
Chúcaros. Así son los personajes de Diego Angelino. Ásperos, pinchudos. La piel agrietada y la mirada perdida. De pocas palabras. Escapistas. Porque si en algo son expertos es en esquivar la que se viene. Soldado que huye, sirve para otra guerra. No sé. Lo cierto es que no hacen lo que estamos esperando. Se escurren como el agua de una gotera en el cielorraso. Y después, caen. Y todo eso pasa en un remoto lugar que Angelino bautizó Campo del Banco y que solo existe en las páginas de sus Cuentos Completos, que muy bien compiló Eterna Cadencia (2025) y prologó Martín Kohan.

Cuentos completos
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Inspirado en los pueblos que supo habitar cuando niño, el autor despliega un espacio rural donde los personajes hacen lo que pueden. Y no es un lugar acogedor. Tampoco invita a la siesta. Es que hay algo hostil en este mapa inventado donde las cosas menos pensadas suceden. Y casi nadie la pasa bien, pero no lo saben. Es que no conocen otra cosa, entonces: ¿con qué podrían comparar?
“Se hubiera dicho que el Linye se quedó en Campo del Banco para morir. Como si después de andar tanto dijera justamente eso: he andado mucho y ahora alguna vez voy a morir y no se puede morir andando, hay que quedarse quieto para esperar la muerte”, dice el narrador en “Jaurías”, el sexto de los veinte relatos que conforman la antología del escritor que hoy vive en El Bolsón.
La cosa es así. Parece ser que un día llega al pueblo un linyera y con él unos perros bravos, muertos de hambre, que le hacían compañía. Mientras el pobre tipo vivió, todo bien. Pero el problema surgió cuando el Linye se murió. “Esos días antes de la muerte, esos días durante la muerte, los perros ya no estaban tranquilos, ladraban continuamente y se abalanzaban detrás de los carros o bajo las patas de los caballos”. Y aunque todos los hombres que habitaban el “Macondo entrerriano”, salieron en la búsqueda de estos animales desquiciados, a caballo y con escopetas, no lograron nada. O al menos no lo que pretendían. Porque algo pasó, sí. Pero no te lo voy a contar.

Lo que hubo y ya no hay
“No se trata de contar una historia sino de decir que ya no hay música en Campo del Banco: lo que hay que narrar es una falta, lo que hay que narrar es una ausencia, lo que hubo y ya no hay, lo que había y ya pasó”. Y en esto el escritor es experto, sutil y elegante. “Es un arte de narradores eximios”, continúa Kohan en el prólogo y tiene razón. Porque la antología se mete con todos los temas: el suicidio, la guerra, la viudez, el filicidio (es que la familia Álvarez tuvo un lobizón), la vejez, los accidentes estúpidos. En fin, pasan cosas, pero nunca y en ningún momento hay golpes bajos. Todo lo contrario.
La narración desliza en papel de seda y los hechos transcurren como si nada, aunque son tremendos en casi todos los casos. Pero sí hay algo que se parece y mucho a la desesperanza y a la melancolía. Como si la existencia estuviera predeterminada y no hubiera nada que hacer frente a los designios del destino. Como sea, cada historia nos interpela y logra involucrarnos hasta el final.
“Nadie supo cuando murió Viejo Pancho. Un día empezó a llegar desde la galería un olor como a galpón con carros abandonados y cueros destrozados por la polilla. (…) cuando lo tocaron se fue cayendo despacio. El cielo había empezado a oscurecerse y todos batían palmas y agarraban tarros y lo dejaban solo. Él seguía cayendo, lentamente, arrastrando en la caída al viejo banco que se deshizo contra el suelo”. Así termina el cuento número 4, Viejo Pancho, un anciano dispuesto a olvidarlo todo porque “un día descubrió que la memoria es como un caballo mal amansado que da un salto o dobla cuando se le antoja”.
Hay poesía en la desgracia y mesura en esto de contar la muerte. Y muertes hay muchas en esta antología. Todas ellas sin vértigo, de a poco, como algo que sencillamente sucede. Como En otro sol, la quinta historia, cuando el personaje se clava su propio cuchillo al caer de su caballo llamado Oscuro y sabe lo que le espera: “Abrió los ojos y no se preguntó qué le había pasado, ni siquiera qué le estaba pasando. La mano siguió suspendida (…) y fue a posarse sobre el vientre, encima de la herida por donde escapaba su propio calor sanguinolento. (…) Sabe que va a morir, pero no es eso lo que en ese momento le preocupa, sino saber cómo hará para subirse al Oscuro de nuevo. (…) Casi desde la muerte golpea las ancas del Oscuro. El sol no tardará, y él sabe que de día va a resultar más difícil perderse”.

De los veinte hay dos que me gustaron mucho. Uno es Cartas desde el Perú y el otro, El contador de historias. En ese orden. El primero habla de un hijo que no recuerda a su padre más que apoyado en el vano de la puerta. Dice que un día los abandonó sin más. Y fotos no tiene porque su madre había quemado todo. Lo único que conservaban de él era su nombre. Pero un día llegó una carta y él supo. La madre la escondió, sin leerla. Ni ella ni nadie en la casa pudo hacerlo. Hasta que un día: “Una mañana en la que estábamos nuevamente solos, mi madre dijo, intempestiva: ¡Abrila vos! Yo no pienso leerla”. Y a partir de ahí se despliega una preciosidad de 4 inolvidables páginas. Una delicia.
Y el segundo trata de un hombre al que llamaban “el Contador de Historias, pero era una sola vapuleada historia, trajinada y rehecha a lo largo de dos décadas, corregida y perfeccionada de bar en bar o mejor, de un rostro a otro”. Se preguntarán cuál era la historia que contaba este señor una y otra vez. La de un maremoto que le arrancó la vida de raíz, pero siguió hasta que no. “Su metáfora preferida era comparar la vida del hombre con un pétalo, ni siquiera con una flor, sino con sus partes deshechas y moribundas y arrastradas y vapuleadas por las aguas de un torrente. ¡No somos más que esto!, decía, y abría la palma vacía, gastada, surcada por los años”.
Las 151 páginas de Cuentos Completos, de Diego Angelino, indagan en el insondable mundo de las cosas que pasan. Y lo hace a través de hombres y mujeres, ensimismados y torpes, que no pueden con ellos mismos. Vecinos en conflicto, viejos y linyeras olvidados. Jaurías implacables. Viudas, suicidas o soldados. Algunos de ellos se desplazan o saltan de un cuento al otro, como en una fuga, quién sabe. Lo cierto es que no son el típico gaucho del campo argentino y cada uno carga con un misterio que será develado en el momento preciso o solo si hace falta. Será por eso que Victoria Ocampo escribió, en una carta enviada el 30 de octubre de 1973: “He leído su cuento. Quiero decirle que me ha gustado el tono de esas páginas. Me gusta cierta simplicidad directa y la manera de contar. Desde hace 15 años formo parte del Directorio del Fondo (no sé hasta qué día) y me llamo Victoria Ocampo. Lo saludo cordialmente. Siga escribiendo”.
Y qué suerte que Angelino le hizo caso.
¿Quién es Diego Angelino?
Diego Angelino (1944) nació en Entre Ríos y a los 20 años se fue a vivir a la Patagonia. Su obra está compuesta por cinco novelas y dos libros de cuentos. La primera novela, Al sur del sur, permanece inédita. En 1974 ganó el premio La Nación con su libro de cuentos Antes de que amanezca, editado bajo el título Con otro sol, cuyo jurado estuvo integrado por Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Alicia Jurado y Adolfo Bioy Casares. Una de sus novelas, Sobre la tierra, se editó en Barcelona en 1979 y fue llevada al cine por Nicolás Sarquis. Su última novela, Al país de las guerras (2019), fue publicada por la Universidad Nacional de Entre Ríos, Argentina.
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