En 1968 y tras patear el tablero de la escena tanguera una vez más con el estreno de María de Buenos Aires, Astor Piazzolla pareció convencerse de la necesidad de dejar por escrito los aspectos más sobresalientes de su vida.
El periodista y escritor Alberto Speratti trabajó con el compositor marplatense y en abril de 1969 fue publicada Con Piazzolla, la primera biografía del notable bandoneonista y compositor marplatense. El libro, además, terminó siendo un acto fundacional de la mitología piazzolliana, un relato ya legendario, infaltable en cualquier reseña sobre el artista.
Ausente de las librerías desde hace más de medio siglo, el libro tuvo este mes una reedición a cargo de la editorial Vademécum, esta vez con la curaduría del especialista rosarino Carlos Kuri (autor de Piazzolla, la música límite y Archivo Piazzolla).
A continuación, un fragmento del capítulo en que se narra —recordemos: esta es la primerísima versión impresa de aquella fantástica historia— el célebre encuentro del niño Astor Piazzolla con Carlos Gardel en la ciudad de Nueva York, en febrero de 1934.

Piazzolla y Gardel en Nueva York
A los diez años se es un montón de cosas. Se tiene un pasado, apretado y chiquito, un presente como una llanura y un futuro que cabe en tres palabras: cuando sea grande. A los diez años, Astor Piazzolla acumulaba, como en el cuarto de los trastos viejos, al marino que recorrió el mundo con su barco a vela, a una historia de inmigraciones y afincamientos que culminó en el casamiento de sus padres —tras pasar peripecias que envidiarían Romeo y Julieta— y su propio accidentado nacimiento, que aterró tanto a la madre, que no quiso reincidir y lo situó en la ríspida, angosta franja donde viven los hijos únicos.
Acumulaba también sus propias experiencias, sus primeros amigos, sus correrías, una madre que trabajaba duramente, un padre bromista, inquieto, dominador, definitivo. Eran tiempos en los que el chico respondía en inglés cuando le hablaban en castellano, y a lo sumo accedía a confesarse italiano: argentino nunca, por temor a ser confundido con un portorriqueño. Eran tiempos en los que “tenía muchos problemas en la escuela, no me gustaba, era camorrero, no quería lola con el colegio por nada del mundo. En realidad, no me gustaba que me mandaran; nunca me gustó que me impongan cosas, que me empujen, que me tomen de las solapas, que me tironeen. Aún hoy me pone nervioso”. No pudo entonces enamorarse de su primera maestra, la cambió por sus amigas y sus compañeritas para cumplir con sus primeros escarceos de Don Juan.
[…]
A los trece años, Astor Piazzolla se enamora de María Alberti, hija de los panaderos del barrio. La sigue, la aguarda, la asedia hasta descubrir que ella prefiere a Peter Renda. Cae en profunda depresión, se rechaza a sí mismo físicamente, se siente feo, poco inteligente, poco destacado. “Qué increíble lo que sufrí entonces. En el 58 volví al barrio a mirar y todo estaba perdido en la memoria. Tan poca cosa entonces, y a mis trece años todo eso parecía definitivo, que el tiempo no iba a pasar nunca”.
Entonces, llega la cauterización, la vida nueva. Como una ráfaga, a los trece años su vida es inundada, de pronto, por los acordes que llegan desde la casa de un pianista húngaro que vive al lado de los Piazzolla. Se llamaba Bela Wilda, y “mamá me decía: ‘Qué hacés que no salís con tus amigos, tenés trece años, a tu edad hay que salir, hay que ir a patinar, a correr y divertirse’. Yo me quedaba en mi casa para oírlo tocar el piano. Él estudiaba nueve horas por día y yo me quedaba como un loco esperando que tocara Bach. A la mañana estudiaba y a la tarde tocaba Bach. A la noche, daba conciertos. Mi papá quería que estudiara el bandoneón, pero yo sólo quería estudiar con Bela Wilda”.
Y lo consiguió. El chico conocía la técnica del bandoneón, su profesor no; pero le adaptó las piezas. La pobreza también fue compartida.
“Este hombre estaba tan mal, pero tan mal, que yo iba a clase llevándole una fuente de ñoquis, tallarines o capellettis, cosas que le preparaba mi madre”. La relación se convierte en una amistad inter familiar, y el matrimonio Wilda almuerza diariamente en la casa de los Piazzolla. Mientras, el discípulo se adentra en la música clásica, conoce a Bach, a Chopin, descubre una veta íntima que sólo esporádicamente empañarán sus correrías, su pasión por la armónica y el zapateo americano, su adhesión permanente al mundo salvaje que se extiende fuera de su casa en el que reina su grupo, en el que puede vivir experiencias definitivas: “Empecé a trabajar en radio en 1933. Al año siguiente ya había grabado discos y era una especie de niño prodigio a quien un chileno llamado Armando Segri introducía en colegios y universidades norteamericanas, tocando la Obertura de Guillermo Tell, Poeta y aldeano o la Marcha turca de Mozart. Luego conocí a Agustín Cornejo y a un peruano que se llamaba Picciardo, con los que formé un trío y actuamos en radio tocando rancheras, zambas, música folklórica del país. Nada de tango. Llamábamos la atención, porque el bandoneón era un instrumento desconocido allá, y mucho más porque lo manejaba un pibe, yo”.

“Yo entonces tenía doce o trece años, y de la Argentina sabía muy pocas cosas. De los músicos argentinos no sabía nada. Pero mi padre conocía a Carlos Gardel de la Argentina, y cuando supo que había llegado a Nueva York le hizo una talla en madera y se la dedicó. Averiguó dónde vivía y me dijo: ‘Andá, lleváselo’”.
“Era en la calle 48, en los departamentos Bellas Artes. Entré a la casa con el paquete, y junto al ascensor había un señor, pelado, alto, que llevaba una botella de leche en la mano. Yo le pregunté en inglés a qué piso iba, y él, en castellano, me dijo que no hablaba inglés. ‘Yo hablo español’, le dije, en mi español bastante norteamericano. Cuando le dije que era argentino, prácticamente no me creía. Era Alberto Castellanos, el que escribía música para Gardel”.
“Subimos hasta el piso dieciocho, y el hombre se tantea los bolsillos y me dice: ‘Venís bien, pibe, me olvidé la llave de entrada’. Así que tuve que pasar por la escalera de incendios hasta entrar por la ventana y despertarlo a Gardel. Pero me equivoco, y a quien despierto es a Alfredo Lepera, que tenía muy malas pulgas”.
“Finalmente desperté a Gardel que, de entrada, me pareció un tipo muy simpático. Casi se desmaya cuando supo que era argentino. Se emocionó, me acuerdo; abrió el paquete, vio la talla y me la agradeció. Me preparó el desayuno, me regaló una foto que aún conservo”.
“Tampoco podía creer que yo pudiera tocar el bandoneón. Después me oyó y me metió en la película, en la que yo hacía el papel de canillita. Era El día que me quieras, y me pagaron veinticinco dólares por debutar como actor. Con él también grabé la música del film para la RCA Victor de Nueva York”.
Carlos Gardel permanece unos cuantos meses en la ciudad y Piazzolla se convierte en su cicerone, en su amigo, en su consejero práctico. Suple su ignorancia del idioma, lo pasea por la ciudad, lo acompaña a las sastrerías a comprarse ropa —“era muy exigente para eso”— y a las mejores zapaterías. En ese tiempo —casi un año— Gardel demuestra un particular afecto por el chico: a cambio recibe una admiración sin límites, un cariño sincero. Y también el apoyo, para cantar acompañado sólo por él, cuando Alberto Castellanos no puede ser de la partida.
“Además, a él le gustaba mucho la ópera; me hacía tocar en el bandoneón temas clásicos, le encantaba la música. La primera vez que me escuchó tocar un tango se me acercó, y muerto de risa me dijo: ‘Mirá pibe, el fueye lo tocás fenómeno, pero el tango lo tocás como un gallego’. Y no se equivocaba; yo no sentía el tango para nada en esos años”.

Cuando Carlos Gardel deja Nueva York, en su séquito figura Corpas Moreno, un motociclista amigo de Vicente Piazzolla, recomendado por este para cumplir funciones de secretario y masajista. Antes de irse, el cantor argentino propone al chico que lo acompañe. Los padres se niegan. Desde México el pedido se repite por telegrama, y también la negativa. (La corta edad podrían haberle acarreado serios problemas gremiales, aun cuando Piazzolla ya hubiera tocado en la orquesta de Eduardo Bianco).
“El día que murió —recuerda ahora— llamaron por teléfono a mi casa y dijeron que había muerto Carlos. Yo creía que era Carlos Gianotti, un bailarín amigo nuestro que estaba en Hollywood. Pero era Carlos Gardel. Y con él, naturalmente, también murió Corpas Moreno”.
“Nos dolió muchísimo la muerte de Carlos, yo no lo sufro ahora, después de tanto tiempo; pero lo lamento como todo el mundo”.
“Lo insólito es que en el año 56 o 57, más de veinte años después, vino a verme Andrés D’Acquila a Buenos Aires y me dijo: ‘Astor, voy a contarte algo que te va a poner los pelos de punta. La vez pasada, caminando por el Greenwich Village, encontré en un negocio que estaba en un sótano, un muñeco todo quemado, todo chamuscado, con un cartel debajo que decía Muñeco que perteneció a un cantor argentino. Bajo, entro y pregunto cuánto vale. La empleada me dice veinte dólares. Busco, sólo tengo diez y le digo mañana lo vengo a buscar. Voy al día siguiente con la guita, y el muñeco ya no estaba. Lo habían vendido’. Es escalofriante pensar en las vueltas que pegó este muñeco. Se lo di yo a Gardel de las manos de mi padre, fue con Gardel, cayó con él en Medellín, quemándose parcialmente, y de allí alguien lo robó. Vaya uno a saber cómo viajó desde Colombia hasta Nueva York, hasta un negocio que estaba a sólo una cuadra de la casa donde mi papá lo talló. Pareciera como si el muñeco hubiera querido volver por un momento a la calle 9, al lugar donde había sido creado”.
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