
Una madre desesperada deposita a su bebé en una cesta y lo deja flotar por el Nilo, el gran río de Egipto, confiando en que las aguas, a veces traicioneras, tengan más piedad que los hombres: hay una orden de matar a todos los bebés judíos y ese niño es uno de ellos. Años más tarde, otro chiquito es llevado a Egipto por sus padres, huyendo de la amenaza de un rey que teme perder el trono y también ha ordenado exterminar a los menores de dos años. Ambos sobreviven a una masacre ordenada por el poder de turno. Ambos crecen para cambiar la Historia. Sobre ambos relatos la editorial Leamos -el sello de Infobae- publicó libros electrónicos para descargar gratuitamente. En el caso de Moisés, también hay un audiolibro gratuito.
Moisés y Jesús no vivieron en el mismo siglo pero las coincidencias narrativas entre sus vidas han fascinado a teólogos, historiadores y escritores durante más de dos milenios. La Biblia los presenta como figuras fundacionales: uno saca a su pueblo de la esclavitud en Egipto; el otro, según la tradición cristiana, ofrece una liberación espiritual universal. Sus historias se entrelazan como espejos narrativos, pero también revelan diferencias profundas que los sitúan en planos distintos.
El niño salvado del agua
La historia de Moisés comienza con un acto de desesperación. El faraón ha ordenado matar a todos los varones hebreos recién nacidos, temeroso de que los esclavos se conviertan en amenaza. En medio de ese decreto, una mujer de la tribu de Leví esconde a su hijo durante tres meses. Luego, sin otra salida, lo coloca en una canasta y lo deja en el Nilo. La hija del faraón lo encuentra, se compadece y lo cría como si fuera suyo.

Moises, la libertad
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Gratis
Siglos después, en Belén, un monarca también se siente amenazado por la llegada de un niño. Herodes, rey de Judea, escucha rumores de que ha nacido el “rey de los judíos”. Ordena una matanza de niños. José, avisado en sueños, huye con María y el pequeño Jesús hacia Egipto. Allí se quedan hasta la muerte del rey.
En ambos relatos, la infancia está marcada por la persecución y la huida. Ambos sobreviven por la acción decidida de sus padres y madres y viven -Jesús, algunos años- de niños en Egipto. En ese punto, sus vidas comienzan a correr en paralelo.

La formación de un líder
Moisés crece como príncipe, aunque es hebreo. Su juventud está signada por un conflicto de identidad: vive entre privilegios egipcios, pero siente que no pertenece a esa cultura. Cuando ve a un capataz golpeando a un esclavo hebreo, lo mata y huye al desierto. Allí, en Madián, se casa y se convierte en pastor.
Jesús, en cambio, crece en la humilde Nazaret, hijo de un carpintero. Poco se sabe de su juventud, salvo un episodio en el que se queda en el templo de Jerusalén, discutiendo con los sabios a los doce años. A diferencia de Moisés, no se educa en palacios ni se forma como príncipe. Su vida transcurre en la periferia, entre campesinos y artesanos.
Pero ambos pasan por una etapa de retiro y transformación antes de iniciar su misión pública. Moisés se encuentra con Dios en forma de una zarza ardiente mientras cuida ovejas. Jesús, tras ser bautizado, se retira al desierto durante 40 días, donde es tentado por el diablo. Ese número —40— aparece en ambos relatos como símbolo de preparación.
El número 40: preparación y transformación
En la Biblia, el número 40 no es casual. Es una cifra cargada de simbolismo que aparece repetidamente en contextos de prueba, transición o revelación. En la vida de Moisés, 40 años marcan su estadía en el desierto de Madián antes de ser llamado por Dios. Más adelante, liderará al pueblo israelita durante otros 40 años en el desierto, camino a la Tierra Prometida.
Jesús, al inicio de su vida pública, se retira durante 40 días al desierto, donde enfrenta tentaciones. El paralelo es claro: ambos personajes atraviesan una etapa de aislamiento antes de asumir su misión. En ambos casos, el desierto no es solo un lugar geográfico, sino un espacio de transformación.

Para los hebreos, los 40 años representaron la purificación de una generación esclavizada, incapaz de creer del todo en la promesa. Para Jesús, los 40 días fueron una preparación espiritual, un anticipo de las pruebas que vendrían. La duración, el entorno y el sentido de ambos episodios subrayan la idea de que no hay revelación sin prueba.
La ley en la montaña
Moisés sube al monte Sinaí y desciende con las tablas de la Ley. Es un momento fundacional para el pueblo de Israel: a partir de entonces, la alianza con Dios se rige por un código, un conjunto de normas que estructuran la vida religiosa y civil.
Jesús también sube a una montaña y pronuncia un discurso que marcará a sus seguidores. El sermón del monte —según el Evangelio de Mateo— comienza con las bienaventuranzas y continúa con una reinterpretación de la ley mosaica. “Habéis oído que se dijo... pero yo os digo”, repite una y otra vez.

Si Moisés trae la Ley, Jesús propone una lectura nueva de esa ley. No la anula, según el propio texto, pero la lleva a su plenitud. La justicia deja de ser solo cumplimiento de normas y se vuelve asunto del corazón.
El nuevo pacto: de la ley a la gracia
Uno de los puntos más significativos en la comparación es la noción de alianza. Moisés es el mediador del primer pacto entre Dios y el pueblo de Israel, sellado en el monte Sinaí con la entrega de los Diez Mandamientos. Esta alianza define a Israel como nación y establece un marco legal, religioso y ético.
Jesús, según la tradición cristiana, inaugura un nuevo pacto, que ya no se basa en la ley escrita sino en la fe. Durante la Útima Cena, toma el cáliz y dice: “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que es derramada por ustedes” (Lucas 22:20). Es una declaración radical: la relación entre Dios y los hombres se redefine a través del sacrificio, no de la ley.
Para los primeros cristianos —especialmente en los textos de Pablo— Jesús es visto como el cumplimiento de lo que Moisés anticipó. Mientras Moisés intercede por un pueblo concreto, Jesús es presentado como mediador universal.
Milagros y señales
Ambos personajes son asociados con milagros, aunque en contextos diferentes. Moisés, según el libro del Éxodo, convierte su bastón en serpiente, hace caer plagas sobre Egipto, abre el mar Rojo y hace brotar agua de una roca en el desierto. Sus prodigios son actos de confrontación y liberación frente al poder faraónico.

Jesús, por su parte, sana a ciegos, leprosos y paralíticos. Multiplica panes y peces, camina sobre el agua y resucita muertos. Sus milagros no tienen como finalidad castigar a un enemigo, sino restaurar al ser humano. No apuntan al poder, sino a la compasión.
Ambos usan signos para demostrar autoridad divina, pero el contexto revela un matiz importante: los de Moisés están ligados a la construcción de un pueblo; los de Jesús, a la transformación del individuo.
Una muerte distinta
Las diferencias más claras entre ambos emergen al final de sus vidas. Moisés, según el Deuteronomio, muere en la cima del monte Nebo, viendo la Tierra Prometida desde lejos, pero sin poder entrar en ella. Nadie sabe dónde fue enterrado.
Jesús muere en la cruz, ejecutado por los romanos. Es sepultado, pero sus seguidores afirman que resucitó al tercer día. Su muerte, más que un final, es presentada como el comienzo de una nueva etapa.
Mientras que la muerte de Moisés cierra un ciclo —el del éxodo y la formación del pueblo—, la de Jesús inaugura una nueva narrativa que se expande más allá de las fronteras del judaísmo.
Lecturas cruzadas
¿Fueron estas similitudes casuales o construidas con intención? Muchos estudiosos sostienen que el Evangelio de Mateo, escrito para una audiencia judía, presenta deliberadamente a Jesús como un “nuevo Moisés”. Desde su nacimiento hasta su enseñanza en el monte, los paralelismos funcionan como señales para lectores conocedores de la Torá.
La figura de Moisés ya era central en la identidad judía. Presentar a Jesús con rasgos similares no solo lo legitimaba, sino que lo ubicaba dentro de una continuidad. A la vez, las diferencias marcan una ruptura: Jesús no es un libertador político, ni forma un nuevo Estado, ni dicta una ley civil. Su mensaje se desplaza del ámbito nacional al universal.
Huellas imborrables
Moisés y Jesús, separados por siglos y contextos, comparten estructuras narrativas que reflejan preocupaciones comunes: la infancia amenazada, el liderazgo divinamente inspirado, la enseñanza moral, la mediación espiritual. Pero también representan dos modos distintos de entender la relación entre lo sagrado y lo humano.
Uno conduce a un pueblo por el desierto hacia una tierra prometida. El otro camina entre multitudes y habla de un reino que no es de este mundo. Ambos dejaron huellas imborrables.
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