
No pudo, Isabel Allende. Aunque la serie basada en su vida fue realizada con respeto, producción impecable, archivos minuciosos y su supervisión personal, no pudo. Cuando se estrenó en 2021 y apareció el primer episodio, Isabel se detuvo. La escena: una camilla, un hospital, su hija Paula inmóvil, casi sin vida, apenas moviendo los ojos. “¿Por qué lloras?”, preguntaba Paula. Instantes después, empezaban las convulsiones. Isabel no pudo seguir mirando. Cerró los ojos. O el alma.
Paula murió en 1992. Lo que siguió fue un silencio, y luego un libro: Paula (1994), una carta escrita al borde de la muerte. Un intento de detener el tiempo. De hablarle a su hija aun cuando ella ya no podía oírla. De recordarle —y de recordarse— que la vida había existido. Que dolía, pero que había sido real.
Hoy, Isabel Allende tiene 82 años. Sigue escribiendo. Sigue narrando la vida como si el mundo entero pudiera entrar en una casa. Y lo hace una vez más: este mayo publica su nueva novela, Mi nombre es Emilia del Valle. Es otra historia, otra voz. Pero también es una continuación. Porque Allende no escribe capítulos, escribe generaciones. Y Emilia —con su búsqueda, su desgarro, su apellido— parece llegar desde algún lugar de esa misma casa de los espíritus donde todo empezó.
Una escena que no se borra
En Paula, ese libro que fue duelo y testamento, Isabel escribió una de las escenas más desgarradoras de la literatura latinoamericana de fin de siglo. Ernesto, su yerno, se arrodilla junto a la cama y dice: “Muérete, mi amor”. Isabel, sin poder hablar, sólo piensa: “Muérete, hija”. La frase no es una renuncia; es una forma de compasión.
La novela se volvió un fenómeno mundial. Pero para Isabel, no fue una obra más: fue el lugar donde depositó lo que no se puede decir en voz alta. En 2021, casi tres décadas después, ver esa escena reproducida para televisión fue insoportable. Aunque supiera que era ficción, aunque hubiera leído los guiones, aunque todo fuera parte de su historia. Esa herida, todavía hoy, no cicatrizó.
Y sin embargo, volvió a escribir.

Emilia aparece temprano
Desde hace más de cuarenta años, cada 8 de enero, Isabel Allende comienza un nuevo libro. Esa fecha, que fue el día en que le avisaron que su abuelo moría, se volvió una liturgia. Así empezó La casa de los espíritus. Así empezó Paula. Así empezó, también, Mi nombre es Emilia del Valle, la novela que llega a las librerías este mes y que pone otra vez a una mujer en el centro de la tormenta: ella nació en los Estados Unidos pero su padre biológico es chileno y la abandonó. Una guerra civil en Chile la llevará como periodista a ver el conflicto y sanar su pasado.
“La historia oficial es la historia que ya han sanitizado. Hubo campañas en la Guerra del Pacífico en que los generales chilenos no se dieron el trabajo de estudiar el terreno y se llevaron a miles de personas a morirse de sed en el desierto. Esa es la historia que hay que contar”, dijo la autora en una entrevista con Infobae.
Emilia no es Paula. No es Isabel. No es Clara, Blanca ni Alba. Pero su sangre viene de ese mismo linaje literario: mujeres que escuchan, que anotan, que recuerdan. Mujeres que no se rinden aunque la historia intente borrarlas. Emilia busca a su padre, que la abandonó antes de nacer. Pero también se busca a sí misma: ¿quién fue antes de que la historia la alcanzara?
La novela puede leerse como un regreso a sus temas fundantes, desde una perspectiva distinta. Y tiene razón. Es una vuelta a los temas fundantes —la familia, el autoritarismo, la identidad, el cuerpo como archivo—, pero sin la pátina del realismo mágico. Emilia no habla con fantasmas. Pero carga con todos.

La niña sin patria
Isabel Allende nació en Lima, en 1942. Hija de diplomáticos, nieta de militares, sobrina de presidentes, exiliada antes de saberlo. Su padre, Tomás Allende, se fue, por su propia voluntad, pronto. No hubo fotos. No se hablaba de él. La madre —Francisca Llona, a quien todos llamaban Panchita— crió sola a sus hijos hasta que el cónsul chileno Ramón Huidobro se volvió figura paterna. “El tío Ramón fue mi mejor amigo”, diría Allende. El padre biológico nunca volvió. “Lamento, Paula, que en este punto desaparezca este personaje, porque los villanos constituyen la parte más sabrosa de los cuentos”, escribiría Allende mucho después.
Pasó parte de la infancia en Beirut, donde vio por primera vez que lo natural podía ser exótico. Allí también forzó el armario cerrado de su padrastro y encontró una edición en español de Las mil y una noches. Ese fue su verdadero primer amor literario. Entre la sensualidad de Sherezade y el encierro de una niña curiosa, se formó la escritora que sería.
El abuso
Pero también vivió el miedo. A los ocho años, en la playa, un hombre se puso a jugar con ella, le convidó mariscos y avanzó: “Y entonces se quedó mirándome con una expresión indescifrable y de pronto tomó mi mano y la puso sobre su sexo. Percibí un bulto bajo la tela húmeda del pantalón de baño, algo que se movía, como un grueso trozo de manguera; traté de retirar la mano, pero él la sostuvo con firmeza mientras susurraba con una voz diferente que no tuviera miedo, no me haría nada malo, sólo cosas ricas”. La salvó el llamado de la niñera.

Pero días después lo volvió a encontrar, fue con él. “Aquí estamos bien, dijo, acomodando unas ramas para formar un lecho, tiéndete aquí, pon la cabeza en mi brazo para que no se te llene el pelo de hojas, así, quédate quieta, vamos a jugar a la mamá y al papá, dijo, con la respiración entrecortada, acezando, mientras su mano áspera me palpaba la cara y el cuello, bajaba por la pechera del delantal buscando los pezones infantiles, que al contacto se recogieron, acariciándome como nadie lo había hecho jamás, en mi familia nadie se toca”.
Y avanzó más: “No llores, déjame, sólo voy a tocarte con el dedo bien suave, eso no tiene nada de malo, abre las piernas, suéltate, no tengas miedo, no te lo voy a meter, no soy imbécil, si te hago cualquier cosa tu abuelo me mata”.
El hombre se frotó hasta el final. Le hizo una cita para el día siguiente y la conminó a no decir nada. Con los años, ella cree que alguna marca le debe haber dejado pero “no siento repugnancia o terror, por el contrario, siento una vaga ternura por la niña que fui y por el hombre que no me violó”.
La joven que tradujo y reescribió
A los 17 años empezó a trabajar como secretaria en la FAO. Aprendió mecanografía, tradujo novelas románticas del inglés. Pero no se limitó a traducir: reescribía. Cambiaba las personalidades de las heroínas, alteraba los diálogos, incluso modificaba los finales. “Sin querer, empecé a escribir”, dice.
Se casó con Miguel Frías. Tuvo dos hijos: Nicolás y Paula. Vivieron en Bolivia, en Europa, en Venezuela. En Chile, trabajó como periodista. Fue redactora de la revista Paula, que marcó una época. Allí publicó entrevistas que desafiaban la moral de la época. Una de ellas, a una mujer infiel, duplicó las ventas de la revista.

En esos años se acercó al feminismo. Aunque, como reconoce, no le alcanzó para repartir las tareas domésticas. “Creía que la liberación consistía en asumir también los deberes masculinos. No se me ocurrió delegar parte de mi carga.”
El golpe, el exilio, la carta
En 1973, el golpe militar en Chile lo cambió todo. Su tío, Salvador Allende, murió en La Moneda. Isabel escondió a personas perseguidas, los ayudó a salir del país. Hasta que el peligro la alcanzó. Exiliada en Venezuela, con su matrimonio en crisis, con sus hijos lejos, empezó a reconstruirse.
El 8 de enero de 1981 le avisaron que su abuelo estaba muriendo. Escribió una carta. Y no paró. Se convirtió en La casa de los espíritus. Fue un éxito mundial. Carmen Balcells la representó. Europa la celebró. América Latina la discutió. Y Allende, la mujer sin país, se convirtió en una voz imprescindible.

Desde entonces, nunca dejó de escribir. Cada 8 de enero, una nueva novela. Una nueva mujer. Una nueva forma de nombrar el dolor.
Emilia y las otras
Mi nombre es Emilia del Valle no es una secuela. Pero tampoco es ruptura. Es un hilo más en el tapiz. Emilia es periodista. Es testigo. Su madre desapareció en plena dictadura. Ella, décadas después, investiga. Encuentra cartas. Encuentra ausencias. Encuentra versiones contradictorias. Y sobre todo, encuentra que en la memoria de una familia se esconde siempre un país.
El apellido del Valle resuena. Pero no es una repetición. Es una resonancia. Emilia es hija literaria de Clara, Blanca, Alba. Pero también es hija de Paula. Y de Isabel.
A los 82
¿Qué hace Isabel Allende a los 82? Escribe. Se casó por tercera vez a los 77. Da entrevistas. Da clases. Recibe premios. Acepta con ironía su lugar en el canon. Dice que no se siente del todo de ninguna parte. Que habla con acento. Que es extranjera en todas partes. Pero nunca dejó de escribir en español.
El español es su patria.
Los muertos no se van
En Paula, en La suma de los días, en Afrodita, en Inés del alma mía, en Violeta, en Emilia, los muertos hablan. No como fantasmas. Como recuerdos. Como preguntas sin respuesta.
“¿Por qué lloras?”, le preguntó Paula desde la camilla.
Hoy, desde su escritorio en California, Isabel Allende vuelve a escribir para contestar. No con lágrimas. Con palabras.
Y con una certeza: las historias, si se escriben bien, no terminan nunca.
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