. En ese caso me interesa imaginarlo como un texto que tiene un trabajo y una confección casi artesanal.

La novela inicia con aquella joven, Olga, replegada en un presente difuso -acostada en una cama, observando la caída de la luz del amanecer a través de una ventana- y mirando en retrospectiva los sucesos que la condujeron hasta ese lugar. La quinta desde la que habla se llama Susana y es desde ese lugar que el texto confecciona una observación minuciosa del paso del tiempo y de los días. Está acompañada por otras tres chicas: Belita, Elsa, Graciela. Lo que las chicas esperan es que les tomen esa prueba y que hagan su aparición estos seres que ellas mismas han denominado, de una manera particular: Ellos. Las cosas. Me interesaba contar, además, en ese tránsito paranoico, las mutaciones, los cambios, las intensidades y los movimientos de la luz, de la naturaleza, de la sombra en los ojos de una observadora paciente.

Adolfo Bioy Casares
Adolfo Bioy Casares

Fui modelando y trabajando estas imágenes con la certeza de que aquello que yo quería contar se aproximaba al género de ciencia ficción. No suelo leer libros específicos para trabajar el propio, pero sí eché mano de lo que me había atravesado en tanto lector de ciencia ficción local -Bioy Casares, Marcelo Cohen, Angélica Gorodischer, Rafael Pinedo, Mario Levrero-. Por supuesto que en esta serie hay que incluir, además, las lecturas que traía de antes, sobre todo las de la biblioteca que por estos lados fundó la singular editorial Minotauro -Samuel Delany, Philip Dick, Úrsula K. Leguin, Octavia Butler, Kurt Vonnegut, Ray Bradbuy- o las escrituras alojadas en la revista El Péndulo.

Sin embargo, creo que si algo marca el pulso de Las visiones venenosas es la inquietud y la zona minada de incertidumbre y abstracción que suele modelar a todo relato fantástico: la pregunta por los límites de la realidad, lo cognoscible, lo explicable en términos de racionalidad o irracional plenas: ¿Es posible esto que vemos? ¿Este horror es parte de mi imaginación? ¿Es esto simulación o realidad? Y en el diseño de las voces de estas muchachas me interesaba explorar también ese lugar entre la juventud, la inocencia, la infancia, al aproximarse a fenómenos que no terminaban de comprender. En ese lugar del trabajo con la vacilación, creo, gravita el texto.

Mientras armaba un mapa de afinidades electivas, es decir, una constelación de textos para dialogar de forma imaginaria, me incliné particularmente por el efecto y la intensidad de lecturas que me habían producido los libros de Stanislaw Lem, aquel particular escritor polaco de libros como Solaris o La voz del amo y por supuesto la idea de ficción paranoica que trabaja Piglia a propósito de Philip Dick o de Roberto Arlt. Me interesaba una especie de ciencia ficción centrada en la especulación sobre una entidad superior, una suerte de figura extraterrestre, entidad no-humana, que puede digitar los destinos desde un más allá desconocido.

Stanisław Lem
Stanisław Lem

Si tuviera que identificar dos materiales que trazaron muy bien esa ruta, tengo que decir que en el proceso de escritura llegué a tener claridad sobre todas estas ideas gracias a Mark Fisher y su libro Lo raro y lo espeluznante. Allí se nombraban piezas tales como Tiempo desarticulado de Philip Dick y Word on a Wire de Fassbinder dos ficciones que operan muy al estilo del film The Truman Show (1998 – Peter Weir): el mundo en que vivimos no es otra cosa que una compleja simulación, lo que desemboca, muchas veces, en formas de alucinación paranoica. ¿Qué pasa si en verdad el mundo en que vivimos es, en verdad, una simulación extraterrestre?

No creo que haya una única receta para el trabajo de la escritura ni una única manera de trabajar los textos. Puedo decir que en general mi proceso de escritura y de trabajo están ligados a la maniobra con imágenes algo difusas, a veces esmeriladas, con ideas que van tomando forma y se definen, salen de un estado abstracto o indeterminado a medida la trama va marcando sus límites, trazando surcos más o menos definidos, y de allí se unen a otras. Tomo notas todo el tiempo de esas ideas, intuiciones, deseos, preguntas o inquietudes alrededor del texto. Y es un poco en esa clave que voy uniendo unas ideas a las siguientes, trabajando con esa masa informe para que vaya tomando el aspecto de un relato coherente.

En el medio, por ejemplo, hago dibujos de los espacios, de los personajes, de determinadas escenas, de la topografía y la arquitectura de la novela: cuartos, escaleras, cocinas, baños, terrazas, subsuelos, recovecos en plantas, arquitecturas, casas -acá, las llamadas comunas- donde viven los grupos de chicos y chicas que han sido convocados por estas entidades. Me gustaba imaginar aquellos espacios como envoltorios que van rodeando un corazón, una voz, la de la narradora.

Andrei Tarkovski
Andrei Tarkovski

Si una parte del proceso sobre el texto tuvo su elaboración mientras estábamos atravesando la obligación a la reclusión que nos trajo la epidemia del covid en 2020 y 2021, creo que fue ahí cuando también aproveché a revisar la filmografía de Andrei Tarkovsky. Había estado de casualidad en una exposición retrospectiva que hacían de él en el Eye Filmmuseum de Amsterdam y había vuelto a fascinarme con su trabajo alrededor del sonido, las atmósferas, las actuaciones, los espacios. Esa relación mística con la imagen y con cada mundo que iba desplegando. Sentía que operaba con recursos que podían servirme en la construcción y el diseño del universo en que estaba trabajando.

Me interesaba, sin lugar a dudas, su transposición de Picnic Extraterrestre de los Hermanos Strugatzki titulada Stalker: La zona (1979) y donde lo que se describe es, sin duda, el recorrer un espacio inteligente, la ilusión de llegar a una habitación que cumple deseos, el atravesar una geografía específica dotada de autonomía y que conduce a los protagonistas a un estado casi de locura. Este fue también mi enlace con Solaris de Lem -que Tarkovsky también adaptó al cine- donde hay un planeta particular, hecho de un océano protoplamástico, que no es otra cosa que una inteligencia alienígena. Me interesaba en gran medida esta idea del diálogo y la exploración de la razón de una entidad otra, la espera de una respuesta de esa entidad -muchas veces, en claves que no son las humanas- y que pueda colaborar en el desencriptado de un misterio.

Fermín Eloy Acosta
Fermín Eloy Acosta

Cuando tenía avanzada la escritura se me ocurrió, además, que el libro podía funcionar, en términos de estructura, como un gran tablero de juego, como una especie de casa de muñecas donde las protagonistas pudieran ir desplazándose, como un relato donde los personajes cumplieran diversos roles a medida entraran o salieran de ciertas situaciones. Imagino que es una novela muy articulada alrededor del trabajo con la observación y la escucha y con la introducción de pequeñas variaciones en la repetición.

El proceso de corrección fue, sin duda, tanto o más arduo que la escritura de la fábula que se extiende a lo largo del texto. Suelo pensar a mis libros como fruto del proceso de armado de una compleja artesanía. Trabajo corrigiendo con lectura en voz alta, por lo que debo hacer que el material, de alguna manera, suene, se afine, se vaya armando como en una cabalgata rítmica donde una frase sigue a la siguiente y un párrafo se engancha al otro. A la manera de una melodía.