
Dice María, escribe María, que de ella solo queda la mitad. Se refiere a la mitad que aún se mueve y le responde; el lado izquierdo de su cuerpo, el que no fue paralizado por el accidente cerebrovascular que alteró su vida de modo radical en 2021.
No es del todo cierto lo que dice; sí es verdad que la parte derecha de su cuerpo está ahí pero “inútil” y, como está ahí, tampoco es un fantasma (“No hay fantasma de lo que todavía sobrevive”, razona). Sí es cierto también que tiene dificultades para hablar –el trastorno se llama disartria y lo define como “la lengua materna en el muelle de las brumas”-, como también es cierto que se vio obligada a aprender a escribir con la mano inapropiada, a negociar con ella la sintaxis, a dejar de lado la palabra justa y deseada y a calmar la ansiedad del pensamiento en la nueva coreografía de su escritura.
No es verdad sin embargo que de ella solo quede la mitad: su brillo aún fulmina y su mordacidad y su humor negro permanecen intactos (“La parálisis despierta el rencor o hace que la sinceridad sea más irresponsable”). Su sensibilidad y su especial atracción por el ridículo por encima de la tragedia, también. El uso de las palabras y el ritmo que les impone conservan la singularidad de su prosa, si bien luce menos barroca por la necesidad de ceñirse a las dificultades, pero lo hace sin conceder ni un milímetro de gracia. Ya con eso su literatura sigue entera.
Lo explica así ella misma en La merma (Random House), su nuevo libro, una vez más un texto excepcional de género propio en el que conviven todas las María Moreno: la cronista, la ensayista, la lectora, la narradora, la poeta, la biógrafa y autobiógrafa y la entrevistadora.
“He renunciado a mis excesos barrocos y a mis enumeraciones caóticas rococó. He llegado a la síntesis por un déficit, no por voluntad. Y he ganado lectores: ahora soy transparente, mientras que mi habla se vuelve, a veces, infranqueable”.
“Mi voz suena como un shofar que imita la voz de una tortuga en el fondo del mar”.
“Mi mano derecha tiene su propia vida que yo no domino, pero puedo sentir. Duele a veces como si estuvieran oprimiéndola, aunque suelo pescarla quieta sobre su plataforma. También es fingidora y nueva rica: nunca siento que sostiene una plasta o una verdura cruda, o una escoba –esa acción no formaba parte de su experiencia habitual–. Solo plumas o papeles. Anteojos muy nítidamente. No inventa. Recrea su pasado. No todo”.
“Ahora que soy solo mi lado izquierdo me da por filosofar”.
“Por fin pertenezco a un grupo vulnerable y hablo en primera persona y no en nombre de otros como un alma bella biempensante o ‘paladín de la criada’, expresión de un matemático jocoso que terminó suicidándose”.

Presente de pérdida
María Moreno es periodista y escritora. Es alguien que vuelve a los temas en sus textos una y otra vez, a través de historias y ensayos críticos que cruzan registros cultos y populares y fue también una pionera de lo que podría llamarse periodismo de género y de teoría queer. Es autora de varios libros –El affair Skeffington, El petiso orejudo, A tontas y a locas, Banco a la sombra, Vida de vivos, Panfleto, Oración, Contramarcha, Por cuatro días locos- y del celebrado y premiado Black Out, unas memorias que la llevaron a ocupar un espacio clave en el mapa de la literatura argentina y de la literatura en español en general.
En su nuevo libro, la protagonista es una vez más ella misma pero son también los otros, los que comparten el espacio de la enfermedad y la supervivencia con la cronista de escritorio que describe desde la memoria de la cama o la silla de ruedas. No hay un tiempo exacto en La merma sino una cronología difusa de pasados remotos y recientes. En un orden aleatorio aparecen los hombres a los que sedujo y también aquellos a los que traicionó, la trabajadora sexual a la que convoca porque es “incapaz de sentir lástima” y capaz de hacerla sentirse viva, el alcohol como instrumento de olvido, la casa de la infancia que era una intemperie y la madre que no sabía cuidar pero también el hijo que le salvó la vida “y la mantuvo más allá de lo posible”.
Hay en La merma, también, un presente de pérdida o, mejor, de falta, justo para alguien como ella, que abrazó al psicoanálisis como insumo clave de su escritura.
Me gustaría advertir que no será posible hallar algo parecido a “la literatura como cura” en el libro de María Moreno: ni historias de vida ejemplares ni testimonios de resiliencia (algo en esa palabra no me gusta; no sé si es la palabra o su uso, o quienes abusan de su uso, debería pensarlo mejor). Los relatos del tiempo que pasó internada, de la cofradía de sanatorio y de los tactos rectales para disolver bolos fecales; la historia del sexo pago de la discapacitada cuyo clítoris “quedó del lado derecho” o de los tratamientos para la recuperación del habla, la deglución y la motricidad no aspiran a servir de ayuda para nadie ni buscan despertar la conmiseración.

María no habla en nombre de nadie salvo de ella misma y solo escribe, sigue escribiendo. Su literatura en estado puro exhibe la belleza áspera de la narrativa de un sobreviviente de un campo de concentración. Admiradora impertinente de Rodolfo Walsh, María no es una fusilada que vive sino una impedida que puede.
“No mastico, rumeo (...). Realmente no es agradable verme comer. Es que mi izquierda no es nacida y criada para ser una derecha (...) Sostengo las ensaladas entre las piernas. Abro las botellas con los dientes y me rasco contra las manijas de las puertas. Nada ofende más que utilizar otras partes del cuerpo que las establecidas. Uso las servilletas para lo que verdaderamente sirven: para ser manchadas”.
“Me río de la gente que se queja de la rutina: ya querría yo tener una rutina”, me dijo hace unos meses en un audio por whatsapp, algo cansada de los grandes y los pequeños accidentes diarios que sobrevienen a una experiencia como la suya. Ese mismo día me habló del nuevo libro, al que describió como un libro de narraciones pero, sobre todo, de “mini ensayos”. Un libro en el que reflexiona sobre lo que llama su “mutación”, transcribe sus “maquinaciones de tullida” y cuenta historias de prótesis. Porque María sueña con prótesis:
“La pregunta insiste: ¿puedo amputarme el brazo o la pierna –no me atrevo a los dos juntos– que solo sirven para conservar el principio de simetría o sea un modelo de belleza al que me opongo y contra el que milito?”
Y obsesionada con eso, busca respuestas en videos de Instagram o Tik Tok y también entrevista a personas que viven con prótesis en el lugar de sus extremidades. Necesita preguntar, quiere saber qué es, cómo se siente. Los testimonios que reproduce (el de Fred, alias “Manitas” y el de María Inés Mato, nadadora de aguas abiertas con una prótesis en la pierna izquierda llamada “Fellini”) pasan por su tamiz, de modo que transmiten experiencia cruda pero también aire de suficiencia.
Hay momentos en que se sorprende porque se ve bella, atractiva, capaz de seducir y hay otros en los que la discapacidad funciona como efecto de realidad y por primera vez cae en la cuenta de que nunca hasta entonces había dejado de pensarse como mujer fértil.
Todavía internada, memoriza las caras de enfermeras perversas, psicólogas malintencionadas o médicos desaprensivos porque se propone volver a insultarlos cuando consiga caminar. Ya a la salida de la internación, sueña que vuelve a caminar pero que nadie se da cuenta. En sueños nunca, en cambio, se traslada en silla de ruedas.
Días atrás, en una entrevista con Alan Pauls a propósito de su nuevo libro de ensayos (Alguien que canta en la habitación de al lado), conversábamos acerca de María Moreno y de la excepcionalidad de su obra. Transcribo algo de ese pasaje de la charla en la que Alan buscó desentrañar el milagro de esa literatura.
— En tu libro escribís algo buenísimo sobre María Moreno; es muy difícil sustraerse a lo que provoca la escritura de María y esa manera de su obra y de ella, incluso, de ser un género en sí mismo. Decís que ella es “la más contemporánea de las contemporáneas”, o algo así. Me interesa ese concepto.
— Sí, me parece que ella tiene algo muy genial que es que está como al tanto de todo. Está enterada de todo. Es como si hubiera leído siempre lo último que se escribió sobre todo. Y nunca deja de ocupar una especie de posición muy fechada, ¿no? Como su biblioteca sabemos que viene de los años 50, 60, 70, sus ideas vienen también de esa órbita.
— Su modo de mirar.
— Sí. Sabemos que viene del psicoanálisis,, del estructuralismo, de una especie de marxismo de Freud o marxismo muy, muy extravagante. O sea, nunca abandona esa especie de fortaleza y, a partir de esa fortaleza, está en todas partes antes que nadie. Y para mí esa es una cosa prodigiosa. Porque no es alguien que está a la par, en el sentido de que tiene su vocabulario. Su léxico. Su lengua. Su idea. Su programa. Y ese programa es como si le permitiera moverse en todas las direcciones. Ser siempre la más filosa, ser siempre la más perspicaz. Y nunca está de moda. Eso es para mí lo genial de María, es hípercontemporánea en el sentido de que es anti moda, ¿no? Es como que entiende perfectamente qué es ser contemporáneo y en qué sentido ser contemporáneo se opone a tener el modelito de primavera/verano. O sea, ella sigue usando el modelito. Lo que pasa es que yo creo que lo que tiene María es una especie de cabeza bestial y el modo en que ella, o su cabeza, o lo que sea, procesó esa biblioteca, ese programa, esas ideas, esas matrices teóricas o políticas, es algo increíble. Porque el nivel de rendimiento que les da a esas retóricas, a esos pensamientos, es algo que nadie logró hacer.
— Es muy lindo cuando ella habla de cómo procesa sus propios textos, y lo que llama su “cartoneo” de sí misma.
— Sí, bueno, ella tiene un poco esa prédica. Como la que cartonea.
— El bricolage.
— Sí. La lumpen, la ciruja del saber. Yo creo que es cierto en el sentido de que hay algo como muy bárbaro en lo que hace. (...) Pero me parece que lo que no dice María es la cantidad de operaciones que hace con esos cartones que recoge. O sea, ahí hay como una sofisticación…
— Omite su arte en un punto, ¿no?
— Sí, exacto. Omite todo ese proceso increíble, muy, muy, muy refinado.
— Sofisticadísimo.
— Muy sofisticado. Porque, bueno, conocemos muchos cartoneros del saber y no todos llegan a las cimas a las que llega ella. Y, después, lo que hay que decir también es que, efectivamente, María es una escritura pura. O sea, ella hace pasar todo eso por la escritura. Es imposible imaginar que la cabeza de María pudiera tener otra lengua que la que tiene cuando escribe. También inventó eso. Inventó la lengua para esa manera de procesar los cartones.
Una carrera sin tiempo
Solo alguien como María Moreno pudo haber pensado para su libro sobre su vida luego del ACV un título tan sutil como bestial, La merma. Solo una cabeza como la suya podía encontrar en esa palabra la definición de un estado de inermidad, de impotencia. Van algunos sinónimos de un término casi técnico, utilizado en el mundo industrial, el del comercio, también en el textil. Merma: mengua, disminución, decrecimiento, aminoración, pérdida, menoscabo, detrimento, quebranto, perjuicio.

Y ahora sí, miren con detenimiento la foto de la tapa del libro, obra de Sebastián Freire y su ojo exquisito, esa aguja delicada. María no anda ni camina, vuela. La mano derecha, antes la mano para todo, también la mano de escribir, “yace exangüe, lívida (...) los dedos apiñados, las uñas pintadas de rojo, apenas firmes para sostener un abanico como las damas en un cuadro de Prilidiano Pueyrredón”.
En la imagen de Freire, María parece estar corriendo una carrera sin tiempo en su silla eléctrica. La conduce con insolencia, más atrevida que nunca. La impulsa con la mano izquierda de su oscuridad.
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