
“¿Tú ves ese edificio? Tiene como tres apartamentos vacíos", asegura Paula, de 56 años, mientras señala con el dedo una construcción de tres pisos de inicios del siglo pasado. “Los dueños se fueron y están vendiendo, pero nadie tiene dinero para comprar”, sentencia la mujer parada en la mismísima Esquina de Tejas en La Habana, uno de los puntos neurálgicos del comercio de la ciudad hace más de seis décadas.
Mientras se seca el sudor con un trozo de una vieja toalla, Paula le describe la barriada a su sobrino de 22 años, Jean Carlos, recién llegado de un pequeño pueblo de Guantánamo: “Todo está muy malo en esta zona, el que no se ha ido es porque no puede”. La voz de la mujer apenas se escucha entre el pregón de un vendedor que ofrece bolsas con papas, las primeras del año que llegan al mercado informal, y el traqueteo de los taxis colectivos que ruedan por la Calzada del Cerro que da paso, justo ahí, a la calle Monte.
El sol pica en la piel porque abril ya adelanta el verano duro que se aproxima y tanto tía como sobrino se protegen dentro de los portales mientras enfilan en dirección al Capitolio. Los veranos son los momentos más tensos del año en Cuba. Los dirigentes del Partido Comunista les temen a los meses de julio y agosto como el diablo a la cruz. La gente común sabe que en esas semanas los cortes eléctricos se disparan, las largas colas para comprar comida se vuelven más tortuosas debido al calor y la agresividad social alcanza cotas altísimas.
Para Paula, con el verano los sofocos se hacen insoportables, los problemas de suministro de agua en su barrio le colman la paciencia, y el asma, que se le revuelve con el estrés, la obliga a pasar más de una madrugada en algún cuerpo de guardia de un hospital. Pero ahora no quiere pensar en la canícula, en el ventilador que solo echa un aire caliente por esos días ni en la enfermera que le asegura con mirada cansada: “No tenemos salbutamol para el aerosol”. Ahora quiere darle la bienvenida a su sobrino y mostrarle La Habana.
Al paso de ambos, la mujer saluda a vecinos y conocidos. Ramón, sentado en la puerta de su casa, tiene delante de sí una mesa enclenque donde vende desde pegamento instantáneo hasta tornillos. Las frases que intercambian son las mismas desde hace años “¿Cómo va la cosa?”, pregunta el hombre. “Ahí, en la lucha”, responde ella. “La pelea”, “la lucha”, “lo mismo” y “esto” son palabras para definir la difícil cotidianidad de la isla.
Para aludir a los dirigentes del régimen cubano, también abundan en el lenguaje popular mil y una formas. “Esos de por allá arriba”, “los cuellos gordos”, “las primeras. barrigas de la República” o simplemente “ellos”. Para los altos funcionarios del Partido Comunista y el Gobierno, la gente ha reservado el pronombre de la tercera persona del plural. Nadie se confunde. Los de abajo se identifican como “nosotros” y a la cúpula en el poder se le distancia de las penurias y de las posibles soluciones con el lejano “ellos”.
“Hoy pasó la fiana por la mañana, pero me dio tiempo a recoger”, le cuenta Ramón a Paula con una breve sonrisa de victoria esbozada en la cara. La policía también tiene sus numerosos términos en el vasto vocabulario informal de un pueblo acostumbrado al clandestinaje lingüístico y a la metáfora para evadir los castigos y a los delatores. Si de la seguridad del Estado se trata, el catálogo de vocablos es también amplio, inmenso.
El Armagedón, La Trituradora, Los Inquietos Muchachos, Los Quebrantahuesos y otros calificativos advierten a los cubanos de que se acerca la policía política. “El tanque no tiene tapa”, “Hay pitirre en el alambre” o “Tocan las trompetas” son las voces de alarma para cuando hay informantes cerca o segurosos vestidos de civil. Ramón sabe bien cómo actúan porque durante su juventud fue uno de ellos y ahora los detecta desde lejos, los identifica por el corte de pelo o por esa incomodidad que se les ve al llevar puesta una ropa que no es de su estilo: actúan raro aunque vistan un jean desgastado y roto en las rodillas, una camiseta con letras en inglés y una gorra ladeada con el símbolo del equipo de los Yankees de Nueva York.

“Primero pusieron a un par de muchachos jóvenes en la esquina, haciéndose pasar por gente que estaba esperando un carro, pero la pinta era evidente, detrás venía el operativo”, le cuenta a Paula y su sobrino la razia policial de unas horas antes. Jubilado con una mísera pensión, el hombre se percató de que, si dejaba la mercancía frente a su puerta, iba a terminar con una multa y la confiscación de los productos, en el mejor de los casos. “Nada más que me metí para dentro de la casa sentí las sirenas de la policía y cargaron con todos los merolicos”.
La calle Monte y otras avenidas habaneras como Galiano y Belascoaín son el reducto principal de los vendedores informales. La mayoría, gente anciana o con discapacidades que monta su pequeño e improvisado puesto en el que exhibe bisutería, fosforeras y máquinas desechables de afeitar. Representan el escalón más bajo del comercio privado en la capital cubana y son los más estigmatizados por la propaganda oficial y los más duramente perseguidos por la policía.
Mientras las tiendas de las mipymes (micro, pequeñas y medianas empresas) se abastecen de productos importados a través de los conglomerados estatales, el vendedor de escalera o portal se nutre de las mulas cubanas que viajan lo mismo a Panamá que a Haití para adquirir pacotilla barata y, muchas veces, efímera. También hacen largas colas en los comercios estatales donde compran por cantidades y después venden al menudeo. La propaganda oficial los culpa de la inflación y los clientes los tildan de especuladores, pero la mayoría de las esponjas de fregar en las cocinas cubanas provienen de sus mantas y de sus mesas precarias.
Con una pensión de 1.400 pesos al mes, alrededor de cuatro dólares al cambio informal, Ramón conforma el ejército de merolicos que, en la isla, depende de las ventas diarias para poner algo sobre el plato. “Cargan con nosotros como si fuéramos delincuentes, pero a toda esta cuadra la abastezco yo de velas, piezas de gente aquí que no puede ni encender el fogón porque no tiene fósforos o no tiene nada que cocinar”, explica con orgullo.
Paula asiente mientras escucha la larga diatriba del jubilado. En una pausa del largo discurso, la mujer logra evadirse por el portal y seguir su camino con el sobrino pisándole los talones, como un extraño discípulo que asimila las lecciones con voracidad, unas clases indispensables para abrirse paso en la dura jungla de La Habana. “No pases por ahí que ese techo se está cayendo”, le avisa la tía.
Jean Carlos mira hacia arriba. Las viejas vigas de madera se curvan hacia el suelo y las manchas de humedad marcan las esquinas. “Tú lo ves así, pero ahí viven varias familias, un día de estos ese edificio se derrumba y ellos caen en medio de la calle”, sentencia Paula. “Cuando llueva, ni se te ocurra pasar por dentro de ningún portal de estos que aquí todo está pegado con saliva, es un milagro que no haya una desgracia cada día”.
De un comedor destinado a personas vulnerable y gestionado por el Sistema de Atención a la Familia (SAF) sale una señora muy delgada. “Eh, Luisa, hace rato no te veía, yo pensé que te había llegado el parole”, le dice con ironía Paula a la anciana que sostiene entre sus manos un envase de plástico. “Parole ni parole. Yo sí 14 no tengo nadie en Estados Unidos que me reclame y me saque de aquí”, se apresura a aclarar la mujer.
El permiso de migración humanitario del Gobierno de Joe Biden, que entró en vigor en enero de 2023, favoreció hasta marzo pasado a 86.000 cubanos. Tras su implementación, en la isla se ha desatado una carrera contrarreloj para buscar algún pariente o amigo residente en Estados Unidos que rellene los formularios y cumpla con los requisitos que exige el proceso. La palabra parole se ha vuelto tan popular que ya hay mascotas, cafeterías y negocios privados bautizados con ella.
“¿Tú has visto esto? A esto le dicen almuerzo”, lamenta la anciana y muestra una sopa aguada y una porción pequeña de arroz que atesora en el pozuelo.
“Eso y este pan me tienen que alcanzar para todo el día”, agrega, y abre la mano para dejar ver un minúsculo pan de apariencia arrugada y color amarillento. “Y uno no se puede quejar porque dicen que esto es subsidiado”.
Luisa es una de los 76.175 cubanos inscritos en el SAF que asisten a 445 comedores de este tipo a lo largo de toda la isla. Un servicio que es la diana de las críticas por la mala calidad en la elaboración de los alimentos, que carecen muchas veces de especias, aceite o grasas. El deterioro de sus ofertas no solo se debe al pobre abastecimiento estatal, sino también al saqueo de productos que llevan a cabo los propios empleados.
Paula reprime una mueca de asco tras mirar el interior del envase y le pide a Luisa que pase luego por su casa. “A ver qué puedo darte, porque tú sabes que yo también estoy apretada”, resume. Se aleja del comedor a tiempo para llegar hasta la esquina donde ve una fila a las afueras del banco. “Déjame ver si puedo sacar algo de dinero porque te quiero invitar aunque sea a un refresco, mijo”, le dice a Jean Carlos.

Sin embargo, el cajero automático a las afueras de la sucursal bancaria no tiene efectivo, un problema cada vez más grave que se extiende por todo el país. “Para extraer hay que pasar por el mostrador y nada más que se puede sacar hasta 5.000 pesos”, le aclara un joven que aguarda en el portal. “La cola camina muy despacio porque nada más hay una empleada”, remacha.
Paula pierde la paciencia y sigue por la calle Monte hasta un cercano negocio privado que vende dulces y bebidas. De la pequeña cartera que lleva cruzada sobre el pecho extrae un billete doblado y arrugado: es un dólar. “¿A cuánto está el cambio?”, le espeta a la vendedora que le ha terminado de despachar unas galletas dulces a una mujer con un bebé. “Hoy lo estamos pagando a 360 pesos”, aclara la mujer. El rostro de George Washington es intercambiado por tres Carlos Manuel de Céspedes e igual cantidad de Camilo Cienfuegos.
Jean Carlos ya tiene sed y la tía le compra, por 150 pesos, un refresco de naranja importado de México. “Tómatelo despacio que eso que acabo de pagar es lo que gana un ingeniero en un día de trabajo”, calcula la mujer, que guarda el resto del dinero recibido y enfila con paso redoblado por los portales con pisos que aún muestran en el granito los nombres de los comercios que una vez insuflaron de vida comercial la calle Monte.
“¡Cuidado que eso son aguas albañales!”, la mujer le alcanza a advertir al joven justo frente a una antigua tienda, cerrada hace años, de la que sale un hilo oscuro y pestilente. De inmediato la golpea la nostalgia: “Ahí mis padres compraron su primer juego de cuarto y la cuna de mi hermana. Era un lugar bonito, tenía hasta aire acondicionado, pero después lo convirtieron en una oficina de no sé cuál ministerio y se fue destruyendo poco a poco”.
El joven apenas escucha la cháchara de Paula. Llegado de un pequeño pueblo, los ruidos de la ciudad y el constante ir y venir de personas lo mantienen hipnotizado.
Cada vez que llegan a una esquina, rodean la montaña de basura que asoma de las entrecalles y camina de puntillas para no ensuciarse. Con ojos como platos mira los balcones, las cornisas, los adornos florales de los edificios estilo art nouveau, la abigarrada composición de las casas barrocas.
La Habana que discurre ante su mirada es solo un fantasma de aquella ciudad sensual y efervescente donde nacieron los padres de Paula, sus tíos abuelos. Pero, a pesar de la estática milagrosa en que se mantienen algunos inmuebles, de las calles llenas de huecos y las pilas de inmundicias que parecen querer tragarse la urbe, algo de aquella Babilonia del Caribe queda para impresionar a quien la ve por primera vez. Jean Carlos no siente el asombro del turista que, mientras toma fotos y mira hacia arriba para no perderse ningún detalle arquitectónico, termina metiendo el pie en una alcantarilla sin tapa o resbalando con los residuos de un orinal que alguien vació desde un balcón. No, la perplejidad del joven es diferente. Como si de tanto escuchar hablar de “La Placa”, como se le dice entre los campesinos a La Habana, la conociera de antemano y la reencontrara ahora. Como si supiera donde está cada cosa.
Paula se calla y deja de evocar los viejos negocios de la avenida. Ahora, la mujer, nacida en el mismo año en que la Ofensiva Revolucionaria confiscó todos los comercios privados, prefiere concentrarse en la llegada de su sobrino: un par de brazos jóvenes para que la ayuden en la casa y una presencia que disuada a los ladrones de saltar por su balcón y llevársele alguna pertenencia. A él intenta mostrarle un panorama que no se vea tan sombrío.
“Mijo, qué bueno que saliste de aquel campo, ahí no hay futuro. Aquí te va a ir mejor, pero tienes que cuidarte, porque la Policía la tiene cogida con la gente joven como tú y hasta que no tengas la dirección de mi casa en el carné de identidad te pueden detener por estar ilegal en La Habana”, le explica la mujer al joven, que se queda mirando una grieta que baja por una columna a las afueras de una panadería del mercado racionado.
“Búscate un trabajo, pero no con el Estado, que eso no sirve para nada. Mira a ver si te encuentras alguna mipyme que necesite a alguien para que le cargue la mercancía”, le recomienda Paula al joven, deseosa de que pueda tener un empleo en alguno de esos locales privados que han brotado por todo el país con los anaqueles llenos de mercancía y los precios inalcanzables para la mayoría de los cubanos.
Para el sobrino de esta habanera desempleada y escéptica, el traslado a La Habana ha sido como si se le abrieran “las puertas del cielo”. Salir de una de las provincias más pobres de Cuba demanda muchos recursos para el largo camino y para el alquiler de algún espacio en la capital, donde los precios de una habitación pequeña ronda los 10.000 pesos mensuales en un país donde el salario promedio apenas alcanza los 4.000, un poco más de 10 dólares según la tasa de cambio informal.
“¡Compro pomos de perfume vacíos!”, grita a voz en cuello un hombre que pasa junto a Jean Carlos. El pregón, muy común en las calles habaneras, alude a todos los envases que alguna vez tuvieron una fragancia y que se mantengan, exteriormente, en buen estado. Tras adquirirlos, los hábiles comerciantes lo rellenan con cualquier otra mezcla y los ofrecen en el mercado informal como si fueran el producto original.

“Es una estafa y todo el mundo sabe que es una estafa, pero siempre que puedo le guardo algún pomo de colonia o de champú para sacarle un dinerito”, reconoce Paula. Crecida en una sociedad donde la adulteración de mercancías es parte del juego por la sobrevivencia, la mujer ha sido lo mismo timada que timadora. “Ya uno no sabe ni lo que es auténtico, hasta lo que viene cerrado y sellado puede estar bautizado”, advierte.
El sobrino asiente con la cabeza como si tomara nota del breve manual para la subsistencia que le dicta Paula, pero en realidad está distraído con otras cosas. Un ómnibus renqueante pasa por la calle Monte con un ramillete de personas colgando de una de sus puertas. La crisis del transporte público es una de las más profundas que ha atravesado la isla. Hace cinco años, en el país se movía el doble de vehículos que ahora, lo cual se traduce en que, de 5,9 millones de pasajeros que circulaban, se bajó a 2,7 millones, según reconoció en abril de 2024 el propio ministro de Transporte, Eduardo Rodríguez Dávila.
Con los brazos extendidos, decenas de personas se ubican en las aceras de la populosa avenida por la que caminan tía y sobrino. De vez en cuando, un viejo Chevrolet o un desaliñado Ford de principios del siglo XX frena ante el potencial pasajero. En algunas de esas ocasiones, el cliente se sube y el auto enrumba hacia el Parque de la Fraternidad; en otras, se escucha una discusión y el vehículo parte tras la decisión del viajero: “No te voy a pagar cien pesos por ese tramo”.
Donde antes se cobraban 50, ahora se exige el doble, y de un extremo a otro de la ruta de un almendrón es poco probable que el precio baje de 200. El transporte en Cuba costó en marzo de 2024 casi un 10% más que en febrero y acumuló, en solo un trimestre, un encarecimiento del 15%, según reconoció la Oficina Nacional de Estadística e Información en su informe de índice de precios al consumidor del primer trimestre de 2024. Cada subida es un mazazo a la movilidad de las personas y al traslado de mercancías.
“Todo lo que puedas hacer a pie, mejor así, porque si les pagas a los boteros te vas a quedar más pelado que una mazorca de maíz sin grano”, ejemplifica Paula. “Aquí uno no se mueve si no es para resolver algo: yo hace años que no voy a visitar a mis primas de La Víbora ni a la tía abuela que me queda en Santiago de las Vegas. Yo solo me muevo alrededor de mi barrio, porque si no se me va el dinero en almendrones”.
La improvisada y peculiar academia de Paula lleva también sus clases de política, sus claras lecciones para evitar mayores problemas. Sorteando los charcos y bajando un poco la voz, la mujer se adentra en el catecismo de la simulación. “En estos barrios hay mucha gente joven presa por aquellas protestas, las del 11 de julio de 2021. Al hijo de una vecina mía la policía lo molió a golpes ese día y se lo llevó, todavía está preso y sin esperanzas de salir pronto”. Y añade: “Tú no digas nada, si ves un tumulto te das la vuelta y te alejas, porque tú no vas a cambiar nada y vas a terminar desgraciándote la vida”.
Rodeada toda su existencia de gente con miedo, Paula aprendió bien temprano que para hablar de política en Cuba primero había que encender a todo volumen el radio y no mencionar nunca los nombres de Fidel o Raúl Castro. Su padre, un convencido militante del Partido Comunista que se sumó a cuanta tarea oficial le asignaron, murió desilusionado y en la pobreza. “Por poco se tiene que comer la medallas de héroe del trabajo, porque fue lo único que le quedó”, lamenta la hija.
“Tú no digas ni pío y cuidado con el telefonito ese que ahora a los jóvenes les ha dado por poner en Facebook todo lo que ven y les meten multas o se los llevan presos”, subraya Paula. Los casos de cubanos que tras publicar un meme ridiculizando al gobernante Miguel Díaz-Canel terminaron multados con miles de pesos han aumentado en los últimos años. Algunas veces, les ha bastado con decir en su cuenta en redes sociales que van a salir a protestar a las calles para que vayan tras las rejas. Uno de los casos más dramáticos ha sido el de Sulmira Martínez Pérez, de 21 años y conocida en las redes sociales como Salem Cuba. El 10 de enero de 2023, fue detenida por anunciar que haría una protesta en las calles y más de un año después sigue tras las rejas, sin que todavía se le haya celebrado un juicio, según ha confirmado el centro de asesoría legal Cubalex.
Con más de un millar de presos políticos, Cuba es la gran cárcel de inconformes y disidentes de este hemisferio. Pero no solo en un calabozo se purga la condena por estar en contra del Gobierno. Para los críticos, el régimen guarda también el fusilamiento de su reputación en los medios oficiales, la prohibición de salida del país conocida como “regulación”, la expulsión de su empleo, los cercos policiales alrededor de sus viviendas y, en muchos casos, las amenazas para forzarlos al exilio.
Desde que se reabrieron las fronteras tras el fin de la pandemia de covid-19, decenas de periodistas independientes, activistas y opositores han emigrado. En muchos casos, la policía política los escoltó hasta el aeropuerto para impulsarlos a subirse a un avión. Muchos de quienes han salido saben que no podrán regresar mientras se mantenga el actual régimen en el poder. Han sido desterrados, como les ocurrió a varios de aquellos independentistas decimonónicos que peleaban contra el coloniaje español.
No en balde, la mayoría de las familias cubanas les aconsejan a sus hijos evitar pronunciarse públicamente, llevar la máscara ideológica en público y tragarse los comentarios contra el modelo político y económico impuesto hace 65 años en la isla.
“Mijo, tú te tienes que concentrar en abrirte camino aquí y trabajar en algún lugar donde puedas conocer extranjeros a ver si te sacan de este país”, le aconseja la tía. “Y después de que llegues allá, me sacas a mí”, añade Paula y suelta una carcajada sonora que hace voltear a una mujer que, unos pasos por delante, evidentemente escuchaba la conversación. “¡Y que me saque a mí también!”, grita la desconocida. “¡El último que apague el Morro!”. El viejo faro a la entrada de la bahía de La Habana, otrora guía para los barcos que llegaban a la ciudad, ahora se ha vuelto un símbolo de la última llama vital de una nación de la que buena parte de su gente se quiere ir. Con frecuencia, en estos últimos años, en que cientos de miles de cubanos han partido de la isla asfixiados por la falta de libertades y la eterna crisis económica crónica, hay quien recuerda que el gesto final, metáfora del remate de un país, debe ser dejar a oscuras esa luz.
Un informe de la Agencia de Aduanas y Patrulla Fronteriza de Estados Unido, difundido por la Agencia española EFE, reporta que casi 425.000 migrantes cubanos llegaron a Estados Unidos en los años fiscales 2022 y 2023; la cifra alcanza niveles alarmantes si se suman los que desempolvaron un antepasado español y lograron hacerse con la ciudadanía de esa nación europea a través de la llamada popularmente Ley de Nietos. Otros tomaron rumbo hacia el sur latinoamericano o hacia cualquier otra parte del planeta. La cuestión no es llegar a un lugar específico, sino escapar del sitio que los vio nacer.
“Esta es la Plaza de Cuatro Caminos”, señala Paula en su peculiar papel de guía de la ciudad por un día. “Hace ya unos años perdí yo un zapato en una cola, tratando de entrar”, evoca, y el joven no puede aguantar la risa. “Tú te reirás, pero yo estuve desde la madrugada, porque iban a inaugurar el mercado después de un buen tiempo cerrado, pero no alcancé nada, aquello se volvió una selva, se impuso la ley del más fuerte”.
En noviembre de 2019, tras una reparación que duró más de cuatro años, el enorme local que ocupa toda una manzana reabrió sus puertas. Inaugurado en 1920 con el nombre de Mercado General de Abasto y Consumo Único o Mercado Único de La Habana, el imponente comercio ha experimentado tiempos luminosos y épocas oscuras. De sus salones vibrantes cargados de frutas y vegetales se pasó, tras la arremetida contra el sector privado en los años sesenta, a un espacio desabastecido y con una limitada oferta.
En los años ochenta, la ojeriza oficial se volcó contra la Plaza de Cuatro Caminos, que había vivido un breve renacer del llamado “mercado libre campesino”. De un plumazo, Fidel Castro decretó el cierre de este tipo de comercios bajo la pauta del llamado proceso de rectificación de errores y tendencias negativas que, a partir de 1982, barrió nuevamente con cualquier vestigio de emprendimiento particular.
“Aquí se vendía cuando yo era niña lo que no se encontraba en ninguna parte de La Habana”, detalla Paula, más para decírselo a ella misma que para contarle a su sobrino. “Guanábanas, anones, unas piñas dulces como el almíbar y hasta caimito o níspero que yo nunca había probado hasta que mi abuela me los compró en este mercado”.
Ahora, con su fachada reluciente, el lugar dista mucho de aquellas memorias que atesora la mujer. Bajo gestión estatal, los pisos superiores del inmueble albergan varias tiendas en moneda libremente convertible (MLC), un sucedáneo del dólar que ha creado el régimen cubano para canalizar parte de las remesas que llegan a la isla pero que no existe como dinero físico y solo puede usarse mediante tarjetas magnéticas. Esos comercios son el blanco de la ojeriza de esos cubanos que solo reciben ingresos en moneda nacional. Anunciados como un mal necesario y temporal, las tiendas en MLC no han tardado en ser golpeados también por la falta de abastecimiento y los altos precios de los productos.
En los bajos del Mercado de Cuatro Caminos, algunos locales siguen vendiendo en pesos cubanos, pero para comprar en ellos hay que esperar que sea el turno que identifica a cada núcleo familiar y “no es lo que tú quieras, es lo que haya”, le aclara Luisa a Jean Carlos.
“Es más o menos lo mismo que en las bodegas del mercado racionado, pero en un lugar más bonito”, resume.
El joven no se asombra. En el pueblo guantanamero de donde viene, el suministro es aún peor y las posibilidades de encontrar alimentos en el mercado informal son mucho más limitadas. La Habana pobre y deteriorada que se abre ante sus ojos es todavía una ciudad donde la gente “tiene más búsqueda” que en los municipios adonde ya ni el ferrocarril llega. “Tía, acuérdate que yo vengo del culo del mundo”, le recuerda el joven.
Ambos apuran la marcha. Pasan a grandes zancadas ante edificios derrumbados, mesas de merolicos y pequeños bodegones particulares rodeados de rejas. Poco a poco empiezan a divisarse las ramas de los árboles del Parque de la Fraternidad. Los ojos agradecen el verdor tras una ruta marcada por la grisura y los muros de colores marchitos.
Cicerone versada en los vericuetos de la ciudad, Paula le señala a Jean Carlos lo que viene. “Ahí hay una piquera de almendrones, salen para diferentes partes de la ciudad, pero, eso sí, agárrate el bolsillo porque cada día son más caros”. La silueta de los viejos vehículos empieza también a perfilarse, parqueados a la sombra de los árboles y con el conductor cerca voceando la ruta.
“¡Vamos que me voy! ¡Esto es hasta Marianao!”, grita uno con fuerza, pero ningún cliente se aproxima. La cercana cola para esperar el ómnibus público que va en la misma dirección se extiende y la gente que la compone trata de buscar un puesto en un banco o se acomoda en el contén de la acera. El chofer proyecta la voz y atrae a un par de pasajeros que finalmente aceptan pagar 200 pesos, unos 60 centavos de dólar al cambio informal, cada uno por todo el trayecto.
Paula suaviza el rostro y le dice bromeando a su sobrino: “¡Guajiro, quién te iba a decir que te ibas ahacer la foto frente al Capitolio de La Habana!”. Ambos cruzan la calle y pasan a pocos metros del esqueleto de un edificio sin fachada al que se le ve el interior. Es el hotel Saratoga. El inmueble explotó el 6 de mayo de 2022 debido a una fuga de gas y el incidente se saldó con 47 personas fallecidas y varias edificaciones cercanas afectadas.
Dos años después, los cubanos siguen a la espera de los resultados de la investigación policial que detalle la secuencia de hechos que llevaron a que, esa mañana de viernes, La Habana fuera sacudida por una explosión y la vida de decenas de familia quedara impactada para siempre. Sin responsables ni castigos, lo sucedido en el Saratoga ha reafirmado la fragilidad que sienten los cubanos y su convicción de que la impunidad y el secretismo rodean al poder.
A pocos metros del Saratoga, la cúpula del Capitolio brilla intensamente bajo el sol. Los reflejos vienen de una cubierta de pan de oro donada por Rusia tras las obras de restauración del imponente edificio. Desde hace algunos años, La Habana y Moscú han estrechado sus lazos y el petróleo enviado por Vladímir Putin ha logrado aliviar los apuros del régimen castrista ante los recortes del suministro venezolano.
Antiguos aliados durante la Guerra Fría, el Kremlin y la Plaza de la Revolución han vuelto a estrechar el vínculo. Visitas de altos funcionarios en ambas direcciones, buques con crudo que llegan a las costas cubanas desde lejanos puertos rusos, donaciones de insumos médicos y acuerdos conjuntos para renovar en la isla desde el ferrocarril hasta la industria del acero forman parte de esta nueva etapa de camaradería política.
Pero el punto más candente ha sido la participación de mercenarios cubanos en la invasión rusa a Ucrania, un tema que llegó incluso a las páginas del diario estadounidense The New York Times. En las últimas semanas han sido varios los testimonios de familias en la isla que han visto partir a sus jóvenes hijos hacia un conflicto bélico que la prensa oficial, bajo el control del Partido Comunista, se aferra en nombrar como “operación militar especial”, siguiendo el guion del Kremlin.
Recientemente, el diplomático Ruslan Spirin, representante de Ucrania en América Latina y el Caribe, estimó en declaraciones al diario estadounidense The Wall Street Journal que hay unos 400 soldados cubanos al servicio de Rusia. “Nos tomamos ese asunto muy en serio”, aseguró Spirin. Otras fuentes, señaló el medio, calculan números más altos. Es el caso del diputado ucraniano Maryan Zablotskyi, que sitúa el número entre 1.500 y 3.000.
La Cancillería cubana ha guardado silencio ante las denuncias y evidencias. En lugar de dar explicaciones, La Habana ha seguido apretando el abrazo con Moscú. Es raro el mes en que no aterrice en la isla algún enviado de Putin, un asesor económico ruso, un militar que visita los cuarteles de las Fuerzas Armadas cubanas o algún otro dirigente con un extenso historial represivo y varias sanciones de Occidente a sus espaldas.
El oro que Jean Carlos ve brillar sobre la cúpula del Capitolio habanero y cuya visión lo deja con la boca abierta ya ha costado sangre cubana. Paula le pide el móvil al joven para tomarle una foto. Cruzan en dirección a los jardines del amplio edificio para dirigirse hacia la ancha escalinata, pero el grito de un policía los hace parar en seco. “Por aquí no pueden pasar”, advierte el uniformado.
El inmueble, que fue construido para albergar a los representantes del electorado cubano, está rodeado permanentemente de un operativo que evita acercarse a sus muros, pasear por entre sus setos exteriores y admirar de cerca los detalles de la arquitectura. Como una metáfora de los tiempos que se viven en la isla, la casa del pueblo también ha sido tomada por las fuerzas de la paranoia y la exclusión.
A la tía y su sobrino solo les queda enfilar los pasos hacia la escalera donde se permite tomarse fotos, pero no “quedarse ni sentarse”, según advierte otro policía.
Un turista que merodea por el lugar les hace el favor de sostener el teléfono para capturar el momento en que ambos sonríen con los escalones a las espaldas. Atrás y a ambos lados del encuadre se ven dos estatuas, la virtud y el trabajo, custodias de la entrada de un recinto carente ya de importancia política, un lugar vacío de poder.
Con una Asamblea Nacional conformada solo por fieles al régimen y que se reúne al otro extremo de La Habana, en el Palacio de las Convenciones, las discusiones entre facciones, los debates parlamentarios y los encontronazos para obtener un voto que hunda o apruebe una nueva ley son ecos lejanos que hace décadas no resuenan en los amplios salones de un edificio que ha quedado, apenas, como el decorado de un pasado remoto para las nuevas generaciones.
La tarde se nubla y el oro de la cúpula ya no se ve tan obscenamente brillante. Paula decide regresar y dejar para otro día el recorrido por el casco histórico, la visita a la Catedral de La Habana y el disfrute de la brisa marina frente a la entrada de la bahía. “¡Vamos para la casa que aquí todo es carísimo, son precios para turistas y tú y yo somos cubiches!”, sentencia. Regresan al Parque de la Fraternidad y la llovizna los alcanza. “Te salvaste porque está lloviendo y no me quiero mojar”, reconoce Paula. “Nos vamos en almendrón, pero si no fuera por el agua volvíamos caminando por la calle Monte y por la Calzada del Cerro”, dice en un tono casi amenazante.
Salvado de un segundo recorrido por los abismos habaneros, Jean Carlos respira aliviado. La ciudad que acaba de conocer puede ser su hogar para siempre o el trampolín para lograr su sueño. El próximo año quizás esté todavía compartiendo una estrecha casa con su tía o mirando por la ventana de un pequeño remolque en algún lugar de Miami, mientras recuerda el olor de La Habana, esa ciudad que cuesta amar en su estado actual pero que resulta tan difícil de olvidar.
*La autora es filóloga, periodista y fundadora del medio de comunicación 14ymedio.
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