
Andrés Neuman acaba de publicar por Alfaguara una novela acerca de la vida de María Moliner. Con el magistral manejo del lenguaje característico de su obra, Neuman nos sumerge en el mundo complejo y maravilloso de la lexicógrafa, bibliotecaria y filóloga española, una de las figuras más importantes de la lengua castellana. Su obra y el diccionario como bitácora de la vida privada de Moliner son algunos de los ejes de esta novela que pone en su sitio a una mujer fuera de serie que creó un diccionario diferente, como la vida que llevó.
—¿Poeta, cuentista, novelista?
—Es una pregunta que para mí pone en el mismo plano dos cosas que en realidad no son comparables, porque la poesía es el fundamento de la actitud ante el lenguaje.
La poesía implica todo lo demás y el cuento es una posibilidad de la escritura que me encanta y que adoro como lector y como escritor. Pero la respuesta es la poesía, no en tanto género literario que preferiría sobre el relato breve, sino en tanto que sin poesía no puede haber nada más, ni en el uso de la lengua. O sea, es la posibilidad de la literatura la poesía. Entonces habría que elegir poesía necesariamente.
—¿Y por qué pensás que todavía, aun hoy, después de tanta desacralización, que en otra época la tuvo, la poesía sigue siendo considerada por muchos el género más difícil de leer?
—Esa es una muy buena pregunta. Primero que hay un péndulo de sacralización y desacralización, que es como pasar a limpio la mirada, que está bueno que pase. Hay períodos que se adhieren a las vanguardias y otros que las revisan. Y hacen falta las dos cosas, porque la vanguardia cuestiona el canon, pero también se amanera y se vuelve una especie de gesto. Y cuando el gesto empieza a embalsamarse, hay un período como de relectura de la tradición de vuelta a ciertas formas más armadas. Y después, cuando dura demasiado tiempo el péndulo en lo clásico, la cosa se empieza a poner más conservadora, más previsible. Y entonces viene una ruptura.
Del mismo modo que eso ocurre con la tradición y la vanguardia –y como decía Octavio Paz “con las tradiciones, las vanguardias”–, me parece que pasa con el papel de la poesía. Hay momentos de la historia donde lo oportuno y contracultural es vestirla de paisana, de hacerla muy coloquial, de mezclarla mucho con esa diferencia que decía Machado, tan adorable: la diferencia que hay entre “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa y lo que pasa en la calle”. Entonces hay un momento para lo que pasa en la calle, tanto por los temas como por la forma. Y otro momento donde dicen bueno, está bien, pero esperá, y el aliento de lo sagrado, y la tentación, y la puerta entreabierta a lo trascendente y las grandes preguntas de siempre. Es saludable ese péndulo. Si no se mueve ese péndulo, se muere la poesía. Entonces, es genial.
Yo siempre fui de la idea de que cuando haya un apocalipsis final, que estamos haciendo todo lo posible para que ocurra cuanto antes, solo van a quedar dos cosas: las cucarachas y los poemas. Son como criaturas irreductibles. La poesía ha sobrevivido a sus propias demoliciones una y otra vez. Lo sagrado sería esa forma de prestar atención. Y ahí fíjate cómo aterrizamos de pronto en María Moliner sin querer. Porque su su acepción anómala y poética de cuidar el diccionario de uso, cuando hay una excepción en alguien tan sistemática y obsesiva, como María Moliner y un libro tan unitario y coherente, cuando se produce una ruptura de la propia regla de juego, yo me lo tomo con la declaración de principios y en el Diccionario de uso de María Moliner, la primera acepción de “cuidar” no es la usual, no es la coloquial, es la etimológica: ”pensar”, por la etimología que es cogitare que va evolucionando semántica y fonéticamente cogitare, coitare, cuitar, cuidar.
Con ese significado intermedio, precioso, de tener cuita o estar cuitado, que vendría a ser, digamos, algo que preocupa y de lo que te tienes que ocupar y cuidar. Entonces al recordar ella (Moliner) que cuidar es sobre todo pensar, parece estar diciéndonos que lo más inteligente que se puede hacer es cuidar, que hay que cuidar el pensamiento y pensar los cuidados, que es una cosa que ella hace, no solamente durante toda su vida, sino en su diccionario. Doña María se arremanga y se da a la tarea de mencionar de forma pragmática, clara, concisa y didáctica qué es la poesía, que es algo que Gustavo Adolfo Bécquer evitó responder. Me parece adorable cómo ella aterriza lo abstracto que ella comprende y sistematiza mejor que nadie, pero lo traduce a la lengua cotidiana y a lo próximo.

—Hasta que empieza a brillar se llama tu nuevo libro, que es una biografía extraña, compleja, fragmentada, y a la vez multifacética, de María Moliner. ¿Por qué llegaste a este título, que es hermoso?
—La búsqueda de un título es agónica y es bonita. Y bien, algo de Tántalo. Cuando crees que estás a punto de apresar el núcleo de tu libro y nombrarlo, te das cuenta de que el título es una boludez y no funciona. O se lo comentas a alguien con enorme entusiasmo y no le gusta a nadie de tus referentes cercanos, y eso se suma más al desconcierto. Años estuve en ese estado, como suele ocurrir con los libros, cuando me topo con esta frase de Emily Dickinson (“No conozco nada en este mundo que tenga tanto poder como una palabra. A veces escribo una, y la miro, hasta que empieza a brillar.”) Emily Dickinson era una poeta de cabecera para la generación de Moliner, y fue bibliotecaria y sobre todo, estamos hablando de dos mujeres con vidas y caracteres muy diferentes, pero que tienen en común la capacidad de encerrarse, de recluirse en la lengua para transformarla. Y Emily Dickinson era como una poeta reclusiva, pero que vivía obsesionada por los seres voladores.
Y María Moliner, en la segunda mitad de su vida, después de una vida muy movida, muy nómada y muy de inspectora de bibliotecas rurales, de embarrarse literalmente para salir al mundo a cuidar bibliotecas, después de ser represaliada por la dictadura, tiene una segunda mitad de su vida mucho más sedentaria y para nada pública y mucho más en principio triste, gris, oprimida y muy intramuros. Y es ahí cuando de pronto esa segunda mitad de la vida de María Moliner, que es como rehacer la lengua encerrada en tu casa, podía ser un posible vínculo. Pero por supuesto, esa sensación terrenalmente sagrada, de escribir una palabra y quedarse mirando. Esa especie de asombro primordial de escuchar el fulgor de cada palabra, le pasa a la poesía y vuelve a ocurrirle a los diccionarios. Por otro lado, el modo resumía esa especie de condición estelar que tiene Moliner no en el sentido del estrellato, sino de lo que tarda en llegarnos la luz de alguna gente, porque ella vivió su vida, toda su vida se la entregó al conocimiento y a la cultura, aunque conozcamos de ella solamente el diccionario que se la devoró como si fuese una selva. Lo cierto es que hasta el nombre le vampirizó. Doña María tuvo muchas vidas y solo una de ellas coincide con el diccionario, pero todas las demás están en el diccionario y conducen hasta esa notoriedad fugaz, pública, al final de su vida.
Y eso me seducía mucho también de la figura de Moliner. Es una heroína casi anciana que consigue subir la más alta de las montañas al final de su vida, al borde de la jubilación, con un montón de nietos ya a cuestas. Y es ahí cuando el mundo supo quién era María Moliner, a pesar de que había sido docente, una gran bibliotecaria del siglo XX, había fundado una escuela, había abierto casi dos centenares de bibliotecas rurales, las había visitado todas, había elaborado el plan bibliotecario de la España republicana, es decir, había entregado su vida a la cultura y a la lengua, pero solo al final de toda esa vida fascinante es cuando empezamos a saber quién era. Entonces también resumía un poco esta trayectoria de una tenacidad enorme y una capacidad de reaccionar ante la adversidad y también de emprender una misión generosa, incansable, haya alguien o no que esté esperándola.

—¿Cuál es el origen de este libro?
—Todos los libros nos llevan toda la vida. Pero en este caso, además, si lo pienso desde la sombra de las palabras, desde niño. Si lo pienso desde la academia, desde que estudié Filología y Lingüística y me enteré de que había un diccionario que, como decía García Márquez, era “el más completo, útil y divertido de la lengua castellana”. Y, como también dijo él, dos veces más largo y más de dos veces mejor que el de la Academia. Y ahí, además, me empezó a entregar una brecha que obviamente es de género, pero también canónica, que tenía que ver por qué si era vox populi, si en el pueblo de la facultad, o sea, en los pasillos, en la cafetería, por afuera, en el aula, estaba claro que el mejor diccionario que usábamos para escribir era el de Moliner, si, esto era un hecho, ¿por qué en las materias se detenían tan poco en eso? O sea, por qué había poca atención al Moliner, si fuera del aula era obvio. Y eso me lleva a mi propia ignorancia, que es compartida con casi todos los que hemos usado el diccionario. Por qué sé tan poco sobre la autora de mi diccionario preferido. Incluso, aunque haya datos ahí para ser estudiados. Y por qué se la construyó en el imaginario como una señora que un día en la cocina de su casa se pone a hacer un diccionario, lugar donde jamás trabajó en su vida.
Como cuento en la novela no hay foto de ella en la cocina, ni zurcía calcetines, como tuvo la mala puntería de decir también García Márquez: “Lo que más le gustaba era zurcir calcetines”. Y francamente zurció poco. Es interesante que en el imaginario primero se la haya desposeído de su pasado político, después se la haya situado en un lugar tradicional y de un rol doméstico. La primera vez que me hablaron de ella me dijeron lo escribió en la cocina. En el imaginario colectivo hay gente que estudió su biografía e infinidad de artículos académicos, pero eso no llegó al imaginario. Entonces me preguntaba si la ficción no podía jugar su papel en intervenir en ese imaginario y en retratar un personaje trabajando precisamente desde esos huecos del imaginario de doña María Moliner. Entonces me puse a hacer la tarea muy grata, muy trabajosa, primero de investigar y leer todo, prácticamente lo que hay ante los ámbitos de la gramática, de la lexicografía, de la bibliotecología, de estudios sobre Doña María. Después, leer el par de biografías que hay, y eso me llevó a preguntarme qué es lo que faltaba. Y a pensar en construir una tesis literaria. Y es más una novela basada en la vida de María Moliner que una biografía.
—Una biografía novelada, pensaba yo.
—Es la historia de amor que doña María Moliner tiene con palabras desde su infancia hasta su senectud. Es la biografía de las palabras de doña María, de cómo estudiar su vida. Entre otras cosas, me enteré que su vida estuvo llena de hitos pioneros, de adversidades y de peripecias décadas antes de que empezara su diccionario, o sea que muy al contrario del lugar común, su vida, ya sin el diccionario, daba para una novela, y esto no se suele recordar colectivamente. Su vida como niña que se tiene que poner a trabajar cuando su padre la abandona y se fuga a Buenos Aires y se convierte en una estudiante autofinanciada en época en que las mujeres ni siquiera estudiaban, daba para una novela. Su vida como ciudadana nómada de España, que es donde su oído se descentraliza y se abre porque su diccionario lo escribió en Madrid, pero de ningún modo es el diccionario de una madrileña. Y esto es muy importante en Latinoamérica. No por nada su hermana Matilde se doctoró en Historia Latinoamericana y estudió los procesos de independencia latinoamericana. Había algo de escuchar otras normas para discutir el canon central. Su marido era catalán, lo conoce en Murcia. En Murcia se habla un castellano más parecido a Andalucía, donde vivo yo, que no es el canónico dentro de España. Su marido hablaba dos lenguas, evidentemente, porque era catalán, además sabía alemán y crían a sus hijos en Valencia, donde también se habla otro castellano y otra lengua. Entonces, cuando vuelve a Madrid, su vida está muy descentralizada. La vida de María, como fundadora de bibliotecas y como inspectora de bibliotecas rurales es una novela en sí. Así que hay muchas novelas y muchas vidas en Doña María, hasta que el régimen franquista le cae encima y empieza el último turno de su vida, que es curiosamente el que genera el diccionario.

Entonces, me pongo, y esta fue la tarea más literaria, a releer el diccionario de Moliner, pero ya como un libro. Bien, me lo pongo a leer no como filólogo y como lingüista, me lo pongo a leer como un libro. Ya que su vida desemboca en el diccionario, qué nos contará el diccionario de su vida. Me pongo a leerlo en orden alfabético, buscando todas las palabras que definen una vida. Desde la A, de amor o de autoridad; pasando por la C, de cuidar; la M, de mujer, matrimonio o madre; la P de pan, de poesía o patria, etcétera. Y ahí me llevo una sorpresa inmensa, y este creo que es el descubrimiento del libro, porque empiezo a tener la sensación cada vez más firme, corroborada, de que estaba contando su vida.
—Es fantástico eso. Plasmaba su historia como madre, su historia como ciudadana, como trabajadora, cifrado ahí adentro, para el que lo quiera leer.
—La pregunta es cómo fue posible esto. Y la respuesta, de nuevo, es tan evidente que era invisible. Doña María cuenta su vida en su diccionario, que es un diccionario de autor, escrito en un momento de su vida por una sola persona, de forma coherente, con una sola voz, si no por otra cosa más estrictamente lingüística: es un diccionario de ficción lingüística, porque los ejemplos de María Moliner, la mayoría, están inventados. No son citas de grandes textos, no es un diccionario de autoridades, es un diccionario de un hablante en plenitud de facultades y de libertades. El Moliner contiene cientos de miles de ejemplos que Doña María se inventó. Cuando vos te inventás los ejemplos de tu lengua, palabra por palabra, ¿a qué recurrís? A tu vida cotidiana, a tu memoria, a tu experiencia biográfica, deliberadamente a veces y otras, inevitable o inconscientemente. En lo político, deliberadamente. El problema con un diccionario es que lo consultas intermitentemente, pero si lo lees de corrido, te das cuenta de las estrategias narrativas de doña María. Porque lo apolítico era muy deliberado todo el tiempo. Era dar con un ejemplo inofensivo y un ejemplo políticamente conflictivo. Cuando iba a verbos tan aparentemente apolíticos como ‘bloquear’, ella va y lo define como interceptar algo para que no llegue a su destino; y después da dos ejemplos: una pelota en un juego y después una emisión de radio, hablemos de la censura de la dictadura. La palabra ‘libre’, que es deliciosa, dice “libre como los pajaritos”, “ya salió de la cárcel, está libre” siempre una de cal y otra de arena. Esta es una de sus estrategias, y esto, obviamente, es deliberado, digamos. Se enfrenta a la autoridad académica, pero también a la autoridad política, y la autoridad, el patriarcado mismo. Si hay alguien que se enfrentó a la autoridad con la lengua es María Moliner. Una mujer no académica, no filóloga, porque estudió Historia, en mitad de la dictadura, contestando en un diccionario escrito por una institución que no admitía mujeres. No se puede ser más contestataria.

—Volviendo a la cita de García Márquez sobre si zurcía calcetines, ¿es posible que la mirada romántica que se tiene de Moliner es porque era mujer?
—Obviamente, no solo posible, es altamente probable, porque nadie se imagina a Menéndez Pidal haciendo huevos fritos. A pesar de que como dijo Sor Juana, “si Aristóteles hubiera guisado mejor, habría filosofado”. Entonces, más allá de que la cocina tiene su filosofía, yo pensaba mucho en Hebe Uhart, aunque no lo parezca, en esta novela, porque decían que a María una de las cosas que más le gustaba y la relajaba y la conectaba de nuevo con el cuidado inmediato, era regar las plantas. Y yo me acordaba de Guiando la hiedra. Entonces, más allá de que guiar la hiedra o estar en la cocina o limpiando, o ejerciendo cualquier tarea doméstica, tiene su parte de foco en la vida y de atalaya para pensar muchas cosas, doña María en qué momento pasa de manejar la política bibliotecaria de la España republicana y de fundar las bibliotecas rurales de su región a estar en la cocina. Es como un cambio un poco violento en su rol. Lo cierto es que en su caso no estaba en la cocina, fue ubicada ahí de modo erróneo, y por supuesto que eso tiene que ver con que estamos hablando de la primera profesora de la historia de la Universidad de Murcia, y cuando, como se cuenta en la novela, ella accede a ese cargo que ejerce brevemente, le dan la bienvenida al “elemento femenino”; y la palabra que emplean es “elemento”.
Entonces, en la academia, la definición de madre era “hembra que ha parido”, y en el claustro del Rectorado, qué lugar hay por una lexicógrafa, una bibliotecaria, una intelectual de su generación, entonces, claro que tiene que ver con eso. Pero precisamente por eso a doña María, que le gustaba tanto la etimología de “recordar”, que tiene que ver con volver a pasar por el corazón, con el recordo. Y la ficción es un mecanismo de recuerdo. Entonces me parecía que para recordarla en sus otros escenarios y en su justa medida y calibre, la ficción podía ayudar. Como que cuando leemos una novela o vemos una película o una serie que nos conmueve, y a mí, doña María me conmueve, pasa a formar parte de nuestra memoria afectiva y ocupa un lugar en nuestro imaginario personal, y eso me parece que con un artículo académico o un ensayo o una biografía no se lograba. Hacía falta que doña María fuese personaje.
—¿Cuál fue tu agencia política para escribir este libro? Desde el ejercicio activo de un acto de parar de voz políticamente frente al lenguaje y frente a la escritura.
—Primero, más allá de que como filólogo y estudioso de la lingüística no puede fascinarme más María Moliner. Soy un hablante dislocado de mi lengua. Digamos, exiliado. Igual que ella era una exiliada interior en España por razones políticas, yo siempre me sentí exiliado dentro de mi propia lengua materna, por mi historia familiar y de mi familia exiliada, digamos. Yo me crié en dos lugares, hice la escuela en dos países que presuntamente hablan la misma lengua, que comparten, digamos una gramática, pero no una lengua. Y esto me hizo siempre estar muy perplejo frente a mi idioma. O sea, perdí la certeza, no puedo hablar español sin sentirme confuso, desarraigado y muy dudoso, muy balbuceante, de hecho “balbuceo” es mi palabra favorita del castellano. Y ahí Moliner, que era española pero incómoda para España, escribía en Madrid, pero se pateó media España y ni hablaba ni pensaba como madrileña.
La lengua de María Moliner es mucho más hospitalaria y compartible para Latinoamérica que el diccionario académico hasta el día de hoy, con el DRAE hay conflicto, María Moliner es parte de nuestra familia. He comprobado que en Latinoamérica, el amor por María Moliner es el mismo que en España, aunque se le añade el matiz anticolonial. Está la lectura feminista, está la lectura anticanónica, está la lectura puramente lingüística, que es un gozo y se le agrega que no es un diccionario colonial, es otra cosa. Todo eso a mí me interpela muchísimo, porque tiene que ver con la historia de mi vida. La incomodidad con respecto al centro de mi propia lengua. Todo el mundo que me conoce íntimamente sabe que yo tengo tres acentos castellanos. Tengo un acento más de Granada, más andaluz, que es con el que aprendí a defenderme en en la escuela y a jugar a la pelota en Granada, para poder socializar con mis compañeritos andaluces. Un ibérico más indetectable y menos andaluz, sobre todo cuando viajo por España, pero que lo hago solo, como que cuando voy a mi pequeña ciudad, que es mi otra ciudad donde nació mi hijo, donde vive la mamá de mi hijo, me vuelvo más andaluz cuando viajo por España. Y cuando estoy en Latinoamérica, y muy particularmente en Argentina, de forma natural, hablo como hablaba cuando yo era chico, esa especie de porteño maltrecho que me quedó... No sé cuál es mi habla verdadera. Las tres, ninguna, porque todo ese rompecabezas, todo eso, te conforma.

—Hay algo que me quedó de alguna charla nuestra, tuvimos pocas pero las recuerdo todas. Y cuando leí este libro, dije “acá es donde se para él”. Vos te parás en la búsqueda de la definición. Lo hacés en tu poesía, lo hacés en tus cuentos, en vos. Has tenido tu propio diccionario, el de barbarismos. Es como una toma de posición.
—Es que si te das cuenta, es el único libro que transcurre íntegramente en España, porque he escrito mucho más sobre Argentina que sobre España, después de treinta y pico de años habitando en España, mucho más que en Argentina. O sea, mi visión es que casi toda mi vida transcurría en España, pero toda mi familia es argentina. Mi educación familiar es argentina, pero mi vida real, cotidiana, desde niño, es mucho más española que argentina. Entonces, cuando por fin me siento más seguro para situar una ficción en España, lo hago con una persona que puso en crisis la idea de lengua. No lo pensé cuando decidí hacerla, pero evidentemente estaba guiado por ese instinto. El conflicto de la lengua es transversal, de lo que se deduce es que igual que toda la vida de María Moliner desemboca de forma natural en su diccionario, por ahí todo, todo aquello que me interesaba literariamente, desembocaba en escribir este libro sobre ella. Mi objetivo explícito y consciente era reivindicar a María Moliner. Y después, hay otra cosa, que es muy personal y es política de un modo de nuevo como oblicuo, que es como a mí me interesa la política, y es que María Moliner es una heroína anciana y yo he sido siempre un niño muy de sus abuelas. Hay muchos libros míos que hablan de mis mayores, de mi madre y mis abuelas. Y he escrito mucho sobre mis abuelos en general. Y la novela está dedicada a mis abuelas. Me gustaba la idea de sentir como si María Moliner fuese mi abuela imaginaria. Y me gustaba sentir que de algún modo doña María es la abuela de todas las personas que amamos las palabras o trabajamos con ellas. Que es una figura que nos acompaña, nos cuida, nos protege desde un lado no paternal, no paternalista, sino como el lugar en el que te podés refugiar y abrigar.
Contar la historia de alguien que en vez de tener sus mayores aventuras cuando jovencita emprende la más arriesgada, osada e incierta de sus aventuras en edad de jubilarse y de tener nietos. Y eso me parecía político también, porque, de hecho, en el régimen franquista, una mujer de su edad, en teoría no tenía derecho a hacer lo que hizo María Moliner.
—¿Cuál es la recepción en España de este libro?
—Es muy hermosa, muy conmovedora. Nunca me lo hubiera imaginado. Primero, porque, bueno, yo tengo un origen extranjero, precisamente por eso a mí me aterraba mucho. Hice la secundaria ahí, la primera vez que voté en mi vida fue en España. A efectos de ciudadanía cotidiana, soy más español que argentino. Además, desde que soy menor de edad, o sea, en la teoría de la Constitución y mi pasaporte, no cabe duda de que soy ciudadano español de pleno derecho. Pero después la mirada social no se construye con tu pasaporte, con la Constitución, por desgracia. Entonces, yo mismo decía cuán intruso puedo ser. Y por eso creo, en mi intimidad, que tardé más de treinta años en animarme a escribir un libro sobre España. Me llevó toda una vida de ciudadanía española atreverme a entrar ahí. Y le entré en el lugar en el que más cómodo me sentí, que es el de la lengua misma, porque, sí, soy filólogo y me dedico a las palabras. Entonces, mi única manera de hablar de la guerra civil, del franquismo, era desde las palabras, no desde las grandes batallas, movimientos, de que este general hizo tal cosa, el golpe de Estado. Eso los españoles lo saben más que yo, y lo escribieron mejor que yo, nadie necesita que yo vuelva a contar cómo fue la Guerra Civil, pero cómo se nombra en un diccionario todo eso es que yo miraba a mi alrededor y no parecían estar escribiendo sobre eso. Entonces me dije: si nadie lo agarra, lo agarro yo. Y por otro lado, era definitivamente un modo de hacer algo que siempre me obsesionó, que es tratar de reconciliar mis orillas porque es una figura querida en Argentina, pero que sale de España y eso es muy raro y muy difícil. Y me parece que ahí el hecho de que su papá huyera a Buenos Aires me abrió una puerta, que era emocional. La recepción fue buena, mucho mejor de la esperada.Y las historias de vida que estoy escuchando a propósito del Moliner y con la excusa de la novela, me están desbordando emocionalmente.

—De todo lo que estudiaste, ¿qué fue lo que más te sorprendió de su vida? Todo lo que me contaste ya es fascinante, estaba documentado. Tiene que haber algo que encontraste que vos no sabías y que te conmovió en este escrito.
—En cuanto a la información, los dos datos que más me estremecieron fue primero su herida rioplatense con su papá, porque es una mujer que se pasa la vida redefiniendo su lengua materna en diálogo con el fantasma paterno, porque lo único que le dejó su papá antes de abandonar a la familia para siempre fue el mandato del estudio. Y doña María se convirtió en una estudiante furiosa, como que hubiera estado toda su vida estudiando para su papá, a pesar de su papá, porque al irse él, casi ella se queda sin estudiar, y sobre todo contra su papá. Es una herida que ella procesó así. Aplastar al papá con la estudiante en la que se convirtió. Y eso es una hipótesis emocional que es inverificable y que no está en ninguna parte. Eso me conmovió mucho. Y después, bueno, fue la sorpresa tan feliz de que su diccionario sea una obra literaria. O sea, cuando ya había decidido que su vida era una novela, me puse a releer el diccionario pensando que era un complemento, y me encontré con la novela de su diccionario.
—¿Cómo pensás el estado de la lengua española hoy?
—Está muy tomada por la violencia. Muy atravesada por la tecnología y lo mediático, para bien o para mal, pienso. O sea, no voy a hacer el ejercicio de decir qué hubiera dicho María hoy en día, que a veces me lo preguntan, pero por respeto a ella, sí. No voy a utilizar a doña María para convertirme en su portavoz de ciencia ficción. O sea, bastante hay con repasar lo que dijo para usarla en lo que diría hoy, pero simplemente pensando en lo que sí dijo y lo que sí hizo. Ella no era alguien que rechazase la lengua de los medios, sino que la analizaba porque tomaba nota de los diarios, escuchaba la radio y le interesaba el habla juvenil. Si tomamos eso no como una hipótesis, sino como lo que realmente hizo, podemos imaginar simplemente que ella se paraba en un lugar muy interesante, que era cómo se articula el uso correcto de la lengua con la renovación incesante generacional y tecnológica que se va dando en la lengua, en un lugar atento pero no conservador. Ese fue el lugar que ella tuvo toda su vida. Era menos reacia a los extranjerismos y a los neologismos. No le venía bien cualquier cosa, era una lingüista rigurosa, heterodoxa, pero rigurosa, pero estaba mucho más abierta a los tecnología, a los neologismos y a los extranjerismos que la Real Academia que hasta el día de hoy sigue siendo absurdamente purista, no.
El purismo es una postura política, también. Esta cosa de los cristianos viejos y los cristianos nuevos y la pureza de sangre tiene un correlato en la lengua. Una cosa que a mí me asombra es la norma de poner las palabras de otras lenguas en cursivas, que es como una aduana que detecta al extranjero. La pregunta no es si es en cursiva o en redonda. La pregunta es: ¿es oportuno el uso de esta palabra?, ¿dice algo? ¿Se entiende? Entonces no es ni cursiva ni no cursiva. O sea, ¿por qué hay que marcar la procedencia de cada palabra? Sobre todo desde el punto de vista de la historia de la lengua, es un ejercicio francamente vano en la medida en que todas las palabras vienen de otro lado. No hay palabra que no haya migrado. Esos pequeños gestos que parecen ortotipográficos y que son políticos, también, María Moliner tenía una postura rigurosa pero desprejuiciada.
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