
La fotógrafa mexicana Graciela Iturbide ha sido galardonada con el Premio Princesa de Asturias de las Artes 2025, consolidando su lugar como una de las figuras más influyentes en la fotografía contemporánea. El jurado destacó su capacidad para crear “un mundo propio… desde la crudeza de la realidad social hasta la magia espontánea del instante”.
Este reconocimiento se suma a una trayectoria ya distinguida con premios como el Hasselblad (2008) y la Medalla de Oro de Bellas Artes y Literatura de México. Pero ¿qué hace tan poderosa su mirada? ¿Por qué su obra conmueve y trasciende más allá de la fotografía documental?
Una poética de lo invisible
Nacida en Ciudad de México en 1942, su carrera en esta disciplina comenzó en los años 70 como asistente del fotógrafo y cineasta Manuel Álvarez Bravo, de quien aprendió todo lo que pudo. A partir de ahí, su obra ha sido una constante búsqueda por capturar lo intangible: emociones, rituales, identidades y espiritualidades que conforman el alma diversa del mundo y, en especial, de México.

En lugar de registrar, su cámara contempla y va más allá de lo latente, a las profundidades de las emociones. En una de las imágenes que realizó en la región india de Benarés se ve a una mujer sola, sosteniendo un canasto, en las aguas del Ganges, que parecen casi infinitas gracias al encuadre. En otra de las más famosas, Nuestra señora de las iguanas (1979), retrata a Sobeida Díaz, una vendedora de iguanas en el mercado de Juchitán, en Oaxaca (México), como si fuese una deidad.
Iturbide no solo captura instantes, sino que genera atmósferas. A través de la composición, el uso de elementos naturales, etc., la fotógrafa no busca explicar, sino provocar: transmitir lo sagrado y lo cotidiano como un mismo pulso. Imágenes como esa producen en el espectador un estado de profundo desconcierto ante la realidad. Y al tener en cuenta, en su forma de pensar la imagen, el punto de vista del espectador, Iturbide consigue que este se sienta parte de la imagen.
Esa forma de mirar –intensa, empática, intuitiva– es lo que hace que su obra seduzca a públicos de México y del mundo. Su sensibilidad para hacer palpables emociones no nombradas y complejas conforma ya un lenguaje propio.
Retratar con dignidad
Que su ojo fotográfico contiene una gran sensibilidad es evidente por las imágenes que captura y que son intensamente emotivas, con una sensibilidad que parece natural; la emoción emana de ellas. Desde la pose que empodera no solo al sujeto retratado, sino al espectador, el ejemplo es claro. Así se puede ver en los rostros de las mujeres de Juchitán o las del desierto de Sonora.

Lejos del exotismo o la mirada antropológica, su cámara busca una cercanía emocional. No retrata sujetos, sino presencias. Hay resistencia y belleza en los rostros que capta, y hay también una interpelación directa al espectador: no solo vemos la imagen, nos sentimos parte de ella.
Para Iturbide, la fotografía también es un juego visual: una exploración entre figura y fondo, entre lo humano y su entorno. Así se percibe en obras como El señor de los pájaros (1985), donde un hombre parece fundirse con las aves que lo rodean. Los animales, recurrentes en su obra, no son elementos decorativos; son cómplices, símbolos vivos de una cotidianidad que mezcla lo mítico con lo terrenal. En muchas comunidades retratadas, la naturaleza es un personaje más. Iturbide captura esa convivencia con una mirada respetuosa y poderosa.
La muerte como presencia
En México, la muerte significa rito, memoria, celebración. Y esa visión está muy presente en la obra de Iturbide. Sus imágenes abrazan la finitud como parte del existir. El instante fotográfico se vuelve una forma de permanencia fugaz pero profundamente afectiva.
Vivir, recuerda la artista, es también mirar con amor al otro: reconocer su cuerpo, su cultura, su existencia. En sus retratos hay un afecto silencioso pero contundente. Y quizá por eso su obra, más que documentar, transforma la realidad en experiencia estética y emocional.

Además, utiliza con frecuencia las referencias a otras imágenes dentro de las suyas propias e invita al espectador a interpretarlas a partir de este juego. En un retrato de mujer sentada en una mesa, al lado de la pared, en Ciudad de México (1969), se puede ver muy claro. En la pintura del fondo se repite el tema de la muerte: una tumba, un hospital y una recámara vacía. Pero además, la silueta del cráneo del mural tiene un parecido formal con la cabeza de la modelo. Esto hace que la figura resalte y, además, le da coherencia temática al retrato, ya que la modelo, fumando y bebiendo, puede indicar también un anticipo del final de la vida.
Graciela Iturbide ha construido un lenguaje visual donde la poética, la emoción y la dignidad se entrelazan para contar historias universales desde lo profundo y desde su gente. En sus retratos se revela un México plural, vibrante y espiritual.
Su trabajo resalta la riqueza del sujeto inmerso en una cultura del mestizaje, en armonía con la naturaleza y las raíces ancestrales. No como consigna, sino como esencia viva que se manifiesta en cada imagen.
Su legado trasciende géneros y fronteras. Porque como bien señaló el jurado del Premio Princesa de Asturias, “sus imágenes no solo muestran lo que ve, sino también lo que siente”. Y eso es lo que hallamos en Graciela Iturbide, una emoción profunda.
En un tiempo donde las fotografías circulan veloces, pero pocas veces conmueven, Iturbide recuerda que mirar puede ser un acto de amor y resistencia.
* Profesor Investigador especialista en Artes Visuales, Universidad de Guadalajara.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.
Fotos: EFE/ EPA/ Erik S. Lesser; AP Foto/ Eduardo Verdugo, Archivo; Graciela Iturbide/ La Fábrica.
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