
A sus 83 años, Graciela Iturbide, galardonada con el Premio Princesa de Asturias de las Artes, ha inmortalizado el México contemporáneo más profundo y su lente es una leyenda viva, aunque afirma que su mayor placer está en “la complicidad” con la gente que fotografía.
Iturbide confiesa que “le cuesta mucho valorar su trabajo”, e incluso admite romper aquellas fotos que no le entusiasman, pues su “pasión” no reside en la imagen final, sino en el acto de capturar el movimiento de los juchitecas en los mercados del sur de Oaxaca, como lo hizo a finales de 1970 con Nuestra Señora de las Iguanas, o en los vastos desiertos de Sonora, donde retrató Mujer Ángel.
“Yo nunca he visto (a los pueblos indígenas) como ‘el otro’. Eso no quiere decir que no me sorprendan sus costumbres (...) La cámara siempre ha sido un pretexto para conocer la cultura de mi pueblo”, argumenta la también ganadora del Premio Hasselblad (2008), la distinción más importante en fotografía.

La efímera vida de la fotografía
Museos importantes, desde Estados Unidos hasta Japón, han sido testigos de la mirada poética de la mexicana, pero sus fotos también viven en las casas de los juchitecas y los seris —pueblo indígena del desierto de Sonora— que ha fotografiado, una enseñanza que le heredó el pintor Francisco Toledo (1940-2019) y con la que puso en duda la inmortalidad de la fotografía.
Para Toledo, comenta, “era muy oportuno y decente” mostrar a la gente las fotos en las que estaba impresa su identidad. Siguiendo este consejo, la artista le regaló una copia de Cabritas antes de la matanza’ (1992) al dueño del rebaño asesinado. Tiempo después, Iturbide regresó a esa misma casa para preguntar por las imágenes, y relata que el hombre “abrió un cajoncito” donde estaban “todas las fotos de las cabritas comidas por los ratones”.

“A las fotografías también se las comen los ratones o el sol”, reflexiona sobre la efímera existencia del documento analógico.
En el estilo de la multipremiada artista visual está la memoria de quienes la influenciaron: su maestro, el fotógrafo Manuel Álvarez Bravo; la activista italiana Tina Modotti; el recién fallecido Sebastião Salgado; e incluso el escritor mexicano, Juan Rulfo; quien, en varias ocasiones, le pidió que lo fotografiara, pero ella se negó al sentirse inexperta.
Lo onírico reposa en la mirada
De hecho, en los sueños de la fotógrafa aparecen los ilustres que marcaron su vida, como cuando anticipó la muerte de Toledo, también defensor de los pueblos indígenas en Oaxaca. “Estaba en Guatemala y soñé que Toledo se moría, pero mi sueño era ir a su tumba y cerrarle los ojos con pétalos de rosa”, recuerda con un gesto ensoñado, similar al que oculta con un par de pájaros en su serie de Autorretratos (1989).

Ese misticismo onírico, cargado de poesía, fue lo que resaltó el jurado, convocado por la Fundación Princesa de Asturias, para hacerla merecedora del galardón español que le será otorgado en octubre. “Me sorprendió mucho, nunca me había imaginado tenerlo (...) Hasta mis vecinos me felicitaron porque lo vieron en la televisión”, apunta tras describirse a sí misma como mestiza, al tener sangre mexicana y española, e incluso estar relacionada con el héroe de la revolución Agustín Iturbide.
Sobre su próximo discurso en el Teatro Campoamor de Oviedo, la premiada asegura que está meditando las palabras, consciente de los grandes oradores que la precedieron, como Leonard Cohen, uno de sus músicos preferidos y ganador del Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2011.
Con humildad y avidez, Graciela Iturbide sostiene que su deseo más grande es fotografiar “hasta el último día de su vida”, porque es su forma de entender el mundo, sus instantes y su cultura. Por ahora, hará cine con su nieto, Diego, con quien, tal vez, se atreva a usar, por primera vez, “una camarita digital” que tiene guardada y nunca ha usado.
Fuente: EFE
[Fotos: José Méndez/EFE; archivo AFP]
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